Editorial

Abusos, el pecado más indigno que hay que llorar

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Francisco es un padre que, hondamente apenado, acompaña a sus hijos y les pide perdón

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VIDA NUEVA | Las víctimas que, durante muchas décadas, han padecido abusos sexuales por parte de sacerdotes y religiosos, tienen un nuevo motivo para recuperar la confianza en la Iglesia.

La misma institución que, en su día y en demasiados casos, pecó de omisión e incluso llevó a las víctimas a culpabilizarse del crimen padecido, quedando marcadas ya de por vida, hace ya años que emprendió el camino de la actuación valiente y la denuncia clara.

Benedicto XVI dio el primer paso. Con él llegó el diagnóstico del problema y el adentrarse en un campo marcado por heridas abiertas. Por un lado, se empezó a denunciar a los auténticos culpables, se zanjó la práctica de cambiarlos de destino pastoral y se colaboró con la Justicia propiciando toda la información disponible.

Y, por el otro, se inició el abrazo a las víctimas, siendo Joseph Ratzinger quien asumió personalmente el peso de esa dolorosa cruz: se reunió con varias de ellas allí donde viajaba y les dirigió frecuentes peticiones de perdón, siendo la principal la extensa Carta a los católicos de Irlanda, el 19 de marzo de 2010 [ver íntegra]. Todo parte de un proceso marcado por el estilo del Pontífice alemán: sensible, delicado, humilde.

Ahora, con Francisco, la Iglesia entera se ha adentrado en una segunda y necesaria etapa: llorar el pecado cometido y hacer sentir a sus víctimas que todos los cristianos del mundo, sus hermanos en la fe, les acompañan en su sufrimiento con el corazón en la mano.

Sean O'Malley.

Sean O’Malley.

El Papa, desde el primer día, asumió este reto como uno de los ejes de su pontificado. Junto a las estructuras que están marcando la reforma administrativa vaticana, la Comisión Pontificia para la Tutela de los Menores, presidida por el cardenal O’Malley (quien abordó con gran decisión esta lacra en Boston), y en la que las víctimas de los abusos están representadas directamente, refleja que el paso en este sentido es decidido.

No hay marcha atrás: se denunciará a todos los culpables sin importar su condición y se hará todo lo posible por tratar de resarcir en su dignidad a quienes han sufrido enormemente por causa de quienes fueron lobos disfrazados de corderos. Tampoco quedarán indemnes los pastores que miraron para otro lado.

Pero, más allá de la acción rotunda, esta segunda fase requiere también de la palabra que consuela y de las manos que abrazan. Una tarea en la que Jorge Mario Bergoglio no deja indiferente: en varias ocasiones, ha definido los abusos como la mayor de las traiciones en la que puede incurrir un pastor al que se le encomendó el cuidado de una comunidad.

Los pasados días 6 y 7 de julio tuvo la oportunidad de decírselo directamente a un grupo de seis víctimas a las que invitó a convivir con él en “su casa”, Santa Marta. Con ellas cenó, desayunó, charló una a una sin mirar el reloj y compartió la íntima celebración de la Eucaristía. La homilía, que reproducimos en buena parte en las páginas dedicadas a la información vaticana, realmente estremece.

Es un padre que, hondamente apenado, acompaña a sus hijos y les pide perdón. Y lo hace por y con toda la Iglesia. Lo explicó muy bien Humberto Yáñez, miembro de la comisión para la protección del menor: “Lo que espera Francisco es que se llore este pecado”.

En el nº 2.902 de Vida Nueva
 

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