Benedicto XV, impulsor de la paz en los campos de batalla de la nueva Europa

En vísperas del centenario de su elección, recordamos la labor del Papa que enfrentó la Primera Guerra Mundial

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ALFREDO VERDOY (SJ, PROFESOR DE LA FACULTAD DE TEOLOGÍA DE LA UNIVERSIDAD PONTIFICIA COMILLAS Y DIRECTOR DE ‘RAZÓN Y FE’) | Benedicto XV sigue siendo el más desconocido de los papas del siglo XX[1]. Durante mucho tiempo fue considerado como una figura de no mucho relieve. Sin embargo, no fue así. En vísperas del centenario de su elección (3 de septiembre de 1914), recordamos aquí lo que su pontificado significó para la Iglesia y para la sociedad de aquel tiempo convulso.
 

I. GIACOMO DELLA CHIESA, SERVIDOR DE LA IGLESIA ANTES DE SER NOMBRADO PAPA

Giacomo della Chiesa nace prematuramente en Génova un 21 de noviembre de 1854. Miembro de una familia aristocrática venida a menos, su niñez y adolescencia no fueron fáciles. Una leve cojera le impidió relacionarse con sus coetáneos. Muy pronto manifestó deseos de ser sacerdote. Su padre, en cambio, pensó que, antes de consagrarse a los estudios sacerdotales, convenía prepararse en los estudios seculares. Alumno de la Facultad de Derecho de su ciudad natal, consiguió el doctorado en 1875. Pese a las penurias económicas de la familia, fue enviado al Colegio Capránica, es decir, a uno de los más selectos centros de formación de Roma. Sus estudios académicos los llevó a cabo en la Universidad Gregoriana.

Fue educado y formado en la más estricta ortodoxia. Sus formadores y profesores eran todos ellos figuras relevantes; defensores a ultranza de la teología y de la moral católicas. Entre estos, destacaban los padres Franzelin, Antonio Ballerini, moralista de prestigio, y Camilo Mazella.

Su aplicación intelectual fue coronada con sendos doctorados en Teología (1879) y Derecho Canónico (1880). Fue ordenado sacerdote a los 24 años. Su inteligencia, su capacidad de trabajo y su piedad deslumbraron al exigente monseñor Mariano Rampolla del Tindaro, quien le nombró profesor de estilo diplomático en la Academia Eclesiástica Romana, introduciéndolo, además, en la Congregación de los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios de la Curia romana, de la que Rampolla era secretario.

Cuando en 1883 Rampolla fue nombrado nuncio en Madrid, uno de los que le acompañaron a la capital de España fue el joven Della Chiesa. La inestabilidad política española, la división de la Iglesia y la pobreza de la España de la Restauración, le acompañaron durante cuatro densos años. Con la vuelta de Rampolla a Roma en 1887, ahora como nuevo secretario de Estado y nuevo cardenal, Della Chiesa comenzó a trabajar en la Secretaria de Estado. Minutante eficaz, prudente y considerado, muy pronto le fueron confiadas misiones diplomáticas en Viena y París.

Con la elección del patriarca de Venecia, Giuseppe Sarto, como futuro papa Pío X, Della Chiesa vio alternada su línea de trabajo en la Curia vaticana. Su visión de la realidad política italiana, sus discrepancias en torno al principio del non expedit de Pío IX y sus no muy buenas relaciones con el nuevo secretario de Estado, el cardenal Rafael Merry del Val, le crearon algunas dificultades. Con todo, il Piccoletto –mote medio cariñoso y castigador con el que era conocido– fue nombrado sustituto de la Secretaria de Estado. Eso sí, su nombramiento no fue acompañado por su consagración episcopal.

Con el paso de los meses, el enfrentamiento entre el nuevo secretario de Estado, Merry del Val, con su sustituto Della Chiesa se hizo más que patente. Merry del Val, il Giovannetto, no veía con buenos ojos ni la categoría ni el buen hacer de su sustituto. En consecuencia, lo mejor era alejarlo de Roma. Durante un tiempo se barajó la posibilidad destinarlo a la Nunciatura de Madrid. Con todo, a finales de 1907, Della Chiesa era consagrado obispo por el mismo Pío X en la Capilla Sixtina y nombrado arzobispo de Bolonia.

