En la Iglesia no caben los trepas y vanidosos

Francisco recuerda dos vicios a desterrar en la Iglesia: el arribismo y la vanidad

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El papa Francisco ante el Santo Sepulcro.

JUAN RUBIO. | No hace mucho, en una de sus homilías diarias en Santa Marta, el papa Francisco hablaba de forma “breve y contundente”, como quería el escritor argentino Borges que fuera el digestivo que tomaba tras las comidas cuando le preguntaban qué quería tomar.

“Algo breve y contundente, por favor”, respondía. Y así se expresaba su viejo amigo y compatriota [ver foto], hoy obispo de Roma. Y lo hacía hablando de dos vicios que deben desterrarse en la Iglesia: el arribismo y la vanidad.

Hay en la Iglesia muchos trepas.
Les aconsejo que vayan a hacer alpinismo a la montaña.
Es más sano.

Y matizó sobre lo que les impulsa a esa actitud arribista, la vanidad, viejo vicio ya denunciado en el Eclesiastés, vanitas vanitatis. En los útimos años se escucha esta denuncia con frecuencia por parte de los papas. Ratzinger lo advirtió más suavemente, con palabra más comedida. “No os dejéis arrastrar por el poder y el éxito”, dijo denunciando el arribismo. Bergoglio ha sido más contundente, aunque no sé si en algunos ámbitos y círculos ha llegado a calar el lenguaje argentino con su musical sonrisa. O mejor es que no quieren oirlo. “Cosas de allá”, dicen con mueca fría y sardónica.

Finis gloriae mundi. Juan Valdéz Leal, 1672.

Finis gloriae mundi. Juan Valdéz Leal, 1672. [ampliar]

Pero los trepas son un especimen peligroso en todos los sitios, no solo en la Iglesia. Y el Papa sabe lo que dice. He visto a clérigos volverse locos, mentir y hasta calumniar sin sonrojarse cuando ven una escalera por la que subir. Les da igual que sea de mármol o de madera, pero la quieren subir y ponen toda la carne en el asador para ello.

Suben y suben… pisando y sin mirar el dolor que producen sus pisadas hasta lograr hacerse “amos del amo” e intervenir en sus decisiones. Ha oído cómo, cuando el amo les preguntaba la hora, ellos les respondían desvergonzadamente: “La que usted quiera, señor”, haciendo de la noche día y de la alborada atardecer.

El Papa ha dado una buena receta a los “trepas alpinistas” y a los “pavos vanidosos” en esta Iglesia de pobreza y humildad que viene predicando y que pone sordina frecuente. No debe ser la Iglesia un refugio de trepas, sino un hogar de servicio y de comunión.

No saben lo que se pierden con el gozo de una vida sencilla, como una línea recta, sin doblez, sin fanfarria, con transparencia. André Malraux lo decía también de forma breve y contundente:

La felicidad consiste en un cielo azul sobre nuestras cabezas,
una brisa fresca y el alma en paz.

Pero hay quienes se empeñan en los nubarrones, los bochornos y la continua intriga del alma.

Y todo esto viene a colación de cuanto he podido oír estos días en la primera etapa de la visita del Papa a Tierra Santa. Ya en Jordania se advirtió algo sorprendente, el escaso séquito papal, la poca corte vaticana acompañándolo. Un gesto sencillo pero significativo en su pontificado.

La corte llena de cortesanos en la antesala, previniendo y auscultando el rostro del amo. Aduladores y trepas. Ratzinger les llamó “cuervos”. El Papa, por lo menos en los viajes, se ha ido deshaciendo de ellos.

La corte, caldo de cultivo de trepas, ha disminuido en este viaje.

Pude ver el cielo azul, la brisa fresca y el alma en paz.
 

En el nº 2.896 de Vida Nueva

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