Hermana Paciencia Melgar: “Si mi sangre es útil, trataré de ayudar a quien lo necesite”

La religiosa sobrevivió al ébola en Monrovia y ahora está en Madrid como donante

hermana Paciencia Melgar, superviviente de ébola en Monrovia

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA. FOTOS: LUIS MEDINA | No pudo ser en el caso de Manuel García Viejo, pero su suero sí ha servido finalmente para salvar la vida de Teresa Romero, la enfermera del Carlos III que se convirtió en la primera infectada por ébola que se ha registrado en Europa. Como explica en conversación con Vida Nueva, Paciencia Melgar, religiosa guineana de las Misioneras de la Inmaculada Concepción, continúa en Madrid por un motivo principal: “Ahora, mi misión es esta. Si mi sangre es útil, trataré de ayudar a quien lo necesite”.

Hasta hace unos meses, antes de que “el enemigo” (como define al ébola) se topara con sus vidas, la hermana Paciencia era una mujer realizada, feliz: “Tras un período de formación que se inició en 1990 y la toma de los votos perpetuos, en el 2000, había vivido mi vocación religiosa, casi siempre en Guinea Ecuatorial, ligando lo pastoral con mi condición de enfermera. Llevaba desde 2003 en el Hospital de San José, en Monrovia (Liberia). Allí estaba con dos compañeras de congregación, Chantal Pascale y Juliana Bonoha [ver VN, nº 2.913], así como con los religiosos de San Juan de Dios. Allí todos hacíamos de todo: yo era la responsable de mi comunidad, la supervisora de las enfermeras, la que dirigía la cocina… También hacía las compras, llevaba la lavandería, el almacén y trabajaba en un centro de promoción de las mujeres de la zona. La convivencia era modélica, ejemplar. Cualquiera que viniera, era acogido con cariño y fraternidad. En definitiva, éramos una gran familia”.

Hasta que “el enemigo” lo echó todo abajo. “Ahora, en cambio, ya no queda casi nada de lo que habíamos construido. Entre los que han muerto y los que están ya fuera, el ébola nos ha dispersado”, se lamenta. Es en este punto cuando rememora emocionada aquellos días de julio y agosto en que se vieron desbordados: “Al cerrar el hospital el Gobierno, unos cuantos nos quedamos con Patrick Nshamdze, el director del hospital. Su primer test dio negativo, por lo que seguimos trabajando con normalidad. Luego ya cayeron enfermos él, el padre Miguel Pajares, Chantal… El día que Patrick dio positivo decidí ir a cuidarle yo. Fui sin miedo, con mucha decisión. Pero creo que ese día me contagié yo también”.hermana Paciencia Melgar, superviviente de ébola en Monrovia

El traslado de Miguel Pajares

Lo siguiente fue el traslado de Pajares a España. Algo también muy doloroso, para todos: “Él no quería venir y dejarnos allí enfermos. Al final, solo pudo acompañarle Juliana, pues ella era la única que estaba sana. Tengo para mí que el dolor íntimo que sentía por esa situación no ayudó a que se pudiera salvar”.

Patrick, Chantal, el hermano George Combey (también religioso hospitalario, como el director) y ella se quedaron aislados en el hospital. Solo pudieron quedarse junto a ellos dos enfermeros. Patrick murió el día 3. El 8, el nuncio y un sacerdote fueron a verles para dejarles agua y comida: “Llamaban sin parar a la puerta, pero nadie tenía fuerzas para abrirles. Conseguí bajar yo, pero les dije que lo dejaran en la puerta y se fueran. Luego, ni siquiera podía meter las cosas dentr”.

El día 9, al fin vinieron a por ellos. Pero la ambulancia se topó con un panorama desolador: “Fui a avisar a Chantal, pero ya había muerto. Solo pude susurrarle: ‘Hermana, me has dejado’. Luego entré a ver a George, que estaba sentado sobre la cama. Jamás olvidaré su mirada perdida, infinitamente triste… Murió dos días después. El trayecto en ambulancia era muy corto, pero tardaron tres horas por el miedo que tenían de contagiarse quienes nos atendían. Yo gritaba de dolor, quería salir de allí“.

Finalmente, llegaron a un centro de aislamiento. Nada que ver, por supuesto, con los medios del Carlos III de Madrid o cualquier otro hospital de un país occidental: “Éramos unas 30 personas. Estábamos todos tirados, sin un colchón o una almohada. Solo teníamos un cubo cada uno.”.

“Juntas hasta el final”

Así, entre las muertes que cada día se registraban, fueron pasando las penosas jornadas hasta que llegó el día soñado y se confirmó la gran noticia: su robusta naturaleza había obrado el milagro de la supervivencia. Aun así, no se fue sino hasta cinco días después: “Había llegado allí con otra compañera y dije que estaría con ella hasta el final, que nos iríamos juntas quienes entramos juntas. Cada día trataban de echarme, pero no lo consiguieron. Solo cuando mi hermana se recuperó, ya salimos las dos, alegres”.

Entonces llegó la noticia de que el religioso hospitalario García Viejo había sido trasladado a Madrid desde Sierra Leona. Sin dudarlo un instante, al saber que había generado anticuerpos que podían ser útiles en la lucha contra el ébola, se ofreció voluntaria para venir aquí y donar su sangre. Lo hizo en un vuelo regular, lejos de la vorágine que había rodeado la llegada, en un avión medicalizado, de sus amigos Pajares y Juliana.

Con esa misma humildad, Paciencia niega tener cualquier tipo de rencor por no haber sido ayudada ella en su día por España cuando lo necesitaba y su vida pendía de un hilo: “Lo entiendo, no soy española y no tenían por qué hacerlo”.

También pasa por alto los airados debates que rodean en los últimos meses a la incidencia del ébola en nuestro país. Desde el silencio, ella simplemente actúa por los demás. Como misionera que es, sabe que “hoy mi misión está aquí, ayudando en todo lo que pueda”. Aunque está convencida de que volverá a África –“a Monrovia o a donde me digan”–, a seguir construyendo humanidad.

En el nº 2.914 de Vida Nueva

 

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