Editorial

Un pacto también para la universidad

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EDITORIAL VIDA NUEVA | La comunidad educativa ha acogido con frialdad la reforma universitaria planteada por el ministro José Ignacio Wert en la recta final de la legislatura. Tanto es así que, si el Ejecutivo dio luz verde a las medidas el pasado enero, los rectores han acordado que no las aplicarán hasta 2017. Es el escepticismo, en otros casos rechazo, con el que se contempla el decreto conocido como “3+2”, que permite a priori mayor flexibilidad y autonomía de los centros para programar sus planes de estudios y adaptarlos a Bolonia.

Si bien es cierto que el fondo de las medidas adoptadas pasa por aumentar la competitividad dentro del marco comunitario, el camino escogido para ello se presenta con algunos obstáculos. El principal es, precisamente, esa propuesta de reducción de los grados a tres años y el peaje obligatorio del máster para finalizar los estudios universitarios con un sobrecoste en los postgrados que podría limitar el acceso a alumnos carentes de recursos.

Esta iniciativa ve la luz cuando la crisis económica también ha puesto de manifiesto las carencias de financiación de una universidad pública insostenible, además de una falta de liderazgo internacional en materia de investigación.

Así, en este entramado que forman las 50 universidades públicas y 32 privadas, Vida Nueva ha querido conocer en primera persona las expectativas que la enésima reforma educativa en nuestro país ha generado en las universidades católicas. Con las respuestas sobre la mesa de doce de los quince centros, a la vista está que los cambios elaborados por el Gobierno se plantean como necesarios, pero insuficientes y precipitados, en tanto que no resuelven los problemas de fondo que arrastra la universidad y, en general, todo el sistema educativo.

Abordar de forma estructural este problema de las aulas pasa por huir de parches electoralistas de última hora, para sentarse y dar cabida al ansiado pacto por la educación que continúa sin materializarse por parte del legislador después de más de tres décadas de democracia.

Desde ahí es como se puede edificar una universidad donde la investigación y la docencia formen un tándem de calidad, en la que se mejoren los mecanismos de control de la financiación, se establezca una sana relación con el mundo de la empresa y se apueste por el talento de los jóvenes con un sistema de becas sostenible que no deje a ningún alumno con capacidades fuera del aula. Hasta que ese consenso no llegue, y la enseñanza deje de verse como un arma arrojadiza para ser tratada por la clase política como la herramienta fundamental para la consolidación del desarrollo del país, toda reforma universitaria no solo se tornará escasa, sino que, además, gozará de una corta esperanza de vida.

En esta encrucijada de intereses, la universidad católica, fiel a su identidad, está llamada, por un lado, a ser puente y parte activa para que las facultades y centros de estudios sean verdaderos lugares de crecimiento en materia de conocimiento, pero, sobre todo, de desarrollo integral de la persona; que sean el laboratorio para construir una sociedad que acepte con convencimiento el desafío de buscar la verdad en cada uno de los campos de conocimiento.

En el nº 2.937 de Vida Nueva. Del 18 al 24 de abril 2015

 

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