Tribuna

La emancipación cristiana

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Pablo d'Ors, sacerdote y escritor PABLO D’ORS | Sacerdote y escritor

Para buena parte de los occidentales, la Iglesia es una institución patriarcal y machista; para el resto del mundo resulta claro que nadie defiende la dignidad de las mujeres mejor que la institución eclesial.

Sabemos bien que son muchos los países latinoamericanos, asiáticos y africanos en los que las mujeres no son protegidas por la ley, no tienen acceso a la instrucción más elemental y son sometidas a condiciones laborales vejatorias. Muchas de estas mujeres maltratadas encuentran acogida, consuelo y protección solo en las misiones católicas, particularmente aquellas que llevan adelante distintas congregaciones religiosas. Con su ejemplo cotidiano y abnegada entrega, muchas consagradas a lo ancho y largo del planeta, muchísimas, están dando una esperanza a todas esas mujeres oprimidas.

Todo esto conviene recordarlo. Y preguntarse por qué tiene la Iglesia tan mala prensa entre nosotros, cuando nadie ha hecho ni hace tanto como ella por la dignidad de la mujer. Más aún: para las mujeres del tercer mundo, la ayuda que ofrecen los católicos resulta mucho más eficaz y convincente que la de organizaciones laicas como la ONU, cuya interpretación de la emancipación femenina se reduce tantas veces a propuestas de control de la natalidad o de legalización del aborto, opciones, por lo general, poco convincentes para mujeres que viven en culturas tradicionales.

ilustracion-tomas-de-zarate-vn-2934Casi todos los europeos creen que la Iglesia no favorece la emancipación de la mujer. Nadie se ha parado a pensar en lo curioso que resulta que esta sensibilidad nazca y se desarrolle precisamente en países de cepa cristiana. La tesis que voy a aventurar aquí puede resultar sorprendente o incluso retrógrada. Pero es necesario planteársela: la emancipación de la mujer es una semilla cristiana que ha germinado fuera de la Iglesia, en el mundo secular. Ninguna tradición religiosa o laica ha valorado a la mujer tanto como la cristiana; por eso es en nuestros países donde esta sensibilidad ha crecido hasta convertirse por fortuna en un grito generalizado.

No es solo que el judaísmo nazca de la relación de Dios con el hombre Adán y el cristianismo, por contrapartida, de la relación de ese mismo Dios con la mujer María. Es que la presencia e importancia de las mujeres en el Evangelio es incontestable, dando con ello a entender algo insólito para aquel tiempo: una auténtica paridad espiritual, y ello hasta el punto de que todos, hombres y mujeres, pueden, podemos, acceder a la santidad, a la intimidad máxima con el misterio divino.

Pongamos un ejemplo. Son muchos los que piensan que la indisolubilidad del matrimonio cristiano es una forma de opresión institucional sobre el amor perdido o deteriorado de los cónyuges. Nadie se para a pensar que esa indisolubilidad se planteó y defendió para apoyar a las mujeres, que eran repudiadas por sus maridos por ser estériles. Gracias a la indisolubilidad matrimonial, también las estériles debían ser consideradas esposas legítimas y, en consecuencia, no quedaban abandonadas y desprotegidas. Dicho más crudamente: las mujeres han sido tenidas en el cristianismo como verdaderos seres humanos, y no como simples animales de reproducción, como lamentablemente sucede todavía hoy en otras religiones.

Sin negar el intolerable machismo reinante antes y hoy, y ello tanto dentro como fuera de la Iglesia, en la historia hay ejemplos más que suficientes de mujeres insignes que han mantenido viva y actual esta aspiración a una igualdad que no hace tábula rasa con la diferencia. Lo extraordinario del momento presente es que desde instancias seculares se está proponiendo a la Iglesia una reivindicación, la de la igualdad entre mujeres y varones, que es genuinamente cristiana. Esto es sencillamente maravilloso, pues testimonia que el Evangelio germina mucho más allá de las fronteras eclesiales, y que cabe, y con fundamento, un diálogo fe-cultura o Iglesia-mundo en un auténtico plano de igualdad. Cristo no es posesión de los bautizados.

Estas tesis fueron las que con tanta elegancia como brillantez defendió la profesora Lucetta Scaraffia en la plenaria del último Consejo Pontificio de la Cultura, al que tengo el honor de pertenecer. En la última sesión, cuando quedaban pocos minutos para que fuéramos recibidos en audiencia por el Papa, aquella mujer, tan discreta como rotunda, nos abrió un camino de progreso sin renegar de nuestra historia. Levantada la sesión no pude por menos de acercarme a ella. Muchas gracias, profesora, le dije; y después: Me gustaría ser su amigo.

En el nº 2.934 de Vida Nueva