Bolonia fue su primer y único destino. Tomo posesión de su diócesis en febrero de 1908. La situación política y económica no eran las mejores. Los católicos, frente a los anticlericales, frente a los partidarios de la unificación total de Italia y, sobre todo, frente a un nuevo socialismo agrario de clara matriz marxista, trataban de ocupar su lugar dentro de una sociedad cada vez más secularizada.

Desde el mismo día en el que tomó posesión de su diócesis, se impuso un fuerte ritmo de trabajo y un duro horario. Su programa de gobierno quedó expresamente claro en una carta pastoral, Che cos’è l’ufficio del vescovo (10 de febrero de 1908). No consistía el oficio episcopal en otra cosa que en ser para los cristianos y para todas sus ovejas un buen padre de familia, un buen pastor. Debido al bajo nivel del clero, no tuvo apenas problemas con el Modernismo; sus sacerdotes tenían muchos más problemas con el celibato y la castidad que con el mundo de las ideas.

Como buen pastor, tras 392 visitas particulares, cien a uña de caballo, concluía en noviembre de 1913 su visita pastoral a una de las mayores y más densamente pobladas diócesis italianas, la suya de Bolonia. Della Chiesa se quedó impresionado del bajo nivel de instrucción religiosa entre sus diocesanos, muy especialmente entre los niños y jóvenes, y del elevado número de matrimonios no eclesiásticos. Para reanimar la nueva evangelización, Della Chiesa organizó una cruzada catequética. Creó un centro catequético en el que se formaron, siguiendo los nuevos métodos pedagógicos del momento, catequistas, padres, madres y también sacerdotes y religiosos.

Frente al Modernismo y su represión, se mostró sereno y abierto. Trató, frente al peso de las ideas, de favorecer claramente a las personas. En el campo de la política práctica se sitúo a una cierta distancia del sacerdote Murri y de sus partidarios. Frente a la creciente cultura política socialista, prefirió las soluciones alumbradas por León XIII; soluciones tachadas por muchos de paternalistas y muy providencialistas. Caridad y firmeza fueron las dos notas más sobresalientes de su pontificado en Bolonia.

En 1913 fue nombrado cardenal. Su nombramiento no debió ser fácil. El secretario de Estado, el cardenal De Lacy y hasta Pío X no lo veían nada claro.

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II. EL NUEVO PAPA BENEDICTO XV (1914-1922)

Con la muerte de Pío X en agosto de 1914, la Iglesia católica –en opinión de Pollard– quedaba descabezada y, aparentemente, sin personas capaces de hacer frente a la fuerte división causada por el Modernismo y de liderar la Iglesia en el nuevo escenario de la Gran Guerra.

El cónclave del que salió elegido como papa el cardenal Della Chiesa tuvo lugar en septiembre. La situación internacional no podía ser peor. Las antiguas potencias con capacidad para el veto, aunque por razones constitucionales no lo podían ejercer, hicieron cuanto les fue posible para impedir –así lo hicieron Austria y Alemania– que los amigos de Rampolla, en este caso Della Chiesa, fuesen elegidos. El cónclave, en consecuencia, fue largo. Tras diez votaciones –aunque, ciertamente, no llegó al cónclave como candidato seguro, su nombre salió en todos los escrutinios–, fue elegido papa el cardenal de Bolonia. Al final, después de que se despejasen algunas malintencionadas sospechas del cardenal De Lacy, quien afirmaba que el neopapa, en contra de lo establecido, se había nominado así mismo, aceptó la elección. La línea iniciada por León XIII y respaldada por Rampolla iba a ser continuada por Della Chiesa.

Nadie esperaba que eligiese el nombre que eligió: Benito. Benito, como el fundador de los benedictinos; Benito, como uno de su doblemente predecesor en Bolonia y en el Vaticano, el papa Benedicto XIV (1740-1758). Por modestia y por respeto al luto europeo, su coronación fue muy humilde y sencilla. Frente a la grandiosidad de San Pedro, prefirió la belleza y la intimidad de la Capilla Sixtina.

A los pocos días de ser elegido, el 6 de septiembre de 1914 saludaba a la cristiandad con hondos deseos de paz:

Tan pronto como desde esta Sede Apostólica hemos echado una mirada sobre el rebaño confiado a nuestro cuidado, hemos sido sacudidos por el horror y la angustia inefables a causa del espectáculo monstruoso en que gran parte de Europa se encuentra devastada por la guerra de fuego y metralla, esparciendo sangre cristiana. Nos hemos recibido de Jesucristo, Buen Pastor, cuyo lugar representamos en la Iglesia, el deber de abrazar con amor paternal a todos aquellos corderillos y ovejas de Su rebaño. Ya que, a ejemplo del Señor, debemos estar dispuestos, y así los estamos, a dar nuestra vida para la salvación de todos, hemos decidido firmemente no dejar ocasión alguna, si está en Nuestro poder, para conseguir el final de esta gran calamidad -de 1914[2]-.

