Cuatro papas para una histórica fiesta de la fe

Juan XXIII y Juan Pablo II son canonizados ante Francisco y Benedicto XVI

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Cuatro papas para una histórica fiesta de la fe [extracto]

ANTONIO PELAYO (ROMA) | Ad honorem sanctae et individuae Trinitatis (“en honor de la santa e indivisible Trinidad”). Eran exactamente las diez horas y catorce minutos del 27 de abril de 2014, II Domingo de Pascua y de la Divina Misericordia, cuando el Sumo Pontífice Francisco pronunció estas solemnes palabras. La fórmula de canonización prosigue así:

Para exaltación de la fe católica e incremento de la vida cristiana, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los santos apóstoles Pedro y Pablo y la nuestra, después de una larga deliberación e implorada diversas veces la ayuda divina, escuchado el parecer de muchos de nuestros hermanos, declaramos y definimos que los beatos Juan XXIII y Juan Pablo II son santos y los inscribimos en el catálogo de los santos y establecemos que en toda la Iglesia sean devotamente honrados como santos.

Un aplauso atronador acogió estas palabras del Papa, no solo en la Plaza de San Pedro, la Via della Conciliazione o las calles y plazas adyacentes, sino también en otros rincones de Roma donde los fieles seguían la ceremonia. La ovación duró varios minutos y fue escuchada, a través de la radio y la televisión, por centenares de millones de personas que en todo el mundo estaban conectadas en esos momentos con Roma.

Un acontecimiento planetario, inédito en la historia bimilenaria de la Iglesia, difícilmente repetible; esa era, al menos, la sensación con que se ha vivido la canonización de Angelo Giuseppe Roncalli (1881-1963) y Karol Wojtyla (1920-2005).

El primero fue elegido papa el 28 de octubre de 1958 y tomó el nombre de Juan XXIII; murió en la tarde del 3 de junio de 1963, tras apenas cinco años de pontificado. El segundo había nacido en Wadowice (Polonia) el 18 de mayo de 1920 y fue elegido pontífice el 16 de octubre de 1978, siendo el primer no italiano que llegaba a la cátedra de Pedro después de cuatro siglos; murió el 2 de abril de 2005 a las 21:37 horas, después de casi 27 años de reinado. Dos gigantes de la historia, dos colosos de la humanidad, como los han definido los más importantes medios del mundo entero.

En esos momentos, la Plaza de San Pedro y sus inmediatos alrededores ofrecían a la vista un espectáculo verdaderamente impresionante bajo un cielo no tan radiante como hubiera sido deseable, pero sí suficientemente misericordioso como para no aguar tal acontecimiento. A la derecha del altar papal encontraron asiento las delegaciones oficiales de 93 países e instituciones internacionales.

Hasta veinticuatro de ellas estaban presididas por monarcas o jefes de Estado, que ocupaban la primera fila. Citemos algunas personalidades destacadas:

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  • Los Reyes de España
  • Los Reyes de Bélgica
  • Los príncipes de Liechtenstein
  • Los grandes duques de Luxemburgo
  • El copríncipe de Andorra
  • El arzobispo Joan-Enric Vives
  • El gran maestro de la Orden de Malta, frá Matthew Festing
  • El presidente de Italia, Giorgio Napolitano
  • El presidente de Polonia, Bronislaw Komorowski
  • Jefes de Estado de países como Bulgaria, Croacia, Ecuador (Rafael Correa), El Salvador (el electo Jaime Flamenco) Guinea Ecuatorial (Teodoro Obiang), Honduras, Líbano, Lituania (la presidenta Dalia Grybauskaite), Paraguay, Eslovaquia, Hungría, Zimbabwe o Bosnia.
  • Primeros ministros de Francia (Manuel Valls), Irlanda (Enda Kenny) o Hungría (Viktor Urban).

Entre la delegación polaca, la más numerosa, formaba parte Lech Walesa, Premio Nobel de la Paz. Todos fueron saludados a su ingreso en el recinto litúrgico por Georg Gänswein, prefecto de la Casa Pontificia.

