Memoria y visiones para la canonización de dos papas

Hermanados en la santidad

Juan XXIII y Juan Pablo II, papas canonizados en abril 2014

 
PEDRO ALIAGA ASENSIO (TRINITARIO, HISTORIADOR) | La primera comunidad cristiana nos ha transmitido la noticia y la alerta de que Cristo lloró de pena por la incapacidad de saber reconocer el tiempo de la visita de Dios (Lucas 19, 44).

Palabras inquietantes, llanto del Esposo que debería estremecer las entrañas de la Iglesia de toda época, haciéndola velar, bien pertrechada de aceite en las lámparas y de vigilancia en las atalayas de la historia, siempre alerta para buscar la presencia del Dios que vino, que viene y que vendrá.

La canonización de Juan XXIII y de Juan Pablo II no es “una más”. El papa Francisco reconoce dos visitas de Dios a nuestra historia más reciente. Es una parábola de lo que el nuevo Papa se trae entre manos: tomando nota de lo que sus dos santos predecesores aportaron a la Iglesia, y actuándolo en su responsabilidad de papa, Francisco está enjugando las lágrimas de Cristo. Así, está renovando la fe de sus discípulos y dando una señal de esperanza al mundo.

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Juan XXIII: La primacía de lo pastoral

El dato fundamental de la vida y del mensaje de Juan XXIII es la primacía de lo pastoral, ciertamente como constatación biográfica de un personaje que se ha dedicado a ser pastor en la Iglesia en diversidad de ministerios y también como tensión constante y característica de la vida de quien ha vivido esos ministerios como respuesta a una llamada divina.

Pero aún más: Juan XXIII vivió todos y cada uno de sus cargos y oficios de forma extraordinaria para su tiempo, no anteponiendo nada a lo que la función pastoral de los mismos exigía; desde su excepcional responsabilidad al frente de la Iglesia universal, quiso hacer de su “estilo” una “forma de vida” para la Iglesia, para la vida cristiana, indicándola que su razón de ser es, precisamente, la evangelización.

La vida del papa Roncalli es la expresión concreta de uno de los requisitos fundamentales que debe tener un pastor de la Iglesia: el de saber levantarse hasta la altura de la mirada de Dios sobre los hombres, para poder así guiarlos hasta Él. Un pastor –especialmente, si se trata de un papa– debe mirar al mundo sabiendo que el campo del Señor es mucho más grande que el huertecillo de su casa.

En este sentido, hay que decir que Juan XXIII fue el primer hombre moderno sobre la cátedra de san Pedro. Llegó al papado tras haber estado en los escenarios más variados de Europa, tras haber convivido con experiencias muy diversas de cristianismo, tras haber vivido momentos trascendentales para la historia contemporánea.

Tuvo un conocimiento directo de hombres y de países, de Iglesia y de formas de ser Iglesia, de universos sociales, económicos, culturales y religiosos, que no admite comparación posible con ninguno de sus predecesores. Vivió todo ello siendo, esencialmente, un cristiano siempre fiel a la fe tradicional y robusta que recibió en su entorno familiar de sencillos campesinos lombardos, y un sacerdote que se sintió llamado a servir, según el Evangelio, a las personas concretas a las que encontró en su caminar, con humildad y dulzura, paciencia y alegría.

La clave de la vida y obra de Juan XXIII se encierra en una frase de su Testamento: “Lo que más vale en la vida es Jesús bendito, su santa Iglesia, su Evangelio… y, en el espíritu y en
el corazón de Jesús y del Evangelio, la verdad y la bondad, la bondad mansa y benigna, trabajadora y paciente, invicta y victoriosa”.

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Juan Pablo II: “Todo puede cambiar, depende de cada uno”

Un dato biográfico que es importante no perder de vista cuando se habla de Karol Wojtyla: se trata de un hombre marcado por la soledad. En sus funerales no hubo ninguna persona que pudiera reclamar un lugar especial como familiar suyo, ni siquiera lejano. Su hermana murió antes de nacer él, su madre cuando contaba 9 años, tres más tarde su hermano y su padre en 1941.

