Editorial

Una vejación contra la mujer y la Iglesia

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EDITORIAL VIDA NUEVA | Cualquier acto de violencia física o psicológica contra el otro, contra el hermano, debe ser denunciado, condenado y enmendado de inmediato. Con más urgencia si cabe, si la víctima es alguien indefenso, que no puede defenderse: un niño, un anciano, una mujer… Aunque aparentemente este protocolo de actuación debería estar grabado a fuego en cualquier persona, la realidad demuestra que queda mucho por hacer.

Prueba de ello fue el I Seminario Internacional Donne Chiesa Mondo –el suplemento femenino de L’Osservatore Romano que distribuye Vida Nueva en castellano– sobre el papel de la mujer en la Iglesia, que abordó esta lacra, además de los desafíos de la familia y la identidad femenina. De entre los diversos testimonios y reflexiones que se pusieron sobre la mesa, el que generó más preocupación fue el de sor Rita Mboshu, teóloga congoleña, que denunció las vejaciones que sufren las monjas en el Continente Negro. Su valentía para dar un paso al frente llega unida a la voluntad del Vaticano, a través de este nuevo foro de análisis, de ser altavoz del drama silenciado de estas mujeres consagradas.

No es la primera vez que se lleva a cabo una denuncia de este tipo. Hace dos décadas, las Misioneras de Nuestra Señora de África alzaron la voz para hacer constar el abuso de poder sobre las mujeres por parte del clero local en quince países del centro y sur de África, en ningún caso de forma generalizada –un centenar de los 26.000 sacerdotes africanos, esto es, un 0,4% del clero–, pero sí lo suficientemente significativo para que se abriera una investigación en Roma. La Santa Sede tomó entonces cartas en el asunto instando a los obispos de la región a erradicar de forma inmediata esta situación. Hoy el testimonio de sor Rita pone de manifiesto que no se ha hecho lo suficiente para poner freno a tales atrocidades.

Con la misma contundencia con la que se está aplicando la tolerancia cero con los pederastas, la Iglesia debe reaccionar con urgencia a este drama oculto dentro de los conventos y comunidades religiosas, a través de una comisión de investigación que analice cada caso y ponga coto inmediato a estos actos delictivos que minan la dignidad de la persona. No se puede permitir que un eclesiástico, sea obispo o sacerdote, confunda el servicio con la esclavitud y, menos aún, con la explotación sexual llevada a extremos tan aberrantes como la violación a monjas con el único fin de garantizarse que así se evita cualquier contagio de sida.

Si la Iglesia no actúa primero, como ya se ha constatado en el caso de los menores abusados, será la sociedad civil quien, además de juzgar a los violadores como corresponde, condene públicamente a toda la institución.

Si bien es cierto que el celibato en el clero africano es un asunto que reclama una reflexión profunda en lo cultural y un trabajo de formación aún más exigente, ni lo uno ni lo otro justifican lo más mínimo este atentado contra la mujer, contra la sociedad y contra la propia Iglesia. El clero no puede ser refugio para depredadores sexuales. Sobre todo, cuando la Iglesia siempre ha podido presumir –y no lo hace– de ser la entidad del planeta más comprometida en la lucha contra la violencia de género y la prostitución.

En el nº 2.944 de Vida Nueva. Del 6 al 12 de junio de 2015

 

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