Francisco, un jesuita en la silla de Pedro

Desde Roma

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ANTONIO PELAYO | Han pasado casi doscientos años desde que los cardenales eligieron, en 1830, sucesor en el solio de san Pedro del efímero Pío VIII, que reinó poco más de un año, a Bartolomeo Alberto (Mauro) Cappellari, fraile camaldulense, la rama austera de los benedictinos. Tenemos que remontarnos a esta fecha para encontrar al penúltimo Papa religioso, que le merece al ilustre historiador Juan María Laboa este sintético juicio: “Se podría decir que fue un buen hombre, un mediocre Papa y un pésimo jefe de Estado” (Historia de los Papas, pág. 417). Reinó durante quince años y fue autor de dos encíclicas, la Mirari vos (1832) y Singula nos (1834), con las que intentó oponerse al liberalismo de, entre otros, Lamennais, que ya defendía la separación entre la Iglesia y el Estado.

Han tenido que pasar dos siglos desde la muerte de Gregorio XVI, en 1846, para que los cardenales decidieran elegir a otro religioso para ocupar la sede papal. Y encima jesuita; en la historia de la Iglesia ha habido numerosos papas dominicos, franciscanos, cluniacenses y de otras congregaciones, pero nunca un hijo de san Ignacio de Loyola había sido considerado digno de ser elegido Papa. A esta extraordinaria novedad se añadía otra no menor: Jorge Mario Bergoglio era argentino y, por lo tanto, se convertía en el primer papa latinoamericano de la historia de la Iglesia.

El objetivo de este breve comentario es analizar hasta qué punto el ser religioso y jesuita ha influenciado e influye en la acción de Francisco, que, escogiendo como nombre  –otra novedad– el del Poverello, marcaba desde el inicio de su acción una singladura no habitual en los pontificados de los últimos dos siglos, en el curso de los cuales mantuvieron el timón eclesial sobre todo diplomáticos y hombres del aparato curial.

La primera pregunta es hasta qué punto Bergoglio es un jesuita cabal, tal como podrían definirlo los estudiosos de la idiosincrasia ignaciana. Cuestión no inadecuada, porque,  siempre con la Historia en la mano, algunos pontífices transformaron su identidad primaria al verse elevados a la suprema magistratura eclesial.

En una reciente entrevista concedida a la revista Popoli, de la Compañía de Jesús, un jesuita ad doc como Federico Lombardi, portavoz vaticano, respondía así a la pregunta sobre dónde emergía más claramente la identidad jesuita de Bergoglio: “Pienso que se reconoce sobre todo en la espiritualidad que impregna su modo de expresarse y su magisterio. Encuentro esta espiritualidad sobre todo en las homilías que pronuncia en Santa Marta. Se pone en relación con la Palabra de Dios, con una actitud de escucha, para comprender qué le está diciendo personalmente el Señor, cómo le interroga y cómo puede influir sobre su modo de vivir y de pensar. Es una manera de escuchar muy personalizada, que le interpela personalmente y que está en relación concreta con la vida cotidiana. Esto lo encuentro absolutamente en sintonía con las enseñanzas de los Ejercicios Espirituales. Así como está también en sintonía con los Ejercicios su continuo llamamiento a los fieles a tener una relación personal con Jesús y a ver a Dios en todas las cosas”.

“Otro aspecto muy característico de su formación jesuítica –prosigue Lombardi– es su hablar de la misión de la Iglesia, que va hacia las fronteras y que mira a dónde hay que llevar el Evangelio más que mirarse a sí misma. Si queremos, son típicamente ‘jesuíticos’ una cierta sencillez en su estilo de vida y su rechazo a cualquier forma de triunfalismo”. El portavoz vaticano tampoco ha dejado de subrayar que Francisco ha elevado a los altares –usando una forma especial de canonización– a Pedro Fabro, uno de los primeros compañeros de san Ignacio, y al jesuita José de Anchieta, apóstol de Brasil.

