Ébola: el silencio tras la tormenta

mural informativo sobre el ébola en Monrovia, Liberia

Fuera al fin de los focos mediáticos, San Juan de Dios reabre sus hospitales en Liberia y Sierra Leona

mujer en Monrovia Liberia reza por el fin del ébola

Una mujer reza en la capital de Liberia por el fin del ébola

Ébola: el silencio tras la tormenta [extracto]

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA | Hace semanas que la palabra ébola no forma ya parte del debate público en España ni en el conjunto de las sociedades occidentales. Parece disiparse el riesgo de que la epidemia extienda sus tentáculos de un modo global. Aunque en el África occidental, desde que se iniciara su último y más devastador brote hace ahora un año en Guinea, Sierra Leona y Liberia, su incidencia no ha dejado de crecer: según la última evaluación de la Organización Mundial de la Salud (OMS), ya son 22.945 los contagiados, llegando los muertos a 8.981.

Aunque parece que también allí se está estabilizando la situación, siendo el principal motivo para la esperanza el envío, por parte de la propia OMS, de las primeras vacunas cuyas pruebas han dado resultados satisfactorios.

Entre las miles de personas para las que el ébola será siempre una cicatriz en el alma, se encuentran José María Viadero y Roberto Lorenzo, respectivamente, director y responsable de proyectos de Juan Ciudad ONGD, institución ligada a la Orden Hospitalaria San Juan de Dios.

De vuelta a Madrid, ambos, en conversación con Vida Nueva, relatan cómo, pese a su gran experiencia de muchos años en África, su último viaje no ha tenido comparación posible con nada vivido antes allí. Y es que lo hicieron en condiciones extremas, mientras sus hermanos de congregación, como Miguel Pajares o Manuel García Viejo, morían por no romper su compromiso de servir a los demás en los hospitales con los que la orden cuenta en Monrovia, capital de Liberia, o en Lunsar, un enclave rural de Sierra Leona.

José María Viadero y Roberto Lorenzo, misioneros españoles de la Orden de San Juan de Dios en Monrovia, Liberia

José María Viadero (izq.) y Roberto Lorenzo

En pleno verano, una inusitada atención mediática analizaba al detalle cada paso dado por ellos. Pajares y García Viejo fueron traídos a Madrid para intentar salvar su vida, aunque ninguno de los dos lo consiguió. Los hospitales de Lunsar y Liberia eran cerrados por los respectivos gobiernos. El caos era absoluto. El desánimo lo embargaba todo en las comunidades locales. Urgía una decisión.

Entonces, Roberto, laico, casado y con dos hijas, no lo dudó y viajó hasta la capital de Liberia, donde su hospital, el San José, es el referente al atender a unas 100.000 personas al año. Estuvo allí del 26 de agosto hasta el 17 de noviembre. Le tomó el testigo José María, quien dirigió las acciones del 7 de noviembre al 6 de enero.

Más de cuatro meses en los que todo ha empezado a cambiar: tras mediar con el Gobierno y con entidades como el Comité Internacional de Cruz Roja y distintas Cáritas, han podido abrir la unidad de maternidad del hospital, siendo inminente también la reapertura de la de pediatría.

Echando la vista atrás, los dos viven sentimientos contradictorios. José María, quien ha pasado buena parte de su vida como religioso misionero en África (19 años en Ghana en dos etapas y, entre medias, otros siete en Liberia, de donde se fue en 1989, poco antes del estallido de la guerra civil), no esquiva lo más negativo: “No quiero negar que he sentido mucho dolor. En estos meses, muchos nos han criticado por nuestra gestión al traer a nuestros compañeros enfermos. Pero lo más doloroso ha sido encontrar ese mismo sentimiento culpabilizador entre algunos de nuestros hermanos… Puedo entender que se piense que no hemos hecho todo del mejor modo posible, pero una crisis como esta, de tales dimensiones, no la podía esperar nadie. Ni siquiera los propios países afectados, o nuestros gobiernos, aquí en Europa. Nadie estaba preparado para algo así. Nosotros tampoco… Somos una institución sencilla, y el ébola nos ha llevado a tener que saber hacer frente a protocolos de seguridad que nos desbordaron a todos”.