Dos días después, el 8 de septiembre, volvía sobre lo mismo. La oración, el dolor de las víctimas y el esfuerzo conjunto de todos los contendientes por parar la guerra se constituyeron en los tres ejes sobre los que se vertebraría su ministerio apostólico de la paz. Sus más estrechos colaboradores en este esfuerzo fueron su secretario de Estado, Pietro Gasparri, y el diplomático vaticano monseñor Buenaventura Cerretti[3].
 

III. EL PAPA DE LA PAZ

El 1 de noviembre de 1914 publicó su primera encíclica, la Ad beatissimi Apostolorum. Amén de analizar las causas del fatricidio europeo, esta encíclica, escrita cuando los frentes se habían consolidado y cuando todo hacía prever que la guerra sería larga y cruenta, llamaba la atención sobre “la falta de amor mutuo entre los hombres” y añadía que el “odio de la raza nos ha llevado al paroxismo”. Raza equivalía a nacionalismo.

Dibujaba planes generales para retornar a la paz, pero no ofrecía ninguno en concreto. La paz estaba por encima de todo. El Papa, como representante del Príncipe de la Paz, se emplearía a fondo; haría todo lo posible para que la paz volviese a reinar. Pese a las críticas del pasado y del presente, trató de mantenerse por encima de los intereses particulares de los contendientes, incluso de los italianos del presente[4]. La imparcialidad, además de ser la piedra angular sobre el que basaba su esfuerzo, era también el precio que debía pagar. Con la publicación de la Ad beatissimi Apostolorum quedaban fijados los grandes objetivos de su pontificado:

  • Frenar la extensión del conflicto.
  • Preservar, en cuanto le fuera posible, los intereses de los católicos.
  • Sobre todo, preparar la posguerra por medio de una paz justa, larga y segura.

Hasta aquí todo parece claro. Sin embargo, la política internacional, altamente compleja, dificultaría su plan. Un fuerte lastre, algo que ciertamente le pesará a la Iglesia en su misión de paz, fue que a la Iglesia, al menos en un principio, le interesaba sobremanera que las potencias no católicas –las más poderosas de los contendientes– no saliesen favorecidas o, al menos, no quedasen muy perjudicados los intereses de los católicos.

Otro inconveniente fue la no unanimidad dentro del mundo católico, incluso dentro de la misma Iglesia. Los católicos, conscientes de la autoridad moral del Papa, antes que miembros de la Iglesia católica, eran patriotas, habitantes de sus países en guerra: padres con hijos en los frentes, esposas y viudas de soldados caídos, huérfanos sin padre. El mundo católico resultó muy dividido, y las paradojas y equilibrios de la Santa Sede casi nunca satisficieron a sus hijos.

Con todo, la situación internacional, sobre todo si la comparamos con la del pontificado anterior, logró abrir la Iglesia. Se fueron retomando las relaciones con Francia e Inglaterra. Los Estados Unidos y su Iglesia comenzaron a tener un cierto peso en Roma. Las relaciones diplomáticas con estos y otros países se estimularon. Se consiguió, además, que estas nuevas relaciones se inspirasen más en lo espiritual, en lo pastoral y en lo caritativo que en lo propiamente político y doctrinal. La misión de la Iglesia adquiría, al lado de una humanidad herida, un rostro más humano. La Iglesia, bajo la guía del Papa y de Gasparri, y con la colaboración de los nuncios y los representantes políticos de las naciones, entraba en el mundo contemporáneo con una nueva sensibilidad. Con todo, el Papa y sus más directos colaboradores parecieron inclinarse más hacia los imperios centrales que hacia el resto de los contendientes. En esto se seguía la política de León XIII.

Gasparri, todavía muy dependiente de los supuestos diplomáticos de Rampolla, pensaba que los intereses de Austria, país católico por excelencia, debían satisfacerse en primer lugar. Quizá lo que más les pesaba al Papa y a su secretario de Estado era que se sentían más inclinados al mantenimiento del statu quo en la política internacional que a una nueva cosmovisión. No tenían la suficiente visión para favorecer cambios radicales en el mapa mundial. El mantenimiento de Austria-Hungría como baluarte del mundo católico frente al socialismo, el anarquismo, el paneslavismo y el creciente poder de los sóviets era clave en la política vaticana. El Vaticano temía que la alianza de Inglaterra con Rusia llevase la Iglesia ortodoxa a Constantinopla.

