Batwas, los parias de Burundi

pigmeos en Burundi

Manos Unidas y los Padres Blancos colaboran en la integración de la minoría pigmea

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Batwas, los parias de Burundi [extracto]

J. L. CELADA. Fotos: ANA PALACIOS | Sentada a la puerta de su humilde casa, Maria Nahimboneye, la mujer más anciana del poblado, moldea con sus manos una de las vasijas de cerámica que luego venderá. Con suerte, obtendrá 40-50 francos burundeses (unos pocos céntimos de euro), una cantidad ridícula pero necesaria para sacar adelante a los suyos, pues lo poco que cultivan se destina a la manutención diaria.

Junto a ella, su marido, Adelino Bisoterino, contempla –entre cansado y ausente– cuanto allí sucede esa calurosa mañana de verano. No recuerda su edad, lo cual no le impide rememorar para el visitante sus años al servicio del rey Mwambutsa IV de Burundi.

Hasta que una pregunta interrumpe su relato un tanto confuso: “¿Vivía mejor entonces o ahora?”. Y, saliendo del aparente ensimismamiento que le atrapa, su mirada se anticipa a sus palabras: “Yo solo quiero comer”.pigmeos en Burundi

La escena tiene lugar en Carire, un asentamiento batwa en la provincia de Gitega, donde Manos Unidas ha financiado la construcción de 44 viviendas para la minoría pigmea de Burundi (apenas un 2% de los algo más de nueve millones de habitantes del país) en seis hectáreas de tierra yerma y polvorienta propiedad del Gobierno por donde corretea un grupo de niños sucios, descalzos y harapientos. Que el río más cercano diste del lugar unos tres kilómetros tampoco contribuye a mejorar la situación.

No lejos de allí, en Gatwe, a una hora de camino desde la antigua capital del país, otro puñado de familias se viene beneficiando también del programa de seguridad alimentaria que la ONG católica española puso en marcha ya en 2011 en una veintena de poblados batwas, gracias al cual pueden disponer de semillas (de judías, de boniatos…), de forraje para el ganado y hasta de dos vacas para cría.

Aunque tan importante como garantizarles la manutención (suelen hacer una sola comida al día, cuando tiene para ello, y después se acuestan), es proporcionarles un hogar digno, algo que resulta “fundamental para fomentar su integración”, defiende Bernard Lesay. A sus 82 años, y tras más de media vida en el país, este infatigable religioso francés de los Misioneros de África (Padres Blancos) sabe por experiencia que esa es la palabra clave: integración.

“Tenemos que integrarlos en la sociedad burundesa para que dejen de ser considerados unos parias”, insiste, mientras sigue haciéndole kilómetros a su viejo Toyota para llevar unos cuantos sacos de harina de mandioca a la colina más remota. Hasta el punto de que su presencia, como la de Acción Batwa –la organización creada en 1999 por sus propios hermanos y socio local de Manos Unidas– es acogida con cantos y bailes por parte de sus humildes anfitriones.

Motivos no les faltan. Gracias a la ayuda de ambas entidades, no pocos pigmeos burundeses han cambiado sus tradicionales chozas de barro y paja, que se inundaban durante la estación de lluvias y a las que tenían que acceder “como ratas”, por unas sencillas casas de adobe y tejas. Sin electricidad ni agua corriente, sin muebles y con las “comodidades” que pueden brindar poco más de 30 metros cuadrados a un matrimonio con cinco hijos, pero con la sonrisa mellada de oreja a oreja de quienes, “al habitar casas como los demás, se sienten personas”, insiste el padre Bernard.

Es el caso de Serge Nakintije y su mujer, Spes Bukecuru, una pareja que ronda los 50, pero cuyas avejentadas facciones delatan una vida de sacrificios y privaciones. Seguidos por una comitiva de vecinos y curiosos, muestran con orgullo a las visitas las estancias multiusos de su nueva vivienda: la cocina, donde ahora una vieja olla calienta el sustento diario de toda la familia sobre un haz de leña en el suelo de barro, se convertirá luego en el dormitorio de dos de sus hijas; camino de la habitación del matrimonio, en la que guardan sus pertenencias de valor –más sentimental que real–, el pasillo aparece como improvisado aseo, lavandería y tendedero según las necesidades de cada momento.
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Por fin, el cuarto más alejado de la entrada acoge un sorprendente inquilino: una vaca, garantía de supervivencia para los suyos ante la falta de recursos y expectativas de mejora.

