José Lorenzo, redactor jefe de Vida Nueva
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Los zombis no comulgan


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José Lorenzo, redactor jefe de Vida NuevaJOSÉ LORENZO | Redactor jefe de Vida Nueva

“No es extraño que Francisco esté aburrido de las murmuraciones, que se bisbisean con el mismo fervor y tono que el rosario…”

En una institución que no se caracteriza precisamente por su agilidad ni reflejos (no fue Zapatero el único que no vio venir esta histórica crisis; recién ahora la están descubriendo algunos eclesiásticos), resulta llamativa la prontitud con la que se sale a glosar cuanto dice este Papa o, incluso, cuanto calla.

Sus silencios son abiertos también en canal, como buche de ave (paloma, se supone), para encontrar en ellos los designios que más le interesan al personal. No es extraño que Francisco esté aburrido de las murmuraciones, que se bisbisean con el mismo fervor y tono que el rosario.

A veces le disparan a otro –en un caso típico de la mentalidad de colmena de esta época– para darle a él en la cabeza. Ha pasado con el cardenal Kasper. “Maldita la hora –pensará este– en que, cuatro días después de ser elegido, Bergoglio dijo que leer mis libros le hacía mucho bien”.

Ahora, las reflexiones del purpurado alemán sobre la cuestión de los divorciados vueltos a casar y su prohibición de comulgar han despertado al inquisidor que llevamos dentro –siempre en duermevela– y ha saltado raudo a poner las cosas en su sitio. Cariño, sí, todo el que quieran; pero pueden seguir esperando con la boca abierta, se viene a decir, fijando con el magisterio los oportunos cortafuegos previos a las deliberaciones del próximo Sínodo de la Familia.

Hay algo zombi en la situación de estas personas, una especie de muertos vivientes en la Iglesia, marcados en vida por el estigma de una mirada que no deja de recordarles el pecado, aunque con sus familias sigan siendo santos del día a día, condenados a vivir una fe que no se consuma.

Sí, su situación causa dolor, y más si se compara con la condescendencia que ha cosechado durante demasiado tiempo el comportamiento –ese, además de adúltero, abominablemente delictivo– de algunos consagrados, que no solo no han tenido vetada la comunión, sino que ellos mismos se han convertido en dispensadores de un sacramento al que hay que acercarse con el alma arrodillada.

En el nº 2.895 de Vida Nueva.