Pero sería reductivo encerrarse en este aspecto “jesuítico” de Bergoglio, porque, desde su elección, Francisco ha reservado una especial atención al mundo de los religiosos y de las religiosas, que, en opinión de algunos de sus portavoces más cualificados, no era tan evidente en los pontificados de Benedicto XVI y, menos aún, en el de Juan Pablo II. Prueba de esta solicitud hacia la galaxia de la Vida Consagrada, la tenemos en el coloquio que Bergoglio mantuvo el 29 de noviembre de 2013, en el Aula del Sínodo, con la Unión de Superiores Generales. De esta reunión tenemos una relación fehaciente y fiable en el artículo que publicó en La Civiltà Cattolica su director, Antonio Spadaro, en el número que lleva la fecha del 4 de junio del 2014. Él tuvo la posibilidad de estar presente en el encuentro.

No podremos resumir en estas páginas todo el contenido de un encuentro que duró toda una mañana, solo interrumpido para relajarse durante media hora y apurar unos sorbitos de mate. Le escucharon ese día 120 superiores generales, es decir, el estado mayor de las innumerables órdenes y congregaciones religiosas masculinas (nadie vea en esto una marginación de la rama femenina). Ese día, Francisco no quiso dejar pasar la ocasión para marcar bien los objetivos que espera de esta vanguardia de la Iglesia.

Vivencia profética 

pelayo2“La Iglesia –les dijo el Papa, citando una expresión de Joseph Ratzinger– tiene que ser atractiva. ¡Despertad al mundo! Seamos testigos de un modo distinto de hacer, de actuar, de vivir. Es posible vivir distintamente en este mundo. Estamos hablando de una mirada escatológica, de los valores del Reino,  encarnados aquí en esta tierra. Se trata de dejarlo todo para seguir al Señor. No, no quiero decir ‘radical’, porque la radicalidad evangélica no es solo de los religiosos; se les pide a todos. Pero los religiosos siguen al Señor de una manera especial, de un modo profético. Yo espero de vosotros este testimonio. Los religiosos deben ser hombres y mujeres capaces de despertar al mundo”.

Refiriéndose un poco más adelante a su prioridad por la Vida Consagrada, el mismo Bergoglio la concretó con estas palabras: “La profecía del Reino no es negociable. El acento tiene que ponerse en ser profetas y no en jugar a serlo. Naturalmente, el Demonio nos presenta sus tentaciones, y esta es una de ellas: jugar a ser profetas sin serlo, asumir las actitudes. Pero no se puede jugar con estas cosas; yo mismo he vivido cosas muy tristes al respecto. No, los religiosos y las religiosas son hombres y mujeres que iluminan el futuro”.

Al final de este encuentro, Francisco hizo el anuncio de que 2015 sería un año dedicado a la Vida Consagrada, lo que fue acogido con aplausos, que el Papa desvió hacia el cardenal Braz de Avis, prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, y a su secretario, Rodríguez Carballo. “Es  culpa suya –dijo entre sonrisas–, es una propuesta suya; cuando estos dos se encuentran, son peligrosos” .

Y así llegamos a hablar de esta original iniciativa del pontificado bergogliano: la convocatoria del Año de la Vida Consagrada, inaugurado el pasado 30 de noviembre y que finalizará el 2 de febrero de 2016, fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo, teniendo como referencia los cincuenta años de la publicación del decreto del Concilio Vaticano II Perfectae Caritatis.

En la presentación de los objetivos que se persiguen, el cardenal Braz de Avis recordó lo que el Papa ya había indicado: recordar con agradecimiento el reciente pasado, abrazar el futuro con esperanza, vivir el presente con pasión.

Objetivos que fueron reevocados en el mensaje que envió Francisco a todos los participantes en la Misa de apertura del Año, celebrada en la basílica de San Pedro, y en la que él no pudo estar presente por encontrarse en Estambul. “Os renuevo la invitación –escribía en un mensaje– que hace un año dirigí a los superiores religiosos: despertad al mundo, iluminadlo con vuestro testimonio profético y contra corriente. ¿Cómo podréis poner en práctica esta invitación? Siendo alegres, siendo valientes, siendo hombres y mujeres de comunión”.

El Papa hizo aún más explícitos estos objetivos en la interesantísima carta apostólica dirigida a todos los consagrados y que lleva la fecha del pasado 21 de noviembre, fiesta de la Presentación de la Virgen María. Es uno de los documentos más frescos y directos que el Pontífice argentino ha escrito, porque trata algo que ha vivido de forma muy personal en su prolongada parte de biografía personal, vivida como religioso, obediente hijo de san Ignacio de Loyola, a quien cita con frecuencia siempre que la ocasión se le brinda.

En el nº 2.923 Especial Vida Consagrada de Vida Nueva

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