Emmanuel Carrère: el Reino no está en el más allá

El novelista francés regresa a los primeros años del cristianismo para confesar su vivencia católica en su nueva novela

El novelista frances Emmanuel Carrère

Emmanuel Carrère: el Reino no está en el más allá [extracto]

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Hay que leer a Emmanuel Carrère (París, 1957). Y leer El Adversario, Limònov o Vidas ajenas para saber a qué se refiere cuando propugna que él no escribe ficción, que sus novelas son testimonios, documentales, investigaciones, memorias, ensayos. En las que el protagonista –más allá del personaje que le sirve de eje para contarnos una historia, como el Jean-Claude Romand de El adversario– siempre es él o, más bien, la proyección literaria que el propio autor hace de sí mismo.

En el caso de El Reino (Anagrama), la novela que acaba de publicar con más de 250.000 ejemplares vendidos solo en Francia, Carrère se sitúa ante el origen del cristianismo y ante una pregunta efectista, y fundamental: “¿Qué significa para mí ser hoy católico?”. El Reino es su respuesta. “Sentí la necesidad de hacer un retrato de esa generación de personas a las que llamamos san Pablo, san Pedro, san Juan y a los que solemos ver como santos con sus aureolas –describe–. Como es lógico, en sus vidas reales no eran santos con aureolas; eran hombres buenos que a veces se odiaban entre sí, que sentían envidia los unos de los otros, que tenían defectos. Ha sido realmente apasionante hacer una especie de reconstrucción lo más coherente y verosímil posible de las personas que fueron, que son al mismo tiempo los héroes de una historia”. Una historia, como escribe en la misma novela, “alucinante”.

Portada de 'El Reino', la nueva novela del novelista frances Emmanuel Carrère

Portada de ‘El Reino’, la nueva novela del novelista frances Emmanuel Carrère

Es el propio Carrère quien la resume como un argumento de ciencia ficción: “La historia transcurre en Corinto, Grecia, hacia el año 50 después de Cristo, aunque nadie, por supuesto, sabe entonces que vive después de Cristo –escribe–. Al principio vemos llegar a un predicador itinerante que abre un modesto taller de tejedor. Sin moverse de detrás del bastidor, el hombre al que más adelante llamarán san Pablo teje su tela y, poco a poco, la extiende sobre toda la ciudad. Calvo, barbudo, fulminado por bruscos accesos de una enfermedad misteriosa, cuenta la historia de un profeta crucificado veinte años antes en Judea.

Dice que ese profeta ha vuelto de entre los muertos y que su resurrección es el signo precursor de algo grandioso: una mutación de la humanidad, a la vez radical e invisible. Se produce el contagio. Los propios adeptos a la extraña creencia que se propaga alrededor de Pablo en los bajos fondos de Corinto no tardarán en verse a sí mismos como unos mutantes: camuflados de amigos, de vecinos, indetectables”. Esta iba a ser la novela, un regreso, una reconstrucción a los albores del cristianismo. “Yo no puedo relatar la verdad absoluta sobre Pablo y Lucas –afirma el novelista–, pero puedo relatar la forma en la que he leído los Hechos de los Apóstoles, las cartas de Pablo, todos los libros que he consultado, todas las reflexiones que he podido hacer. En realidad, no soy más que un hombre del siglo XXI, con todo mi bagaje, y soy yo el que relata la historia”.

Lo fundamental a la hora de enfrentarse a las 500 páginas de El Reino no es solo el envoltorio, no es solo esa historia extraordinaria que, como dice el propio autor, comienza en torno al año 50 en la costa occidental de Turquía, en Troas, en el punto preciso en el que se cruzan dos hombres: Pablo y Lucas. “Me parecían tan apasionantes como los personajes de las grandes series de televisión. Son una pareja novelesca formidable –explica–. Pablo es una especie de visionario como Don Quijote, y Lucas es un poco su versión antagónica, Sancho; o como Sherlock y Watson. Uno de ellos es un genio religioso y el otro no es particularmente creyente, es sobre todo un testigo, un cronista. Me pareció apasionante seguirles en su recorrido, eran unos héroes novelescos formidables”.

