Editorial

Discernimiento frente a la fractura del 9-N

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En una y otra dirección se han ignorado las reglas democráticas sin medir las hipotecas sociales

El daño está hecho. Lo de menos a estas alturas es el 9-N en sí. El problema es el camino recorrido hasta la consulta y cómo queda Cataluña después del desafío soberanista. La falta de altura en la clase política, en este asunto como en otros, ha hecho que los decibelios del debate se hayan elevado hasta tal punto que el volumen y el ruido generado hayan ocultado cualquier argumento y, con ello, la razón. Esta radicalidad ha llevado a algunos a plantear incluso la posibilidad de una declaración unilateral de independencia. Han podido la escenografía y los intereses electoralistas por encima de la exposición de las ideas y los sentimientos de los ciudadanos.

O todo o nada. Ese es el reduccionismo al que se ha llegado al plantear una votación para decidir si aparcar o continuar con 500 años de vida en común. Pero la respuesta al órdago no se ha quedado atrás: levantar un muro, enrocándose en la legalidad y cerrando cualquier puerta al diálogo. La confusión ha diluido el debate de las ideas, tanto de quienes defienden que Cataluña ha de ser reconocida como un Estado como de los que consideran que tiene su lugar en el conjunto de España. En una y otra dirección se han ignorado las reglas básicas del juego democrático y no han medido las consecuencias. La hipoteca que deja el 9-N no es sencilla de amortizar.

No solo se ha minado la credibilidad de las instituciones. El clima se ha enrarecido por corruptelas nada honorables y una crisis que ha propiciado que sea más sencillo encontrar un enemigo común ante los dislates económicos y de financiación autonómica. Sin embargo, lo más preocupante es que los problemas reales –el paro, llegar a fin de mes…– siguen acrecentándose como bien muestran los datos del Informe FOESSA en Cataluña.

¿El resultado? Una fractura social en torno a la cuestión catalana que, sin duda alguna, deja heridas y crispación en la convivencia del día a día, entre quienes pueden pensar diferente pero que comparten mesa e, incluso, misa. Por eso, Vida Nueva se pregunta en su portada si esta fractura también es palpable o latente en la Iglesia catalana como comunidad de creyentes. Aunque hay voces que a título personal se han mostrado a favor o en contra de la consulta, a favor o en contra de la independencia, son mayoría quienes se han expresado en libertad pero sin dejarse contagiar por la agenda marcada por la Generalitat o Moncloa. Difícil encrucijada, especialmente cuando desde las instituciones civiles se ha buscado incidir en nombramientos episcopales.

Obispos, religiosos y laicos han apostado por el sentido común, visión evangélica de un problema que no se debe ignorar ni esquivar con subterfugios. Reconocer la riqueza y la pluralidad del otro implica aceptar su autonomía, pero también hacerle ver que es esa pluralidad la que esgrime mayores fortalezas. La diversidad en la unidad. Velar por ello corresponde a toda la sociedad civil, especialmente a los políticos que la representan. Pero también a la Iglesia. Los pastores catalanes han de acompañar a su pueblo, conscientes de sus inquietudes, pero también están llamados a promover un sano discernimiento sereno como garantía de una estabilidad presente y futura.

En el nº 2.916 de Vida Nueva.