“A los 20 años había perdido a todos aquellos a quienes podría haber amado en esta vida”, recordaría en su vejez. Realidad que contrasta con la valentía, ciertamente impresionante, que caracterizó la acción de este hombre.

Karol Wojtyla fue estudiante, actor, obrero, escritor, seminarista, poeta, sacerdote, profesor, filósofo, deportista, obispo, cardenal, papa. Pasó por el mundo con una originalidad difícil de definir y claramente perceptible. Estuvo presente en los momentos y en los lugares más cruciales y dramáticos del siglo XX, conociendo directamente los horrores y los errores de los totalitarismos que marcaron al mundo; Wojtyla encarnó la resistencia, la libertad, el empuje hacia el futuro que el cristianismo lleva en su entraña y que se hace más evidente cuando el contraste con lo divino se acentúa. Su compromiso valiente se forjó al compás de la historia de la que formó parte, hasta ser el Papa que llevó a la Iglesia hasta el Tercer Milenio y uno de los actores más decisivos en la escena mundial de un cambio de era.

Su juventud estuvo marcada por la II Guerra Mundial, que comenzó precisamente en su patria y que se cebó en su pueblo, víctima –una vez más– de sus enemigos seculares: Alemania y Rusia. Karol tuvo una conciencia clara de los dramas que afligían a las personas y, especialmente, del intento de suprimir la identidad polaca mediante la represión y marginalización de su cultura, así como de la aniquilación del pueblo judío. En 1941, quedó completamente solo (tras la muerte de su padre), y sufrió los efectos de la pobreza, viéndose obligado a renunciar a los estudios universitarios.

Juan Pablo II fue, ante todo, un místico. Por eso lo eligieron papa. Tuvo una fe granítica alimentada por una oración a la que nunca antepuso nada y por una experiencia mística que impresionó por su autenticidad. Durante el cónclave, el cardenal Wyszynski lo definió como “un santo, un místico, un pastor”. Y Benedicto XVI ha recordado recientemente: “Lo que me impresionó en Karol Wojtyla, desde el principio, era su carácter de hombre de oración. Esto me convenció mucho”. Para contar la dimensión mística de la vida de Juan Pablo II, acudiremos a alguno de los los santuarios más importanes de su vida.

Seguramente, el más importante es el de Kalwaria Zebrydowska: una majestuosa iglesia con un anejo convento franciscano, a unos 40 kilómetros de Cracovia, en medio de bosques surcados por senderos en torno a los cuales hay capillas que recuerdan las estaciones del Vía Crucis y los principales misterios de la vida de Cristo y de María. Cuando Karol tenía 10 años, poco después de la muerte de JMJ en Czestochowa (1991) su madre, fue a Kalwaria con su padre, quien confió a su hijo a la custodia de la Virgen María ante una célebre imagen mariana que allí se venera. Karol Wojtyla sintió una especialísima devoción hacia este lugar, al que volvió siempre (hasta su último viaje a Polonia en 2002) para contemplar los misterios de Cristo y de la Virgen y para tomar las decisiones más importantes, especialmente durante el gobierno pastoral de la Diócesis de Cracovia.

El santuario de Kalwaria nos ilustra la centralidad de la oración en la vida, en la espiritualidad y en el magisterio de Juan Pablo II. Allí dijo, al principio de su pontificado, estas memorables palabras: “Quiero deciros a vosotros, y especialmente a los jóvenes, que no dejéis de orar; es necesario ‘orar siempre, sin cansarse’ (Lucas 18, 1), dijo Jesús.

Momento en que el papa Francisco anunció la fecha de la canonización de ambos papas:

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Pliego íntegro publicado en el nº 2.891 de Vida Nueva. Del 26 de abril al 2 de mayo de 2014
 

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