Perderse para encontrarse

 PATRICIA GARCÍA-ROJO | Escritora. Ganadora del Premio de Literatura Juvenil Gran Angular

Escribo porque me hace feliz, porque me lo paso genial creando historias y rompiendo mis propias fronteras para convertirme en mundo, en universo o en otra persona. Cuando una idea comienza a brotar en mi cabeza, siento que un silencio expectante se hace en mí, como si la realidad cediese paso al pensamiento, permitiéndole una fuerza inaudita.

Genero muchas ideas cuando conduzco desde casa al instituto en el que trabajo. Para llegar, subo una montaña, dejando el mar detrás, y eso quizá tenga ya algo de mágico, algo que permite que las historias aparezcan. También vendimio muchas ideas de mis sueños. Duermo fatal y recuerdo cada una de las aventuras nocturnas. Es increíble cómo la mente, en descanso, puede mezclar tantas influencias para crear tramas nuevas.

Después me siento a escribir, con mis esquemas, mis libretas cargadas de manías para cada proyecto, mis rotuladores de colores, mis acuarelas para hacer bocetos torpes y la música para distraer esa parte de mí que no logra concentrarse. Ese quizás es el momento más increíble, por lo menos para mí. Porque de alguna manera dejo de existir, dejo de ser yo, dejo de ser la mujer que da clases, la que pone lavadoras, la que hace la compra o lee por las tardes. De pronto soy mucho más que yo, soy algo mucho más complejo que yo y, a la vez, más sencillo. Escribir me hace sentirme interminable.

Creo que hay cierto vértigo genial en eso, en perderse para encontrarse, para descubrir después el mundo con ojos nuevos. Tengo que confesar, abandonando un poco el misticismo, que toda esa magia explota como una burbuja de jabón gigantesca en el momento de enfrentarme a las correcciones de la historia que haya estado escribiendo. Corregir mis propios textos me da una pereza fatal, que me hace aterrizar de sopetón en la realidad.

Ahí ya no tengo ni alas, ni extensión, ni superpoderes. Cuento solo con un subrayador amarillo y un bolígrafo azul. Me gusta releer mis novelas, al menos, tres veces antes de dejárselas a nadie. Siento muchísimo pudor, y reconozco que también se mezcla un poquito de manía en todo este proceso, como si el mostrar mi obra antes de concebirla terminada fuese a gafarla por los siglos de los siglos.

Pero no puedo negar que, tras ese desierto desolador de la corrección, viene luego el oasis de reconocer tu historia en el libro, en la novela con cubierta, con páginas, con índice, que puedes poner en la mano de los lectores como si estuvieses andando por la cuerda floja. Me siento a la vez vulnerable y poderosa cuando mis libros salen a la venta, por eso disfruto tanto de los encuentros con lectores y me gusta convertirlos en diálogos de los que aprender.

Es increíble conocer a alguien que ha disfrutado tanto con mi obra como yo he disfrutado escribiéndola, saber que un lector también se ha sentido interminable al leer una de mis aventuras, que ha notado el vértigo y ha andado también, casi sin darse cuenta, por esa cuerda floja. Creo que esa es la magia fundamental de la literatura: nos iguala.

En el nº 2.942 de Vida Nueva

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