Abusos a religiosas en África, una denuncia silenciada

Dos informes de finales de los años 90 ya alertaban de coacciones por parte de superiores

Congo-abusos

Abusos a religiosas en África, una denuncia silenciada [extracto]

JOSÉ CARLOS RODRÍGUEZ SOTO | En 1987 fallecía en Uganda el primer obispo de la Diócesis de Lira, Caesar Asili. Durante su mandato, fundó dos congregaciones religiosas nativas: los Misioneros del Divino Maestro y las Hermanas de María Madre de la Iglesia. Como él, son numerosos los obispos europeos y africanos que, desde los comienzos de la evangelización en África, se han volcado en organizar institutos religiosos de derecho diocesano con el fin de africanizar Iglesias recién fundadas por misioneros. A la muerte de monseñor Asili, empezaron a surgir problemas serios en ambas congregaciones.

Numerosos “divinos maestros” pasaban años en estudios interminables en países europeos sin que nadie supiera muy bien quién los supervisaba. Peor fue el caso de las monjas conocidas como “asilianas”: muchas de sus profesas, tras hacer sus votos, se negaban a incorporarse a la comunidad donde habían sido transferidas, otras desaparecían para terminar viviendo solas realizando estudios de los que ninguna superiora estaba al corriente, y las que tenían ingresos por actividad profesional se quedaban con su sueldo sin entregarlo a la comunidad. Uno de los casos más llamativos fue el de una jovencísima monja, recién profesa, que fue nombrada maestra de novicias.

El mismo año de la muerte de su fundador, el Vaticano envió un visitador apostólico que tomó medidas drásticas, como anular todas las profesiones religiosas previstas para ese año. Al final del proceso, se eligió a una nueva superiora general, pero no terminaron allí los problemas. Años más tarde, en 2005, el Vaticano envió un nuevo visitador, que canceló la elección de su nueva dirección general.

El problema de fondo, como muchas de las mismas religiosas reconocían, era de tensiones étnicas, con una congregación dividida entre los dos grupos más fuertes: las bachiga (del suroeste de Uganda) y las lugbara (del noroeste), que subyacían como una verdadera lucha de poder. En cuanto a la rama masculina, muchos de los sacerdotes y hermanos del Divino Maestro se han incardinado como diocesanos, y el resto ha intentado, a duras penas, reorganizarse.

Casos como estos no son infrecuentes en África, el continente donde los católicos crecen con mayor rapidez y la única parte del mundo –junto con Asia– donde las vocaciones a la Vida Consagrada aumentan año tras año. Según los últimos datos del Anuario Pontificio, en África hay algo más de 70.000 religiosas, la mayor parte de ellas africanas.

Nadie duda de que en sus 54 países hay miles de sacerdotes, hermanos y religiosas de una gran calidad humana y espiritual, que se sacrifican –en ocasiones hasta alcanzar comportamientos heroicos– por el Evangelio. Ahí están los casos de numerosos sacerdotes, religiosos y religiosas de la República Centroafricana que durante los dos últimos años se han jugado la vida por defender a musulmanes que se han refugiado en sus parroquias y conventos para escapar de las masacres de las milicias; y son muchos miles los consagrados africanos de ambos sexos que curan, enseñan, investigan, administran, predican y se entregan a los más pobres en circunstancias muy difíciles con gran generosidad.

Estructuras sin base

Pero hay otra cara de la moneda que resulta bastante frecuente en África: la debilidad institucional de muchas congregaciones, fundadas en su día con un propósito loable, pero no siempre con una idea clara de un carisma religioso, con pocos cimientos espirituales, una estructura de formación deficiente y una administración poco transparente en la que no faltan casos de corrupción.

Y donde hay una pésima organización y un liderazgo que no se atreve a tomar decisiones, se crea un caldo de cultivo favorable a toda clase de abusos. Los obispos que heredan estructuras dañadas de Vida Religiosa fundadas por alguno de sus antecesores, capean como pueden el temporal… o terminan desentendiéndose de una realidad que les da mil quebraderos de cabeza.