A la izquierda, en primera fila y en el primer asiento, se colocó el papa emérito, Benedicto XVI, cuya entrada en el sagrato de la basílica fue estruendosamente saludada por la multitud. Junto a él, unos 150 cardenales (entre ellos, su decano, Angelo Sodano; el secretario de Estado, Pietro Parolin; y el que fue secretario personal de Juan Pablo II y hoy su sucesor en la Archidiócesis de Cracovia, Stanislaw Dziwisz) y algo así como 1.000 obispos de los cinco continentes.

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Los sacerdotes concelebrantes sobrepasaban los 5.000. Cifras, como se ve, de récord. Las de asistentes, facilitadas por la Santa Sede, son las siguientes: medio millón en el área de San Pedro y la zona limítrofe, y otras 300.000 en las zonas dotadas de megapantallas de televisión (foros imperiales, las plazas Navona y Farnese, etc). La policía extendió la cuenta hasta llegar al millón e incluso al millón y medio de personas. En cualquier caso, una multitud muy considerable.

No lo es menos el número de periodistas acreditados para cubrir el acontecimiento: 2.259 procedentes de 64 nacionalidades diferentes, con neto predominio de los medios audiovisuales, algunos de los cuales han utilizado las más modernas tecnologías. A través de ellas se calcula que 2.000 millones de personas estaban potencialmente conectadas con la ceremonia de canonización en la Plaza de San Pedro.

Esta comenzó a las diez de la mañana cuando hizo su entrada el papa Francisco, que se apoyaba en el famoso báculo que Lello Sacorzelli realizó para Pablo VI; le flanqueaban el maestro de ceremonias, Guido Marini, y el ceremoniero argentino Guillermo Karcher. De inmediato, Bergoglio se dirigió a saludar a Ratzinger, con quien se fundió en un cálido abrazo. Después de las letanías de los santos, el prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, Angelo Amato, que tenía a su lado a los postuladores de las causas, el franciscano Gainni Califano (para Roncalli) y Slawomir Oder (de Wojtyla), formuló por tres veces la petición de que los beatos Juan XXIII y Juan Pablo II fueran declarados santos. Así lo hizo el Santo Padre con la fórmula antes recogida.
 

Veneración de las reliquias

El gran aplauso no rompió el recogimiento reinante en la plaza. En esa atmósfera algo sobrecogida tuvo lugar la veneración de las dos reliquias de los nuevos santos. La de Juan XXIII –un trozo de su piel– fue llevada al altar por un grupo de familiares del Pontífice, nacido en Sotto il Monte, provincia de Bérgamo; la de Wojtyla –algunas gotas de su sangre– había sido confiada a Floribeth Mora Díaz, la costarricense a la que el Papa polaco sanó de su aneurisma el 1 de mayo de 2011, día de su solemne beatificación.

Después de la lectura del Evangelio –la versión cantada en griego estuvo a cargo del monje español Manuel Nin–, Francisco pronunció la homilía, que duró solo diez minutos, suficientes para trazar un inspirado panegírico de los dos nuevos santos:

Juan XXIII y Juan Pablo II no se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de Él, de su Cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano, porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresía del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.
Fueron sacerdotes, obispos y papas del siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo, redentor del hombre y señor de la historia.
En estos dos hombres, contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia, había una ‘esperanza viva’, junto a un ‘gozo inefable y radiante’. (…)
Esta es la esperanza y el gozo que los dos papas santos recibieron como un don del Señor resucitado y que, a su vez, dieron abundantemente al Pueblo de Dios, recibiendo de él un reconocimiento eterno. Esta esperanza y esta alegría se respiraba en la primera comunidad de los creyentes. (…)
Una comunidad en la que se vive la esencia del Evangelio, esto es, el amor, la misericordia, con simplicidad y fraternidad.

