Ruanda: La Iglesia aún purga sus culpas

La actuación de la Iglesia ruandesa en 1994 sigue siendo motivo de controversia

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Ruanda: La Iglesia aún purga sus culpas [ver extracto]

JOSÉ CARLOS RODRÍGUEZ SOTO | Veinte años después de un genocidio perpetrado ante la indiferencia mundial, la Iglesia en Ruanda se afana en la reconciliación del país, en fomentar el perdón entre hutus y tutsis. Pero su papel en aquella atrocidad, donde una parte de la comunidad, con sus obispos al frente, miró para otro lado, no se olvida. Evangélicos y musulmanes se benefician de la desafección.


Un comunicado oficial de cualquier efeméride importante en un país africano suele incluir referencias elogiosas hacia la Iglesia y su obra en favor del desarrollo y la educación. No en Ruanda.

En su discurso con motivo del 20º aniversario del genocidio [ver íntegro, en inglés], el pasado 6 de abril en Kigali, el presidente Paul Kagame apuntó directamente a “los misioneros franceses que se establecieron en nuestro país” como los responsables de enraizar la ideología que animó a los asesinos a matar a cerca de un millón de tutsis de abril a julio de 1994.

“Con la participación plena de los belgas y de las instituciones católicas, esta historia inventada (de clasificación de la población en hutus y tutsis) se convirtió en la base de la organización política“, aseguró ante las miles de personas que abarrotaban el estadio Amahoro.

Al día siguiente, en su intervención en la sede de la UNESCO, el embajador de Ruanda ante esta agencia, Jacques Kabale, fue aún más explícito [ver vídeo, en francés original]:

El abandono de la Iglesia durante el período de las atrocidades de 1994 fue especialmente resentido, porque algunos de sus miembros cubrieron estas acciones criminales.

La historia de la Iglesia católica en el país de las mil colinas necesita, sin embargo, ser contada con muchos más matices, especialmente por lo que se refiere a su papel durante el genocidio de 1994.

Rey ruandés Mutara III.

Rey ruandés Mutara III.

Vayamos por partes y desde el principio. Los Misioneros de África (Padres Blancos), presentes en Ruanda desde 1900, se encontraron con una sociedad fuertemente jerarquizada y, siguiendo los métodos evangelizadores de aquella época, pensaron que si centraban sus esfuerzos en convertir al rey y a las élites gobernantes –que eran de la etnia minoritaria tutsi–, cristianizarían a toda la sociedad.

Considerada como una historia de rotundo éxito en las misiones africanas, durante los años 1940 la influencia de la Iglesia se expandió por todo el país en lo que se conoció como “una primavera de la evangelización”. La obra se coronó con la consagración oficial de Ruanda a Cristo Rey por parte del rey Mutara III, en 1946. La conversión al catolicismo se volvió la puerta obligada para acceder a las escuelas y los empleos coloniales.

Pero en 1955, la Iglesia de Ruanda dio un giro de 180 grados. Lo impulsó el suizo monseñor André Perraudin, nombrado vicario apostólico en diciembre de aquel año. El choque con la realidad del elitismo eclesiástico –por ejemplo, la mayoría de los seminaristas eran tutsis– y las nuevas ideas que empezaban a gestarse en ambientes francófonos europeos de una Iglesia en favor de los oprimidos, le provocó una honda reflexión en favor de los hutus, que constituían el 80% de la población.

André Perraudin.

André Perraudin.

En febrero de 1959, Perraudin publicó una carta pastoral sobre la caridad en la que denunciaba este desajuste. Esta toma de posición coincidió con un mal momento político, poco antes de la independencia: en noviembre de ese mismo año tuvo lugar la primera revuelta campesina contra los tutsis, en la que murieron decenas de miles de personas y muchos otros huyeron a países vecinos.

Cuando en 1963 los refugiados tutsis intentaron volver a Ruanda, ya independiente, muchos miles más fueron asesinados. Simplificando demasiado las cosas, y a base de medias verdades, muchos han acusado injustamente a monseñor Perraudin de estar en el origen de esa primera oleada de violencia contra los tutsis.

Dos décadas después, la estrecha amistad del entonces arzobispo de Kigali, Vincent Nsengiyumba, con el presidente Juvenal Habyarimana y su círculo de poder, perjudicó mucho a la Iglesia. Lo cuenta el cardenal Roger Etchegaray en su libro J’ai sentí battre le coeur du monde (Fayard, 1997):

El arzobispo estaba tan cerca del partido en el poder que él mismo formó parte de su comité central, hasta que Roma le exigió que se retirara.