“Solo queremos trabajar, pero no tenemos tierras que cultivar y pasamos hambre”, se queja el marido, al tiempo que reivindica ser tratados como sus compatriotas hutus y tutsis. No es el único. “El encuentro de los pueblos supone un enriquecimiento mutuo”, sostiene Richard Gihena (45 años), uno de los responsables de Acción Batwa y casado con una enfermera que atiende a los pigmeos que acuden al dispensario de Gitega donde trabaja.

Sin embargo, la pobreza, la marginación y el desprecio siguen siendo las dolorosas señas de identidad de la minoría batwa entre la población burundesa.

Basta acercarse al poblado de Muzenga, un asentamiento en la vecina provincia de Ruyigi, para comprobar que los pigmeos de este país africano siguen soportando condiciones de vida impropias del siglo XXI. Ocupan terrenos cedidos provisionalmente por las administraciones locales, donde las viejas cabañas que ellos mismos construyen se confunden con los hierbajos secos y espigados del lugar. Los más pequeños de la comunidad, cubiertos por míseros ropajes y luciendo las huellas de un abandono extremo, pasan el rato con un palo o con lo primero que tienen a mano.

Una desoladora estampa a la que con frecuencia pone banda sonora el llanto de cualquier bebé hambriento. Como el que Clodine Nyonsaba, de 25 años, porta en sus brazos. Frente a la puerta del angosto chamizo que desde hace cinco años comparte con su marido y sus dos hijos, la joven esposa y madre, aunque con pocas ganas de regalar una sonrisa, sí se atreve a confesar en voz alta su deseo más íntimo: “Me gustaría tener una casa como la de los demás”.

El sueño de Clodine, como el de tantos otros hombres y mujeres batwas, sería el primer paso para que esta etnia estigmatizada por sus propios paisanos abandonase su estilo de vida seminómada, echase raíces y, sobre todo, recuperase la necesaria dignidad que reclama hasta el último ser humano del planeta.

De lo contrario, mientras cae la tarde sobre Muzenga, quizá todos debamos repetir con el padre Germán Arconada –el también religioso de los Misioneros de África y guía de esta expedición a las entrañas de la sinrazón y la inmoralidad– que el sol se oculta tras la colinas de este bello país “para que no veamos la vergüenza del mundo”: los batwas, los parias de Burundi.pigmeos en Burundi

La esperanza también se enseña

La elevada tasa de analfabetismo entre los 150.000 batwas del país y una escolarización que no alcanza ni al 15% de su joven población (casi la mitad no supera los 14 años) no auguran un futuro demasiado prometedor para la denostada minoría pigmea. Sin embargo, hay quienes se empeñan en revertir estas cifras.

En 2003, los Apóstoles del Buen Pastor y de la Reina del Cenáculo –congregación de origen burundés con unos 40 miembros entre sacerdotes, hermanos y seminaristas– fundaron en Gitega el Centro de Formación Profesional ‘Cardenal Tonini’. Se trata de un internado donde más de un centenar de chicos y chicas, un 90% batwas, cursan primaria y secundaria y aprenden los más diversos oficios en talleres de ebanistería, cerámica, mecánica o confección textil.

Gracias a la financiación de Manos Unidas, han podido plantar 250 hectáreas de eucaliptos para obtener madera y han mejorado el equipamiento de sus instalaciones, por ejemplo, con “una decena de hornos donde se cuecen 800.000 tejas al año”, explica Renovato Manariyo. Este religioso de 44 años habla satisfecho de un proyecto educativo que comienza a dar sus frutos: varios alumnos ya son universitarios y otros han accedido a su primer contrato laboral. Como esas profesiones en las que instruyen a los jóvenes batwas, la esperanza también se enseña.

En el nº 2.924 de Vida Nueva

 

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