Entre cíclopes y ángeles

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MARIANO JOSÉ SEDANO SIERRA (CLARETIANO) | Las cosas no están para tirar cohetes. No hace falta repetir estadísticas. Somos cada vez menos, menos jóvenes, con más achaques y menos fuerzas, y con las diversas crisis buscando a quién devorar. Muchos analistas cantan endechas, presagiando una muerte segura. Otros miran hacia atrás y buscan modelos en el pasado, reafirmando aspectos “seguros” que garantizaron años atrás eficacia, aplauso y sensación de cumplir la voluntad de Dios. Otros, paralizados, no saben cómo reaccionar. Dejan todo como está, esperando tiempos mejores. Desde el observatorio de la Vida Religiosa en Europa que es la Unión de Conferencias Europeas de Superiores Mayores (UCESM), quisiera compartir algunas reflexiones sobre el momento actual. 

En el Juicio Final de Miguel Ángel hay una figura que llama poderosamente la atención: un hombre transportado al infierno, consciente de su situación, se tapa la mitad de la cara. Su rostro refleja la desesperación de la condena. Para el profesor Heinrich Pfeiffer, erudito de la Sixtina, el pecado que representa es la visión unilateral del mundo. Por eso lo llama “el cíclope”. Un cíclope, según la mitología, es alguien con inmensas potencialidades, encerradas en un cuerpo gigante, pero defectuoso. Solo tiene un ojo. En nuestro caso tiene dos, pero usa uno. Miguel Ángel nos dice que quien ve la realidad con ojos materiales es un cíclope. El cíclope no percibe la profundidad, pierde el relieve, separa lo que Dios ha unido, “diaboliza” todo, y, por eso, su destino es la condenación. El cíclope sabe realizar obras sobrehumanas, ciclópeas, pero no puede ver el mundo en profundidad. Cuando pienso en la Vida religiosa del Viejo Continente, esta figura me resulta muy sugerente. ¿No es este uno de nuestros problemas más agudos? ¿Cómo leemos las estadísticas de nuestras congregaciones? No bastan los fríos datos matemáticos. Lo que buscamos es la verdad con los ojos de la fe, no simplemente con los de las estadísticas. Una de las tareas propedéuticas que nos propone este Año es caer en la cuenta de todas nuestras capacidades y discernir cómo las estamos usando. En el pasado reciente, apoyados en la lógica de los números favorables y las arcas llenas, nos hemos dedicado a las “grandes obras”, ciclópeas, que nos llenaban de sano orgullo y suscitaban admiración eclesial y social. Hoy los números se vuelven en contra. Para llevar nuestras tareas necesitamos mucha gente joven, motivada, centrada psicológicamente, espiritual y carismáticamente identificada. ¿Dónde están? Si seguimos mirando las cosas con el solo ojo de la efectividad, estamos abocados a una muerte lenta, cargada de resignación exquisitamente “ciclópea”. Si miramos bien, veremos que en otras latitudes las tendencias numéricas van al alza. ¡Seamos solidarios con ellos, necesitados de medios económicos y personas con experiencia en la formación y el gobierno! Ahora bien, ¿cómo aprender a abrir todas las potencialidades de los ojos del espíritu? ¿Cómo ayudarnos a ver las cosas como son? Necesitamos personas videntes, “todo ojos”, que sepan “descifrar” las cifras que, para muchos, nos llevan al abismo. Hombres y mujeres que vean “signos” donde otros no ven nada.

Desde sus inicios se ha comparado al monacato con la vida angélica. Los ángeles están llenos de ojos. Ven la complejidad de lo creado y la clave para entenderlo: la alabanza en obediencia a Dios. “Ser todo ojos” es la invitación provocadora de Besarión, un abba del desierto que se iba quedando ciego con la edad, aunque sus ojos eran desmesuradamente grandes. Poco antes de morir, le dijo a un joven novicio que el monje debe de ser holos oftalmos, todo ojos. Solo quien se siente semejante a los ángeles es capaz de ver bien y descubrir fuentes insospechadas de gracia donde otros solo ven decadencia o muerte. Los monjes orientales citan a menudo a san Juan Clímaco: Los ángeles son luz para los monjes, y la vida monástica, luz para todos los hombres. Los monasterios son ventanas abiertas que dan acceso al mundo transcendente y lo hacen presente. A través del consagrado pasa la luz increada del Señor. Vaciando su corazón para Dios y sus hermanos, se convierte en signo para la humanidad. Europa oriental nos recuerda que el consagrado, a base de buscar a Dios, vivir de Él y borrar de su vida toda sombra de pecado, se hace más transparente a la luz de Dios. Se convierte en lugar de Otra presencia en nuestro mundo, faro de luz para todos. Y la vieja Europa necesita con urgencia de estos faros. ¡Ójala sean muchos, pero su razón de ser no depende de su número, sino de la intensidad de su luz!

En el nº 2.923 Especial Vida Consagrada de Vida Nueva

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