En un contexto así, sorprende poco que se den casos extremos de abusos sexuales. Lo señalaba recientemente la religiosa congoleña Rita Mboshu, profesora de la Pontificia Universidad Urbaniana en Roma. En un encuentro organizado recientemente por Donne Chiesa Mondo, el suplemento femenino de L’Osservatore Romano que esta revista difunde en español, no se mordió la lengua a la hora de poner al descubierto una realidad que muchos temen señalar: hay muchas congregaciones africanas pobres que mandan a religiosas a estudiar sin proporcionar los medios para su sustento. Situación de la que se aprovechan obispos, sacerdotes y superiores, que abusan de ellas.

No se conocen intervenciones sobre estos casos por parte de ninguna conferencia episcopal africana, aunque las asociaciones de religiosos en países del continente sí han intentado tomar cartas en el asunto. En 2001, varios medios de comunicación publicaron que, tres años antes, un documento titulado El problema del abuso sexual de religiosas africanas en África y en Roma, escrito por la hermana Mary McDonald, fue presentado por las Misioneras de Nuestra Señora de África (Hermanas Blancas) al Consejo de las Dieciséis, un grupo de trabajo que se reúne tres veces al año en Roma y que está formado por las dos Uniones de Superiores Generales (de institutos masculinos y de femeninos) y la Congregación para Institutos de Vida Consagrada y Vida Apostólica, el dicasterio romano que se ocupa de los religiosos.

El informe hacía referencia a abusos en 23 países, la mayor parte de ellos en África. Algunos de estos casos se entregaron al cardenal Eduardo Martínez Somalo, en aquella época responsable del departamento del Vaticano para las órdenes religiosas.

Uno de los casos que se denunciaron fue el de jóvenes candidatas a la Vida Religiosa a las que se obligaba en ocasiones a tener relaciones sexuales con un sacerdote para poder obtener la recomendación de la parroquia para ingresar en el postulantado. También se señalaba la injusticia que supone el que, cuando una religiosa se queda embarazada, se la expulsa de la congregación, mientras que al sacerdote (verdadero responsable) se le traslada de parroquia o se le envía al extranjero a realizar estudios.

Otro informe publicado a finales de los años 90 por la hermana Maura O’Donohue, de las Medical Missionaries of Mary, declaraba que la percepción existente en muchas partes de África de que las monjas estaban libres de VIH había contribuido a agravar el problema. La hermana O’Donohue mencionaba en su informe el caso de sacerdotes que llevaban a abortar a monjas a las que habían dejado embarazadas. Citaba también el caso de un vicario general de una diócesis africana que declaraba que “el celibato significa que los sacerdotes no se casan, pero eso no quiere decir que no puedan tener hijos”.

Es muy difícil denunciar

Es difícil tener estadísticas fiables de cuántos casos de estos abusos se han podido dar. Las personas que conocen mejor la realidad desde dentro no son libres de hablar debido a la confidencialidad que deben observar por su condición de guías espirituales.

A diferencia de los abusos sexuales contra menores cometidos por miembros del clero en varios países del mundo, las religiosas africanas que han sido víctimas de estas situaciones no suelen denunciar las vejaciones sufridas, algo que por otra parte sería difícil; primero, por la ley del silencio que suele imperar en estos casos, y también porque la parte acusada siempre podría argumentar que, al tratarse de personas en edad adulta, era una relación consentida.

Sin llegar a casos tan extremos, es frecuente que muchas religiosas en países de África se quejen de la poca calidad de la formación que reciben durante sus años en el postulantado o en el noviciado, y el hecho de que en el seno de sus propias instituciones se las utilice como mano de obra gratuita para las tareas más ingratas.

Este último problema se da también con frecuencia en las congregaciones de carácter internacional, donde en ciertos casos se trae a jóvenes profesas de países con abundancia de vocaciones (de África, América Latina y Asia) para trabajar en tareas domésticas o cuidados de hermanas ancianas en conventos de países europeos donde no encuentran vocaciones.

En el nº 2.945 de Vida Nueva.

 

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