El padre Wolfgang Schonecke, antiguo secretario de pastoral de los obispos de África del Este (AMECEA), escribió pocos meses después del genocidio que:

Al mismo tiempo que algunos grupos de la Iglesia trabajaron por la justicia y los derechos humanos, sus esfuerzos fueron minados por una jerarquía demasiado cercana al régimen como para ser una voz creíble.

Esta cercanía con el régimen (de mayoría hutu) durante el período previo al genocidio de 1994, hizo que la Iglesia no tomara distancias ni que supiera prevenir las masacres que se avecinaban.

Entierro de víctimas en Ndera, Kigali.

Entierro de víctimas en Ndera, Kigali.

Entre las víctimas de las violencias de ambas partes en 1994, se cuentan también 200 consagrados (entre ellos 70 seminaristas), según ha documentado el sacerdote de Butare Joseph Ngomanzugu en un libro que publicó en 2005. Y la sangría no terminó en 1994.

Tras el genocidio, dos misioneros canadienses, ambos conocidos por sus valientes denuncias de abusos contra los derechos humanos, murieron tiroteados en 1995 en misteriosos atentados: los padres Claude Simard y Guy Pinard, este último abatido mientras distribuía la comunión en su parroquia. Otros misioneros, cooperantes y religiosos españoles sufrieron la misma suerte.

 

“Pudimos hacer más”

La Iglesia podía haber hecho mucho más durante el genocidio y usar su influencia para detener las matanzas en lugar de quedarse callada.

Me lo dijo en diciembre de 2007 el jesuita Octave Ugirashebuja, director del Christus Center en Kigali. Para probar su tesis, me mostró una carta pastoral de los obispos ruandeses del año 2000, donde los prelados reconocían: “No hicimos todo lo que pudimos haber hecho”.

Según el padre Ugirashebuja, este mensaje fue publicado poco después de que Juan Pablo II hiciera un llamamiento a todos los católicos que tomaron parte en las matanzas para que pidieran perdón e hicieran reparaciones serias. “La Iglesia perdió doblemente durante el genocidio de 1994”, declaró a principios de abril a Radio Vaticano el obispo de Kabgayi, Smaragde Mbonyintege, presidente de la Conferencia Episcopal Ruandesa (CER):

Perdimos mucho entre las víctimas inocentes que fueron asesinadas, y perdimos también entre los verdugos que perdieron su fe. Este es nuestro sufrimiento como Iglesia en Ruanda.

Se entiende que el papa Francisco insistiera ante los obispos ruandeses –en visita ad limina en Roma–, el pasado 3 de abril, que “hay que reforzar las relaciones de confianza entre la Iglesia y el Estado”, y que apuntara a “la reconciliación y la sanación de las heridas” como “la prioridad de la Iglesia en Ruanda”, a la que animó a “superar los prejuicios y las divisiones étnicas para que hable con una sola voz y manifieste su unidad”.

La Iglesia de Ruanda lleva ya bastantes años trabajando en esta dirección. Una de las iniciativas más notables fue la celebración del sínodo de la Archidiócesis de Kigali en 2001. Su documento final, titulado Caridad, reconciliación, fraternidad, fruto de un largo diálogo entre los cristianos de a pie en todas las parroquias, puso los cimientos para una verdadera reconciliación.

Las preguntas del cuestionario de trabajo eran muy claras y no rehuían el problema étnico: cuando miro a otra persona, ¿veo primero su etnia o la imagen de Dios?; ¿abandonó mi comunidad a los perseguidos durante el genocidio?; ¿cómo me comporté yo durante esos momentos?; ¿cómo me comporto ahora?

Un sacerdote ruandés que prefiere no dar su nombre explica que, “a raíz de este sínodo, muchas víctimas empezaron a ir a las cárceles para visitar a sus verdugos y perdonarles”. Actualmente, la CER está recogiendo las acciones que las parroquias y comunidades de base han realizado en favor de la reconciliación durante las dos últimas décadas para publicar estos testimonios en un libro.

“Pero la cuestión de la reconciliación entre los ruandeses incluye el reconocimiento de la verdadera historia de una parte y de otra”, añade el sacerdote.

Si el conflicto fue entre hutus y tutsis, la reconciliación tiene que pasar por analizar las razones que llevaron a las dos etnias a matarse. Ahora bien, el Gobierno actual ha decretado que las etnias no existen. Y si, en ese caso, hablar de hutus y de tutsis se convierte en un delito, ¿quién se reconcilia con quién si los dos grupos enfrentados no existen? Esto hace que la Iglesia, a veces, no sepa cómo enfocar el tema sin estar fuera de la ley.

