Tribuna

La voz y las manos del Papa

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Gianfranco Ravasi, cardenal presidente del Pontificio Consejo de la CulturaGIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura

“La convicción con la que Francisco comunica su mensaje no es publicitaria, sino auténtica, y esto ofrece una carga incisiva extraordinaria…”.

Se encontraba en una ciudad portuaria de la Turquía asiática. En plena noche había oído en sueños una voz y se le había aparecido un rostro. Era un europeo que le gritaba: “¡Ven a Macedonia a ayudarnos!”.

Este acontecimiento personal marcará la historia de Occidente. Su protagonista era Pablo de Tarso, y aquel llamamiento nocturno le hará llevar el cristianismo hasta Roma a través de una serie de etapas. Otra voz, la del mismo Cristo, lanzará sucesivamente al Apóstol, que entonces estaba apresado en la Fortaleza Antonia, sede del gobierno romano en Jerusalén, esta invitación:

¡Ánimo! Lo mismo que has dado testimonio en Jerusalén de lo que a mí se refiere, tienes que darlo en Roma.

Con todas las debidas diferencias y distancias, me gusta aplicar libremente estas dos escenas nocturnas descritas en los Hechos de los Apóstoles al Papa “venido desde el fin del mundo”.

La Iglesia europea y la propia Roma necesitaban la sacudida de esta presencia familiar, inesperada y sorprendente. No quiero presentar otro retrato del papa Francisco, como los aparecidos en diarios de todo el mundo, sino proponer una consideración sobre un aspecto capital de su figura, su lenguaje.

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Es una experiencia conocida ya por todos: basta mirar las caras que muestra la televisión cuando habla, utilizando además una lengua marginal como es hoy el italiano. Pese a las diferencias étnicas, todos están en tensión hacia él y “cada uno comprende en su propia lengua”, como le sucedía a san Pedro en Jerusalén el día de Pentecostés. Su forma de comunicar adopta espontáneamente algunos registros decisivos para el encuentro con las mentes y los corazones.

El primero es lo compacto del cuerpo, el alma, la mente, los labios y las manos. La convicción con la que Francisco comunica su mensaje no es publicitaria, sino auténtica, y esto ofrece una carga incisiva extraordinaria. El público televisivo hoy es astuto y sabe distinguir la pasión sospechosa y el énfasis artificial.

El Papa se implica a sí mismo primero y se dirige a todos, envolviéndolos y superando las eventuales resistencias. Esta corporeidad espiritual (el oxímoron está justificado) se manifiesta luego en otros recorridos comunicativos.

Pienso en el uso de las coordinadas respecto al recurso a la más compleja construcción con las subordinadas que sostenía los discursos de Benedicto XVI. Pienso en el método de la repetición temática (¿quién no conoce las “periferias”, evocadas tan a menudo?): no es una mera reiteración horizontal, sino una profundización vertical.

Pienso también en el uso del símbolo, como le gustaba hacer a Jesús. Por ejemplo, el olor a oveja, los ojos de la monja anciana en los que él se fija y los describe en el Aula Pablo VI, la corona de flores flotando en el mar de Lampedusa, la cruz de madera de pateras utilizada en aquella isla… Son auténticas parábolas o mensajes en acción, como los de los profetas bíblicos.

También pienso en el establecimiento de un diálogo con preguntas, experimentado, por ejemplo, con los niños en grave dificultad personal y familiar que llegaron al Vaticano en tren. Yo, que les acompañaba, pude descubrir no solo la diversión festiva de los pequeños, sino también la del propio Francisco, impresionado por estos muchachos ávidos de afecto debido a sus trágicas historias. En todo esto domina la sencillez de lo esencial.

Al principio wittgensteiniano según el cual “todo lo que se puede decir, se puede decir con claridad”, se puede tal vez asociar, en el caso del papa Francisco, a un dicho inglés: “Vivir con sencillez y pensar con grandeza”.

En el nº 2.900 de Vida Nueva

  • Encuentro del papa Francisco con escolares de las periferias:

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