Los cristianos en Siria e Irak continúan en la cruz

El yihadismo ahoga las esperanzas de miles de familias de poder regresar a casa

Cristianos refugiados

Refugiados sirios en Sanliurfa, cerca de la frontera con Turquía, en un punto hostigado por el Estado Islámico

Los cristianos en Siria e Irak continúan en la cruz [extracto]

ETHEL BONET (BEIRUT) | El Líbano es el destino que han elegido muchos cristianos de Oriente que han huido de Siria e Irak. El país del cedro es históricamente de mayoría cristiana, por lo que los miembros de esta comunidad asediada en Oriente Medio por los yihadistas se sienten más seguros aquí que en Turquía o el Kurdistán iraquí.

El esposo de Rana Rumi fue víctima del delirio fundamentalista. Oriundos de Basora, en el sur de Irak, donde apenas quedaban 1.000 cristianos en 2013, se vieron obligados a emigrar a Mosul seis meses antes de la embestida yihadista. Él era maestro de escuela y un día recibió una carta anónima amenazándole con matar a su familia si no se marchaban de allí. Basora no está al alcance de las garras del Estado Islámico (EI), pero los fundamentalistas ya llevan años con la limpieza étnica de cristianos en Irak.

Esta familia es un ejemplo de la persecución que sufre esta comunidad, una de las más antiguas de Irak. En menos de un año han tenido que hacer las maletas cinco veces. “Vivimos hasta junio –explica Rumi– en los suburbios de Sharafiya, en Mosul, pero, cuando los yihadistas entraron allí, huimos a Qaraqosh. Un mes después, ya no era seguro y buscamos refugio en Ankawa, barrio cristiano de Erbil”. En poco tiempo, el Kurdistán iraquí se convirtió en el refugio de miles de cristianos, yazidíes y otras minorías de Irak que escaparon por temor a caer en manos de los yihadistas. Les tocó dormir durante más de tres meses en el suelo de escuelas e iglesias repletas de refugiados.

“Nos llevaban de un lugar a otro –revive esta refugiada–. A veces, estábamos setenta familias juntas en el mismo lugar. Nos sentíamos como ganado. Nos daban colchonetas y algo de comer, pero nada más. Nos cansamos de vivir así. Perdí todas las esperanzas en mi país y, con los ahorros que teníamos, compramos billetes de avión para venir al Líbano”. Aunque están pasando apuros económicos, al menos viven tranquilos, sin sentirse amenazados. Ahora, el marido de Rumi ha conseguido un trabajo de portero que, aunque no tenga un buen sueldo, les da para cubrir los gastos del alquiler de 350 dólares y otras necesidades.

De la noche a la mañana, la vida de Ijlas cambió drásticamente. El 10 de agosto, los yihadistas y los peshmerga (milicianos kurdos) estaban luchando a las puertas de Batnaya, cerca de la presa de Mosul. “Era de noche y estábamos durmiendo. De repente, mis vecinos llamaron a la puerta violentamente para avisarnos de que iban a entrar los yihadistas y nos iban a matar a todos y, antes, violarían a nuestras mujeres. Todo el pueblo huimos”, detalla este refugiado cristiano en el Kurdistán.

El mayor peligro, relata Ijlas, no fue al escapar, sino al entrar en la región kurda: “Llegamos en una caravana de camiones y vehículos particulares. Permanecimos más de 48 horas en la carretera sin que nos dejaran entrar en el Kurdistán. La situación no era segura. Hubo tiroteos y el padre Joseph recibió un disparo y resultó malherido. Solo entonces fue cuando nos permitieron entrar”. Los peshmerga tomaron el control de la localidad de Batnaya el 16 de agosto. Pero este cristiano iraquí confiesa que ninguno de ellos confiaba en la seguridad y temían volver allí. “He perdido toda esperanza. Nunca podremos volver a Irak”, lamenta Ijlas.

La realidad es que, cada día, más y más cristianos de la región que han huido al Líbano están solicitando asilo en Europa y Estados Unidos porque sienten que, si regresan a sus países, seguirán estando amenazados por los radicales, mientras los gobiernos musulmanes no los protegen.

Patrimonio humano en riesgo de extinción

Protestas cristianos refugiadosLas diócesis caldeas y asirias del Líbano y ONG’s como Por la Defensa de los Cristianos prestan asistencia a estos refugiados que han huido de Siria e Irak. “Hemos acogido a 2.500 familias de caldeos iraquíes y otras 55 familias están esperando para poder entrar en el Líbano”, explica a Vida Nueva Michel Qasarji, patriarca caldeo. El arzobispo lamenta que a los cristianos de Oriente Medio “no les queda más remedio que irse”, pero les alienta a que “se queden aquí hasta que la violencia termine”. “Sin los cristianos orientales, la riqueza patrimonial de la región se extinguirá”, advierte Qasarji, y les pide “paciencia” para que “pronto” puedan regresar a Irak y Siria y “produzcan y desarrollen sus instituciones educativas y culturales, que han florecido junto a la cultura árabe”.

Pese a lo difícil de la situación, hay quienes aún tienen la certeza de que han de volver algún día a casa, siendo la diáspora una etapa temporal. Es el caso de Yamil, uno de esos miles de cristianos asirios que tuvo que huir al Líbano para salvar la vida. A él y a los suyos les tocó huir el pasado 23 de febrero, después de que los yihadistas secuestraran a cerca de 200 civiles asirios en aldeas de la ribera sur del río Jabur, en Al Hasaka, al noreste de Siria. Tres de sus familiares, entre ellos una mujer de 80 años de edad, fueron secuestrados por el Estado Islámico en febrero.

Aún estremecido, nos relata su odisea de salida. Comenzó alrededor de las 4:30 de la madrugada, cuando decenas de yihadistas atacaron el pueblo. Yamil llevó a su familia a la orilla del río Jabur, y esperaron allí hasta el anochecer, cuando una pequeña embarcación vino a recogerlos. “Nos estaban disparando sobre nuestras cabezas”, recuerda el refugiado asirio, que, hasta que no llegó a la ciudad de Al Hasaka, no sintió una pequeña sensación de libertad.

En esa ciudad, tomó con su familia un vuelo doméstico a Damasco y, desde allí, se dirigieron en carretera hasta la frontera libanesa de Masnaa. Hoy, Yamil se ha inscrito en ACNUR con el objetivo de poder emigrar a otro país. Pese a todo, espera que sea una cuestión temporal, porque lo que realmente desea es regresar a su tierra.

En el nº 2.940 de Vida Nueva.

 

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