Roberto cuenta con naturalidad la experiencia de estos meses: “No fui un iluminado por querer ir allí. Desde 2007, había estado ya 16 veces en Monrovia y conocía a todos perfectamente. De ahí el dolor… Los que murieron eran compañeros, personas con las que habíamos compartido muchas cosas en todos estos años. En cierto modo, al llegar allí, sentía que ocupaba un lugar sagrado… Estaba en el mismo sitio en el que ellos habían dado su vida por los demás”.mural informativo sobre el ébola en Monrovia, Liberia

En los primeros días, recuerda, lo más doloroso fue entrar en las casas de todos ellos y tener que quemar sus ropas y todo tejido orgánico que había estado en contacto con su piel. Así lo dictaban los rígidos protocolos sanitarios, pero no por ello fue menos duro.

¿Para qué ir a Monrovia en esos meses? Roberto responde sin dudar: “Había que tratar de reabrir el hospital lo antes posible, pues no solo hay que combatir el ébola, sino que mucha más gente muere por otras enfermedades muy difundidas allí, como la malaria. Además, el área de maternidad era esencial, pues muchas mujeres estaban en riesgo de morir si se veían obligadas a dar a luz en sus hogares, en medio de una epidemia de esa magnitud. Pero, por encima de todo esto, veíamos que había que animar a la gente. El hecho de ir a estar con ellos, cuando nuestra comunidad local había desaparecido al morir todos nuestros hermanos allí, era necesario. Era un mensaje que había que darles: era nuestro modo de mostrarles nuestro apoyo, de decirles que no estaban solos”.

Así, el responsable de proyectos de la institución hospitalaria recuerda cómo fue su llegada: “No iba solo, sino que me acompañaban desde Madrid la religiosa María Ángeles Llopart y Justino Izquierdo, religioso de nuestra comunidad. Justino, ya retirado en España, ha estado gran parte de su vida en el hospital de Monrovia, donde es toda una institución. Fue maravilloso verle, con su bastón, apartando sonriente y entre bromas a los niños que venían a abrazarle. Del primer día recuerdo la sensación de vacío y silencio. Todos estaban desolados, hablando de ‘la tormenta’. A los tres meses, cuando me iba y me sustituía José María, el ambiente era completamente distinto. Habían vuelto el bullicio y el ruido que siempre había visto en Monrovia. La lucha seguía, pero al fin habíamos entrado en una cierta normalidad”.

Para José María, que conoció de primera mano las secuelas de la guerra en Liberia, también esta ha sido “la gran prueba” para la sociedad local y el propio hospital, que ya ha cumplido los 50 años de vida y que es un referente imprescindible para la orden: “Nunca habíamos tenido que cerrar el San José, ni siquiera en los muchos años de dura contienda. En cambio, ahora nos veíamos sin compañeros (murieron los tres hospitalarios que allí había) y con el Gobierno clausurándonos junto al resto de centros médicos. Para todos era un trauma, un vacío. Cuando llegué, a pesar de que la situación era mejor, también asimilé en lo más hondo la dureza de la carga emocional que estaba soportando toda una comunidad. La guerra dejó un país fantasma, sin infraestructuras, luz ni agua. Ahora, esta sensación de sociedad desmantelada, sin fibra, reaparecía incluso con más fuerza”.

Cuatro meses después, la tormenta continúa. Pero, poco a poco, los ánimos renovados insuflan fuerza.

niño recién nacido en el hospital de San José reabierto en Monrovia, Liberia

Uno de los niños recién nacidos ahora en el hospital San José

Sesenta motivos para la esperanza

Poco a poco, la situación se va estabilizando en Liberia y Sierra Leona. Pese a que allí la crisis es mayor, en Lunsar ya ha reabierto el hospital de San Juan de Dios que también cerró su Gobierno en los momentos más duros.

Del mismo modo, en Monrovia ha cristalizado el enorme esfuerzo común coordinado sobre el terreno por Roberto Lorenzo y José María Viadero.

Sobre todo, como destaca el segundo, por la reapertura de la unidad de maternidad: “En este tiempo ya han nacido allí 60 niños, la mitad por cesárea. Hay que tener claro que, de haber sido el parto en sus casas, muchas de esas madres y sus hijos habrían muerto. Gran parte de los nacimientos tienen que se atendidos con los trajes de prevención contra el ébola, pues un alumbramiento es un momento de máximo riesgo de contagio. Hay mucha sangre, sudor… Y luego estamos ante 39 pasos en total entre ponerse y quitarse el traje. Gracias a un diácono estadounidense que es médico y vino como voluntario, organizamos un mes de formación, pero no es fácil”.

En el nº 2.929 de Vida Nueva

 

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