“Y esta es –recalcó al final de sus palabras– la imagen de la Iglesia que el Concilio Vaticano II tuvo ante sí. Juan XXIII y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisonomía originaria, la fisonomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos. No olvidemos que son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia. En la convocatoria del Concilio Vaticano II, Juan XXIII demostró una delicada docilidad al Espíritu Santo, se dejó conducir y fue para la Iglesia un pastor, un guía-guiado. Este fue su gran servicio a la Iglesia: fue el papa de la docilidad del Espíritu. En este servicio al Pueblo de Dios, Juan Pablo II fue el papa de la familia. Él mismo, una vez, dijo que así le habría gustado ser recordado, como el papa de la familia. Quiero subrayarlo ahora que estamos viviendo un camino sinodal sobre la familia y con las familias, un camino que él, desde el cielo, ciertamente acompaña y sostiene”.

En su editorial del lunes 28 de abril, el director de L’Osservatore Romano, Gian Maria Vian, calificaba el acto como una “canonización programática” y lo explicaba así:

Roncalli y Wojtyla, figuras simbólicamente unidas por el Concilio, han atravesado la contemporaneidad y vivido como cristianos las tragedias de un tiempo tremendo: las inútiles matanzas de las guerras mundiales, la inhumanidad impía de los totalitarismos nazi y comunista, las atroces tinieblas de la Shoah, hasta los fundamentalismos y la globalización del materialismo práctico, en los primeros años del nuevo siglo.
Por eso son hoy reconocidos santos dos hombres de los que transpiraba la fe en Dios. En la docilidad al Espíritu, Juan XXIII; en el servicio a la familia como núcleo ineludible de la humanidad, Juan Pablo II, según la visión esencial en la que Francisco ha sintetizado la herencia que nos han dejado los dos papas.

Volviendo a la Eucaristía, en la plegaria de los fieles se pidió a Dios que, “por intercesión de san Juan XXIII, sean arrancados de la espiral del odio y de la violencia los pensamientos y las decisiones de los jefes de los pueblos”; a la mediación de san Juan Pablo II se encomendó que Dios “suscite entre los hombres de cultura, de ciencia y de gobierno la pasión por la dignidad”.
 

Oleada de entusiasmo

Finalizada ya la ceremonia litúrgica, musicalizada por un coro de más de 300 voces, el Santo Padre quiso saludar personalmente a todas las delegaciones oficiales, intercambiando con cada uno de sus miembros algunas breves palabras. La multitud seguía este momento protocolario con cierta ansiedad, porque querían poder ver más de cerca a Bergoglio.

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Cuando este, por fin, se subió al papamóvil, en la plaza fue perceptible una oleada de entusiasmo. Las banderas y pancartas empezaron a agitarse con mayor intensidad, surgieron aquí y allá cantos nacionales, las manos y los brazos se alzaban y ya no quedó nadie que fuese capaz de no sumarse a esa emoción, frecuentemente transformada en lágrimas.

Una vez más, Francisco no decepcionó; a lo largo de todo el recorrido, se prodigó en gestos de afecto y de saludo a la multicolor multitud que había asistido a la canonización (muy notable, ciertamente, la presencia de jóvenes) y que ahora quería manifestar al Papa su entusiasmo y su alegría por haber podido participar en lo que algún periódico ha descrito como la “gran kermesse de la fe”, versión mundanizada de lo que el Papa había calificado en sus palabras de saludo, después del Regina coeli, como “fiesta de la fe”.

Afortunadamente, la meteorología fue, hasta esos momentos de apoteosis, bastante clemente, a pesar de las amenazantes nubes que surcaban el cielo romano. La lluvia no empezó a hacerse algo más intensa hasta bien finalizada la ceremonia, cuando ya los centenares de miles de fieles iniciaban su retirada camino de sus casas, dejando detrás un típico “paisaje después de la batalla”, con detritus que lo servicios de limpieza comenzaron rápidamente a retirar.

Antes de concluir esta crónica, quiero volver sobre el significado de la presencia de Benedicto XVI en esta solemne ceremonia de canonización.

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Aunque desde su aparición en el consistorio de febrero se había especulado con la posibilidad de que dejase de ser una “estatua de museo” (como dijo Francisco en una de sus entrevistas) para convertirse en un agente activo en la vida de la Iglesia, se mantuvo hasta el último momento la incertidumbre sobre si asistiría o no a esta canonización tan significativa y de qué forma lo haría. La duda se disipó cuando Ratzinger apareció en la plaza revestido con los ornamentos litúrgicos; esta vez no iba a limitarse a “estar”, sino que concelebró con su sucesor, que le saludó al inicio y al final de la Eucaristía.