Travesía del desierto

Lo trascendental, y así es como Carrère la concibe, es que esa historia –el origen del catolicismo, “una de las cosas más rebeldes y revolucionarias que haya inventado el hombre”– es una historia que transcurre también en el propio Carrère. Su bagaje. El Reino es la historia de un viaje muy personal, que el propio novelista ha vivido: del ateísmo a la fe; de la conversión hace veinticinco años al credo entusiasta y radical; de la misa diaria a la paulatina desafección, hasta que se aleja otra vez: “Te abandono, Señor. Tú no me abandones” (página 115). Es, de nuevo, travesía en el desierto, duda, escepticismo, que Carrère afirma debería ser el estado natural de enfrentarse a la fe. Así lo vive hoy. Como una peonza que gira y gira en torno a Él, a los Evangelios, a san Juan, a san Pablo, a san Lucas. Como aquella madrina, Jacqueline, que, confiesa, le dio un día una enseñanza que mucho más tarde comprendería: “Al hablarme de mí, hablaba de Él. Al hablarme de Él, me hablaba de mí”.

El novelista frances Emmanuel CarrèrePorque Carrère –detrás del agnóstico que aparenta hoy– reivindica finalmente un catolicismo que define como “acercarse todo lo posible a lo que hay de más pobre y vulnerable en el mundo y en nosotros mismos”. Lo escribe a propósito de las comunidades de El Arca, puestas en marcha hace ahora medio siglo en Francia por el canadiense Jean Vanier: “El Reino no es, desde luego, el más allá, sino la realidad de la realidad”.

Y esa conclusión es lo que da sentido a las andanzas de san Lucas y san Pablo –trescientas páginas, al fin y al cabo–, que es algo así como Los Hechos de los Apóstoles según Carrère y se descubre como la puerta abierta que el escritor francés escoge para reflexionar no sobre la fe hoy, sino sobre “su” fe y cómo la vive hoy mismo como creyente no practicante. “Esta Iglesia es ahora vieja –escribe el autor–. Tiene un pasado denso. No faltan los argumentos para reprocharle haber traicionado el mensaje del rabino Jesús de Nazaret, el más subversivo que jamás haya vivido en esta tierra. Pero reprocharle esto, ¿no es reprochar que haya existido?”.

La idealización del origen del cristianismo, así lo interpreta Emmanuel Carrère, es una especie de infalibilidad del ser mismo de la Iglesia, el sentido de su vigencia: aunque no consiga volver a él, del mismo modo que el anciano nunca volverá a ser niño. O, como lo escribe, “como si lo que subsiste del niño pequeño fuese la mejor parte del adulto”. Ese sentido lo encierra también una proclama escondida en el libro: “Entre lo que yo pienso y lo que dice el Evangelio, siempre me sería más provechoso elegir el Evangelio”. Pero lo que piensa merece escucharse.

El fervor y el olvido de una conversión

El testimonio confesional de El Reino no es, ni mucho menos, simple. Está tejido de la honda intensidad de “un cristiano que he tenido al alcance de la mano durante varios años, tan cerca como es posible estarlo, puesto que era yo mismo”, confiesa Carrère. El origen de la novela –el del catolicismo de su autor, narrado en la primera parte del libro– está vinculado a lo que el novelista francés define como su conversión al catolicismo: “En pocas palabras: en el otoño de 1990 fui tocado por la gracia; decir que hoy me fastidia formularlo de este modo es decir poco, pero así lo formulaba entonces”. Una conversión que derivó en tres años de vivencia maximalista, como la del propio Philip K.

Dick, el autor de ciencia ficción que Carrère siente como referencia fundamental en su vida literaria y del que ha escrito una biografía. “El fervor derivado de esta conversión –escribe en El Reino– duró casi tres años, en el curso de los cuales me casé por la Iglesia, bauticé a mis dos hijos, asistí a misa regularmente; y cuando digo regularmente no me refiero a todas las semanas, sino a todos los días”. Sobre todo en el primer año, Carrère dedicó una hora diaria a comentar los versículos del Evangelio de San Juan. “Me parecía el más místico”, llega a decir. Una veintena de cuadernos con los que se ha reencontrado para escribir la novela, pero sobre los que pasa realmente de puntillas: “No tengo buenos recuerdos de aquella época. He hecho lo posible por olvidarla”. Lo que hoy le interesa a Carrère es el camino de vuelta: ¿y si perdemos la fe? Esa posibilidad que llamamos Cristo y cómo convivir con ella.

En el nº 2.960 de Vida Nueva

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