Octavio Paz y su apasionada búsqueda de Dios

Octavio Paz, poeta, ensayista, premio Nobel de Literatura 1990

Se cumple el centenario del nacimiento del gran poeta y pensador mexicano

Octavio Paz, poeta, ensayista, premio Nobel de Literatura 1990

Octavio Paz y su apasionada búsqueda de Dios [extracto]

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Octavio Paz (Ciudad de México, 1914-1998) es, como le ha definido acertadamente el novelista Juan Villoro, una “figura oceánica” que encarnó la conciencia crítica del siglo XX. Un intelectual que encontró en la poesía –Luna silvestre (1933) fue su primer libro– el modo preciso de indagar sobre quiénes somos y adónde vamos.

Con sus incontables ensayos de filosofía histórica y crítica literaria desarrolló el deber del sabio con su tiempo: supo, como pocos escritores, reflexionar sobre el sentido de vivir y la dignidad del hombre contemporáneo.

Octavio Paz fue, ante todo, un poeta –premio Nobel de Literatura en 1990– que en sus versos luminosos, profundos e innovadores abría las vetas que, más tarde, eran objeto de esos ensayos en los que reflexionaba con escepticismo acerca de los grandes interrogantes de nuestra existencia: el tiempo, el amor, la soledad, la muerte y lo trascendente.

Ante el centenario de su nacimiento, que se cumple el 31 de marzo, no solo hay que analizar la dimensión inabarcable de su obra, releer poemarios tan elocuentes como Libertad bajo palabra (1949) o rememorar la biografía del hombre que supo hacer frente a los totalitarismos del siglo XX. También es obligatorio explorar la conciencia trascendente de un hombre que protagonizó una apasionada búsqueda de Dios.

“La búsqueda de Paz es en esencia religiosa”, ha escrito J. M. Cohen. Así es. Tuvo, es cierto, una convulsa relación con el catolicismo, como describen las palabras del poeta Juan Malpartida, pero instaladas en un terreno común no del todo exacto: “Aunque dejó muy pronto de proclamarse creyente, fue siempre, ya que no religioso, sí espiritual. Una espiritualidad ajena a la teología. Las diversas teologías le interesaron como expresiones del mundo de las ideas y de las formas: también de los sentimientos ante el más allá. Le dieron que pensar, pero de creer”. Octavio Paz, poeta, ensayista, premio Nobel de Literatura 1990

No dejó de creer

Octavio Paz nunca fue ajeno a la teología, a lo trascendente, ni siquiera a lo católico. Nunca dejó de creer. Hay numerosos testimonios que lo demuestran. Están, primero, los calificativos. En su libro Itinerario (1994) expresa su disgusto cuando lo llaman “ateo” o “agnóstico”, porque se consideraba “un hombre abierto a lo trascendente”.

Alguna vez se denominó a sí mismo “pagano”, pero, cuando Carlos Castilla Peraza le preguntó por ello, dijo: “Es absurdo decirse pagano cuando se ha nacido dentro de una sociedad católica, en la que los valores en que se cree son cristianos o son consecuencia del cristianismo. Pero sí siento nostalgia del paganismo, sobre todo, por lo que tenía de tolerante. Ningún filósofo de la Antigüedad pensó que sus ideas, aunque le pareciesen verdaderas, le daban derecho para legislar sobre las creencias de los otros”.

Este acceso de lo pagano explica muy bien la postura de Octavio Paz ante la religión: “Para mí el cristianismo era el orden y la burguesía. Soy ‘hijo de mi siglo’ y mi rebelión juvenil tenía que ser obra de demolición”, explicó a Castilla Peraza. A él mismo le confirmó: “Mi rebelión fue contra la institución. Eran los años en que la Iglesia de España estaba muy cerca de Franco”. Paz, militante marxista-leninista, abjuró poco después del totalitarismo soviético.

