La espina europea de los papas

María-Paz López | Corresponsal de La Vanguardia en Berlín, excorresponsal en Roma

“Ha tenido que llegar un Pontífice de América para ubicar Europa en su justa importancia actual para la cristiandad…”

 

Europa ha sido una espina clavada en el corazón de los últimos papas. Por sentirla próxima, porque se volvía cada vez más esquiva, y porque la Iglesia católica de Roma era –y aún lo es, aunque menos– demasiado eurocéntrica. Ha tenido que llegar un Pontífice de América para ubicar Europa en su justa importancia actual para la cristiandad, que es mucha, pero sin una centralidad histórica que ha sido innecesariamente alargada en el tiempo.

Para los inmediatos predecesores de Francisco, dos europeos, el auge de la secularización en el Viejo Continente y las maneras laicistas de sus instituciones comunitarias acabaron siendo motivo de pesar. Pero sobre todo de innumerables discusiones que, ahora, con la pátina del tiempo, se nos antojan bizantinas.

El polaco Juan Pablo II visitó Estrasburgo en 1988, un año antes de la caída del Muro de Berlín, aunque nadie entonces podía preverlo. Karol Wojtyla libraba un tenaz combate diplomático para que Polonia y el resto de la Europa del Este se sacudieran el yugo comunista soviético. La Europa comunitaria irradiaba una embriagadora luz de libertad. En su visita, Juan Pablo II auguró “un destino de unidad y solidaridad a la medida del continente”.

Con los años llegarían los disgustos. En su ancianidad, afligió a Juan Pablo II la negativa a citar “las raíces cristianas de Europa” en el preámbulo de la Constitución Europea, aquel texto de trabajosa génesis, que llegó a firmarse con pompa en Roma en 2004, que Francia tumbó al año siguiente en referéndum, y que acabó en el almacén de la historia.

Pero entre 2002 y 2003, cuando el expresidente francés Valéry Giscard d’Estaing presidía el grupo encargado de redactar el texto, la Santa Sede bregó para que se incluyera esa frase, una pugna que a los católicos de África, América, Asia y Oceanía les tenía sin cuidado. No lo logró, lo cual fue interpretado como pérdida definitiva de influencia de la Iglesia en Europa. Visto el triste destino del documento y su desconexión con la gran masa de católicos del mundo, cabe preguntarse si le valió la pena a la Iglesia enzarzarse en esa ‘guerra cultural’.

En la disputa intelectual participó el entonces cardenal Joseph Ratzinger, que además cuestionó la candidatura de Turquía –país laico de mayoría musulmana– a ingresar en el club europeo. Ya Papa, viajó a ese país en 2006. Acicateado por su desafortunada cita sobre Mahoma en Ratisbona, el alemán Benedicto XVI se avino a dar al líder turco Recep Tayyip Erdogan lo que este quería: el fin de las objeciones. Ahora, Erdogan tiene otras prioridades y asalta la duda de si, en términos eclesiales, era necesario transitar por ese jardín geopolítico.

En Estrasburgo, Francisco, el argentino, ha rogado a Europa que se fije en las personas: el Mediterráneo no puede ser un cementerio de emigrantes, en los países europeos mucha gente sufre soledad y es hora de ir más allá de la economía. Aunque hubo otros, los asuntos europeos que absorbieron a los últimos papas europeos resultan ahora remotos y abstrusos.

En el nº 2.919 de Vida Nueva

 

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