Y es que los conflictos entre la Iglesia de Ruanda y el actual Gobierno existen, aunque no se hable mucho de ellos. Hace pocos meses, la Iglesia quiso exhumar los cuerpos de los tres obispos católicos asesinados por los soldados del Frente Patriótico (FP) –en el poder desde 1994–, en el seminario de Kabgayi, para que cada obispo fuera inhumado en la catedral de su diócesis.

La intención era que todas las víctimas fueran recordadas sin ningún tipo de rencor. El tema se llevó al Parlamento y la propuesta fue rechazada entre amenazas de parlamentarios del FP de detener y encarcelar a los que promovían esa iniciativa. No ha sido la única presión que los obispos han tenido que soportar por parte de las autoridades. Durante 2013, el obispo de Cyangugu, Jean Damascene Binyenimana, fue llamado en varias ocasiones para que tomara medidas contra algunos de sus curas residentes en el extranjero, responsables de los contenidos de la página web www.leprohete.fr, crítica con el Gobierno de Ruanda.

Otro punto de fricción es el programa gubernamental Ndi Umunyarwanda, que tiene como objetivo eliminar la mención de las etnias para hablar únicamente del hecho de ser ruandés, y que el Gobierno ha discutido con los obispos.

El arzobispo de Kigali, Thadée Ntihinyuwa, ha insistido ante las autoridades que la Iglesia ya lleva desde hace tiempo la delantera en este terreno, como prueba el citado sínodo de 2001 y las conclusiones en las que sigue trabajando. La idea parece atractiva para favorecer la unidad nacional, “pero detrás de este programa está la obligación de que todos los hutus pidan perdón a los tutsis por el genocidio”, comenta el mismo sacerdote antes citado.

Incluso los jóvenes que no habían nacido en 1994 tienen que pedir perdón en nombre de sus padres, abuelos, tíos, etc. La verdadera reconciliación tendría lugar si se pudiera recordar a todas las víctimas, de ambas partes, y eso en Ruanda no se puede ni soñar, porque todos los que lo han intentado, han acabado en la cárcel.

Este fue el caso del padre Aloys Murwanashyaka, que en 1994 perdió a 30 de sus familiares a manos del FP. En 2008, durante la Semana del Recuerdo en Abril, quiso enterrarlos dignamente y, por ello, fue encarcelado, acusado de “minimizar el genocidio”, un delito tipificado en el código penal ruandés. Pasó tres años en la cárcel y, al salir, se trasladó a España, donde reside actualmente.

Otro sacerdote, Edouard Sentarure, dijo en una homilía pronunciada en abril de 2011 que la reconciliación pasaba por recordar a todas las víctimas de la guerra. A la salida de la misa fue detenido y llevado a la cárcel, donde pasó 30 días acusado de “negación del genocidio”. Ahora se encuentra oculto en alguna parte de Italia.

Otros han acabado entre rejas por críticas incluso menos controvertidas, como fue el caso del padre Émile Nsengiyuma, detenido en 2011 y encarcelado tras ser condenado por “intento de desestabilización del país”. ¿Su delito? Haber pedido a los miembros de su parroquia que no participaran en un plan gubernamental de destruir casas en barriadas pobres antes de que se hubiera proporcionado un realojo digno para sus habitantes. Tras pasar 19 meses en la cárcel fue puesto en libertad en enero de 2013.
 

División interna

Pero no todos los que hablan de la reconciliación tienen que temer por su vida. Otros lo hacen utilizando un lenguaje muy próximo al actual Gobierno. Es el caso del sacerdote carismático Ubald Ugirangoga, de la diócesis de Cyangugu, quien se ha hecho muy famoso –y polémico– por sus asambleas multitudinarias, en las que repite el discurso oficial: que los culpables (hutus) tienen que pedir perdón a los tutsis para ser sanados.

El Gobierno llegó incluso a donarle un vehículo para que realizara su trabajo. Algunas parroquias le abren las puertas de par en par; otras prefieren declinar sus funciones masivas con evasivas. Es uno de los síntomas que alertan sobre una división interna en el seno de la Iglesia entre obispos, sacerdotes y religiosos bastante cercanos al partido en el poder, y otros que están al margen y que prefieren guardar silencio para no encontrarse en peligro y sin protección de la jerarquía.

La historia oficial del genocidio, que acusa a la Iglesia en bloque de haber colaborado con las matanzas, silencia los casos de verdadero heroísmo del que hicieron gala algunos sacerdotes y religiosas.