Las entrevistas son, también, otra fuente para negar esa imagen de un Octavio Paz descreído. Castilla Peraza, precisamente, quiso saber: “¿Se siente usted hombre de fe, hombre de religión, hombre de Iglesia?”. La respuesta del poeta fue: “No lo sé. Mentiría si digo que lo sé. Yo sigo buscando. Alguien me deletrea…”.

Los poemas también son testimonio de fe. Este “alguien me deletrea” es un verso del propio Paz que aparece en uno de sus más bellos poemas, Hermandad, inspirado en una imagen metafórica atribuida al astrónomo Ptolomeo –“el cielo estrellado como una asamblea de almas inmortales”– que dice así: “Soy hombre: duro poco / y es enorme la noche. / Pero miro hacia arriba: / las estrellas me escriben. / Sin entender comprendo:/ también soy escritura / y en este mismo instante / alguien me deletrea”.

Ese “alguien” es indudablemente Dios, un Dios creador con el que anhelaba comunicarse. “En mí el sentimiento de lo sagrado es muy fuerte –escribió–. Creo que somos un fragmento de una totalidad y en ese sentido siento la fraternidad de todo lo que está vivo, pero también creo que algo que es mayor que nosotros nos envuelve y nos sostiene, aunque no podría darle nombre ni explicarlo”.libros de Octavio Paz

Lejano y distante

Cierto que, para Paz, ese Dios era lejano y distante, espectador, como puede leerse en ese poema titulado El ausente, que contiene un primer verso revelador de la búsqueda del poeta –“Dios insaciable que mi insomnio alimenta”– y continúa con indudable desolación ante su silencio: “Dios vacío, Dios sordo, Dios mío, / lágrima nuestra, blasfemia, / palabra y silencio del hombre,/ signo del llanto, cifra de sangre, / forma terrible de la nada”.

Sin embargo, en la poesía de Octavio Paz aparece otro concepto, la “otredad”, que remite también a ese Dios creador de todo lo visible y lo invisible. La “otredad” es Dios y su obra, un todo armónico, eterno, inmutable, que produce asombro, “estupefacción”, como escribe en El arco y la lira (1956).

Un episodio que vivió en Goa, en la India, expresa su vínculo con la fe: “En el centro de una civilización que no era la mía, entré en la vieja catedral. Celebraba la misa un sacerdote portugués. La escuché con fervor. Lloré. No sé todavía si redescubrí algo (…). Pero sentí la presencia de eso que han dado en llamar la ‘otredad’. Mi ser ‘otro’ dentro de una cultura que no era la mía. Mi identidad histórica. (…) No soy creyente pero dialogo con esa parte de mí mismo que es más que el hombre que soy, porque está abierta al infinito”.

Frente a lo inconmensurable, frente a ese Dios infinito, el hombre es, para Octavio Paz, solo tiempo. En Certeza, otro poema, escribió: “De una palabra a la otra / lo que digo se desvanece. / Yo sé que estoy vivo / entre dos paréntesis”.

Esa conciencia ante su misma muerte de extinción –“seré como ese vaso de agua que estoy tomando. Seré materia”– frente a la resurrección le impidió admitir que se había reencontrado, como decía, con “el camino sublime del cristianismo”, que reconocía y admiraba en la fe impetuosa del poeta Rilke, en la fuerza lírica por el Ser Absoluto del poeta Hölderlin o en el éxtasis expresivo de san Juan de la Cruz, sor Juana Inés de la Cruz –de quien era una auténtica autoridad– o de fray Luis de León. De ellos toma esa imagen recurrente en su poesía del vislumbramiento de “un Ser que es toda Belleza” y todo amor, como se lee en La llama doble (1993).

“Después de una apasionada búsqueda, como en círculos concéntricos –concluye el mexicano Raúl Espinoza Aguilera en su ensayo ¿Qué sabes sobre Octavio Paz?–, descubre a un Dios que no tiene principio ni final y es fuente de felicidad última”.

jcrodriguez@vidanueva.es

En el nº 2.881 de Vida Nueva

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