Editorial

Los Acuerdos Iglesia-Estado, en el punto de mira

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Los partidos no pueden abordar esta cuestión como si la Iglesia fuese un ente etéreo: es la casa de millones de ciudadanos

DIálogos de Yuste el pasado junio, sobre relaciones Iglesia-Estado.

DIálogos de Yuste el pasado junio, sobre relaciones Iglesia-Estado.

VIDA NUEVA | Faltan muchos meses para las elecciones generales y, por tanto, es aventurado señalar las grandes propuestas que ocuparán los programas de la distintas formaciones políticas. Pero hay una que ya sabemos a ciencia cierta que tendrá un hueco en muchos de ellos: la denuncia de los Acuerdos Iglesia-Estado del año 1979.

Es esta una fijación que viene de lejos (a pesar de que los citados tratados no llevan ni cuatro décadas vigentes) y que, en los últimos tiempos, va camino de convertirse en mantra para todo político que aspire a hacerse un hueco en el revuelto panorama actual. Lo sabíamos de Izquierda Unida, se intuye fácilmente de Podemos y lo ha vuelto a reiterar el nuevo secretario general del PSOE: habrá denuncia.

¿Es que acaso no funcionan? Como destacó el anterior secretario de organización socialista, Óscar López, en los Diálogos de Yuste del pasado junio, lo que más le llamó la atención en sus muchos viajes por las distintas federaciones fue el clamor en las mismas reclamando dicha denuncia. Lo cual, en clave eclesial, debería llevar a preguntarse por las razones de esa determinación, qué se ha hecho mal para que se quiera dejar a la institución eclesial en la intemperie legal.

La presidenta de Andalucía, Susana Díaz, durante una visita a la basílica menor del Santuario de la Virgen de la Cabeza.

La presidenta de Andalucía, Susana Díaz, durante una visita a la basílica menor del Santuario de la Virgen de la Cabeza.

Llama también la atención que muchas de estas formaciones políticas opten directamente por la denuncia en lugar de una revisión. Los Acuerdos no nacieron con vocación de perpetuidad; surgidos a iniciativa de la Iglesia –algo que todos olvidan– para enterrar un Concordato que chirriaba con los nuevos aires conciliares y para defender la mutua independencia entre el Estado y la Iglesia, fijaron los cauces de colaboración al servicio de las personas. Y eso es lo que han hecho a lo largo de estos años: ayudar a mantener las relaciones de cooperación con la Iglesia católica, que también consagra la Carta Magna. Derecho que asiste, por supuesto, a los otros millones de españoles que confiesan otras creencias.

Y eso parecen olvidar quienes tan alegremente amenazan con la denuncia de los Acuerdos. Al igual que en muchos otros países, estas disposiciones jurídicas están para respetar, en un Estado aconfesional, los derechos de los católicos como comunidad creyente, pero también los que emanan de su condición de ciudadanos, como cualquier otro, sea creyente o no. No hacerlo sí supondría una clara discriminación, en este caso por motivo religioso, además de una pedrada contra la Constitución.

Por tanto, resulta conveniente pensar bien qué es lo que se quiere hacer. La Iglesia no busca privilegios. Cuando pidió negociar estos Acuerdos, lo hizo precisamente para renunciar a aquellos y acomodarse a una sociedad en transformación, que respetase la libertad religiosa y la no discriminación, consagradas en el Vaticano II. Hoy la sociedad española no es la misma de hace cuatro décadas. Hay cosas que, como entonces, pueden mejorarse poniendo el servicio a los ciudadanos como objetivo final. Y la Iglesia tampoco se niega ahora al diálogo.

Ya hubo una revisión parcial de los Acuerdos en 2006. Pero no puede abordarse esta cuestión como si la Iglesia fuese un ente etéreo. Es la casa de millones de españoles, el hogar de millones de ciudadanos, con los mismos derechos que los demás.

En el nº 2.908 de Vida Nueva