¿Cómo fue saliendo la Iglesia católica de esta difícil posición? Clave, a juicio de la diplomacia británica, fue su lento restablecimiento de relaciones diplomáticas estables con los países contendientes. Política no querida por Italia. Una política en el fondo incierta y siempre muy expuesta a los contrarios intereses de los bandos contendientes. La Santa Sede trató de mantenerse en un difícil equilibrio. La Santa Sede no quería pronunciarse. Antes, argumentaba, debían ser ponderadas todas las circunstancias: no quería convertirse en un Comisionado Internacional para la Paz; ansiaba permanecer lo más libre posible, para poder continuar llevando a término acciones humanitarias. La Santa Sede lo único que quería, por el momento, era trabajar por la humanidad sufriente. Inclinarse por una u otra parte equivalía a echar por tierra el sueño de la paz. Algo que no entendía, como parece natural, el primado belga, el ardenal Mercier.

Sin embargo, la entrada en la contienda de Italia, el 24 de mayo de 1915, dificultó en grado máximo la acción de Roma. La conclusión de la unificación italiana, el deseo de arreglar problemas internos, las ansias de pertenecer al partido vencedor por parte del débil Gobierno de Salandra fueron las razones que llevaron a Italia a la guerra. La Santa Sede, con la participación italiana en el conflicto internacional, vio alterada su tradicional política proaustríaca. Roma, no la Santa Sede, estaría en la mesa donde se firmaría la paz. Además, la Santa Sede, país neutral, no podría llevar adelante tan fácilmente su misión de paz cuando en todo y para todo dependía de los intereses de Italia.

Con la entrada de Italia en la guerra, la Santa Sede era arrastrada a la guerra con Italia. La Iglesia católica se convertía en el primer enemigo de Italia. Así, el Colegio Alemán en Roma estuvo a punto de ser tomado por el ejército italiano; la Guardia Suiza y muchos eclesiásticos y civiles fueron llamados al ejército. Italia, en suma, como representante único de todos los intereses y problemas vividos dentro de su territorio, aspiraba a ocupar el lugar de la Santa Sede. El futuro de la Santa Sede no podía ser más negro.

La cuestión romana palpitaba de nuevo[5]. El clero y parte del pueblo católico, como es natural, se dividieron; Sturzo y el diputado católico Filippo Meda eran partidarios de la intervención; Giuseppe della Torre y otros, siguiendo las decisiones de la Santa Sede, no. El Papa, para una buena parte de la población italiana, era una de las personas más odiadas.

En medio de esta situación, la Santa Sede determinó, por una parte, continuar con el mantenimiento de las ayudas y socorros a todos los contendientes; y, por otra, decidió prepararse a nivel diplomático para cuando llegase el final de la guerra. Pasó de la emisión de notas y llamamientos públicos a la paz a la lucha por la ofensiva de la Paz. Lucha que culminó con la Nota del 1 de agosto de 1917.

Siguientes capítulos del Pliego (solo suscriptores):

  • IV. LA NOTA DEL 1 DE AGOSTO DE 1917
  • V. EL GOBIERNO INTERNO DE LA IGLESIA: LAS MISIONES Y LA CULTURA
  • CONCLUSIÓN

Pliego íntegro publicado en el nº 2.906 de Vida Nueva. Del 30 de agosto al 5 de septiembre de 2014

[1] POLLARD, John F. Il Papa sconosciuto. Benedetto XV (1914-1922) e la recerca della pace. Ed. San Paolo, Cinisello, 1999. DELATTRE, Pierre (SJ). Les luttes présentes du catholicisme en Europe centrale. París, 1930.
[2] Ad Universos Orbis Catolicos, en La Civiltà Cattolica, 1542, 9-9-1914, I-IV.
[3] OSSANDÓN, María Eugenia. Una aproximación a la acción humanitaria de la Santa Sede durante la Primera Guerra Mundial, a partir de fuentes publicadas, en Annales Theologici (2009), pp. 311-351.
[4] El historiador serbo-americano Dragan Zivojinovic lo tachó de proitaliano.
[5] GARZIA, I. La Questione Romana durante la Prima Guerra Mondiale, Nápoles, 1981.

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