Como ha escrito en el Corriere della Sera su vaticanista “senior”, Luigi Accatoli, este nuevo paso supone cancelar los temores sobre una coexistencia de dos pontífices: “En esta concordia entre los dos papas podemos ver un signo de que la Iglesia es más grande que su trabajosa historia y, con el tiempo, madura ciertas convicciones que le permiten superar algunas pesadillas del pasado, como la del antipapa”.

Entre las muchas delegaciones oficiales que asistieron a esta doble canonización, la del Reino de España fue muy notable. La presidían don Juan Carlos y doña Sofía, a los que acompañaban los ministros de Asuntos Exteriores, José Manuel García-Margallo; el de Interior, Jorge Fernández Díaz; y el de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, así como otras personalidades políticas de alto rango.

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El embajador de España ante la Santa Sede, Eduardo Gutiérrez Sáenz de Buruaga, ofreció a todos ellos, el sábado 26, una cena en el Palacio del España. Asistieron los cardenales Rouco Varela, Carlos Amigo, Antonio Cañizares, Santos Abril, Lluís Martínez Sistach y Monteiro de Castro (anterior nuncio en España), así como el presidente, el vicepresidente y el secretario de la Conferencia Episcopal Española, respectivamente, Ricardo Blázquez, Carlos Osoro y José María Gil Tamayo.

También estuvieron el arzobispo de Toledo y el castrense, Braulio Rodríguez y Juan del Río, además del prelado del Opus Dei, Javier Echevarría, y otros eclesiásticos, junto al séquito de Sus Majestades. El Rey y el arzobispo de Madrid intercambiaron unos brindis en los que confirmaron las históricamente fecundas relaciones entre la Corona y la Iglesia española.
 

Audiencia a los Reyes

El lunes 28, los Reyes de España fueron recibidos en audiencia privada por el papa Francisco en el estudio del Aula Pablo VI. Previamente, don Juan Carlos y doña Sofía, acompañados por el ministro García-Margallo, mantuvieron un encuentro con el secretario de Estado, Pietro Parolin, y el secretario para las Relaciones con los Estados, Dominique Mamberti, en el que, entre otros temas, abordaron la situación en Ucrania y Venezuela.

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El coloquio privado del Rey con el Papa –al que también asistió doña Sofía– se prolongó mucho más de lo inicialmente previsto y duró 53 minutos. Fue muy cordial, porque es conocida la capacidad de comunicación de ambos y porque entre la Casa Real y la Santa Sede las relaciones han sido siempre excelentes, como lo prueba el que don Juan Carlos haya conocido y tratado personalmente a seis papas y, más en concreto, a los dos canonizados.

Según un portavoz del monarca, los temas abordados habían sido algunas situaciones de crisis internacional, con especial hincapié en Ucrania y Venezuela (como ya hemos referido); el paro juvenil en España, enfocado desde sus vertientes sociales; y la posible visita de Su Santidad a nuestro país con ocasión del V Centenario del nacimiento de santa Teresa de Jesús.

Precisamente, el Rey le regaló a Bergoglio dos libros, uno con los escritos de esta doctora de la Iglesia y el otro con los de san Juan de la Cruz. Siempre como posible objeto de lectura, el Santo Padre le entregó al monarca un ejemplar de la Evangelii gaudium, junto a un medallón en bronce con la Plaza de San Pedro.

Todos los que tuvimos la oportunidad de estar presentes en esos momentos finales de la entrevista pudimos constatar que la “química” entre los dos personajes funcionaba a la perfección, con la refinadamente discreta colaboración de la reina Sofía, cuya elegancia en la misa de canonización ha merecido todos los elogios de los comentaristas; con la clásica mantilla y peineta españolas, vestida de blanco por un histórico privilegio de las reinas católicas, la nuestra demostró, una vez más, saber estar en su puesto.

“Saluden a sus hijos y a los nietos”, fueron las últimas palabras que les dirigió Jorge Mario Bergoglio.

En el nº 2.892 de Vida Nueva

 

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