En 2007 tuve ocasión de encontrar a uno de ellos: André Havugimana, actual vicario general de Kigali. El 9 de abril de 1994, las bandas de interahamwe (grupos paramilitares formados por extremistas hutus) atacaron el seminario de Ndera, del que era rector.

Acto de recuerdo a Felicitas Niyitegeka.

Acto de recuerdo a Felicitas Niyitegeka.


Él y su compañero se enfrentaron a los violentos para defender a los miles de tutsis que se habían refugiado en su recinto. Tras un inútil tira y afloja, los milicianos dispararon matando en el acto al otro sacerdote. André resultó herido de gravedad y aún hoy tiene dificultad para mover el brazo.

Otro caso conocido fue el de la hermana Felicité Niyitegeka, de etnia hutu, quien murió macheteada cuando se negó a ser separada de sus hermanas de comunidad tutsis, a las que se llevaban para ser asesinadas.

Escuché su historia de labios de su hermano, el teólogo laico Laurent, en Kigali. El propio Laurent salvó a todos los tutsis que pudo en Butare durante aquellos meses del genocidio, lo que no le ha impedido pasar una temporada en la cárcel bajo el actual régimen político, como ocurre a menudo con personas con un perfil similar.
 

Falsos culpables

Y por lo que se refiere a los casos de sacerdotes y religiosas acusados de colaborar con los genocidas, no se puede negar que los ha habido, pero también aquí hay que analizar y matizar mucho.

La Corte Penal Internacional de Arusha (que realizó sus trabajos de 1995 a 2012) examinó los casos de cuatro sacerdotes, de los cuales dos fueron absueltos. Dos monjas ruandesas comparecieron en 2001 ante un tribunal belga, que las condenó a 12 y 15 años de cárcel. Otra religiosa fue llevada ante un tribunal popular gachacha, fue condenada, apeló y fue puesta en libertad.

El caso del padre Wenceslao Munyeshyaka, párroco de la Sagrada Familia de Kigali durante el genocidio, merece muchos apartes: refugiado en Francia, fue condenado en rebeldía por un tribunal militar ruandés en 2006 a cadena perpetua por su participación en el genocidio, pero su caso sigue sub iúdice en los tribunales franceses después de que la Corte Penal de Arusha decidiera trasferir su caso a la justicia francesa. Presentado como un monstruo por Ruanda, otros testigos dan una versión totalmente distinta de los hechos y le presentan como un religioso que, con hábiles negociaciones y arriesgándose mucho, consiguió salvar la vida de numerosos tutsis refugiados en su parroquia.

Otros religiosos fueron acusados en su día y después absueltos. Ocurrió con el obispo de Gikongoro, Agustin Misago; con el padre blanco belga Guy Theunis, acusado de negación del genocidio por un tribunal gachacha y liberado sin cargos en 2005; y con dos religiosas absueltas en 2006 tras haber pasado en la cárcel 12 meses.

Todos estos casos estuvieron rodeados de gran alarde de publicidad cuando se iniciaron, pero, al declararse las absoluciones, la noticia no fue tratada con la misma resonancia.

Otros casos de religiosos asesinados o que fueron hechos desaparecer por el actual régimen han sido ocultados bajo la alfombra. Es el caso del obispo de Ruhengeri, Phocas Nikiwigize, detenido por soldados ruandeses en la frontera en 1996, cuando regresaba de la República Democrática del Congo. Tras su arresto, nunca más nadie supo de su paradero.
 

La comunidad católica se desinfla

Con un 56% de católicos entre sus 11 millones de habitantes, Ruanda siempre ha figurado entre los países de África con una presencia más fuerte de la Iglesia. Desde su llegada en 1900, los Misioneros de África (Padres Blancos) centraron buena parte de sus esfuerzos en una evangelización basada en el catecumenado de cuatro años y la formación de un clero local. Cuando Juan Pablo II visitó el país en 1990, calificó a la Iglesia ruandesa de “joven y vigorosa”.

Pero hace 20 años, el porcentaje de católicos llegaba al 66%. Como ocurre en otros países africanos, una buena parte de este vigor se está perdiendo a causa de la sangría de católicos que se pasan a grupos evangélicos pentecostales, muchos de los cuales aparecen bastante próximos al Frente Patriótico, que gobierna el país desde 1994.

Asimismo, los musulmanes, aunque siguen siendo una minoría (apenas el 5%), crecen de forma significativa. El hecho de que, durante el genocidio de 1994, hutus y tutsis musulmanes se ayudaron mutuamente y quedaron bastante al margen de las matanzas, parece haber sido un factor que ha dado prestigio al islam en Ruanda.

En el nº 2.898 de Vida Nueva

 

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