Muertos, nunca

Carlos Amigo, cardenal arzobispo emérito de SevillaCARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla

“No se trata de simples recomendaciones morales, sino de la obligación de asumir, como cristiano, todo aquello que conduce a la verdadera vida…”

Nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. Es una manera de decir, al modo del papa Francisco, de aquello de lo que san Pablo advertía a los cristianos de Corinto acerca de la fragilidad del vaso de barro que contiene la fortaleza de la gracia de Dios. Atribulados, perplejos, perseguidos, derribados… Pero ni aplastados, ni desesperados, ni abandonados, ni aniquilados. Jesús vigila y acompaña.

Superando la sensación de frustración y puertas sin salida, parece necesario el hacer un justo balance acerca de los recursos de los que se dispone y de las dificultades que hay que sortear para enfrentarse con ellas y vencer. No vaya a ser que tengamos la mano llena de posibilidades y el ánimo perezoso y encogido. Comunicándolo, el bien se arraiga, se desarrolla. La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. Así nos lo dice el papa Francisco en ese maravilloso cántico a la alegría del Evangelio que es la exhortación apostólica Evangelii gaudium.

Una de las causas más nobles por las que se puede dar la vida es el trabajo por construir la paz. En ello ha insistido mucho el Papa, especialmente en los días de Navidad y Año Nuevo. “La verdadera paz, decía el Papa, no es un equilibrio de fuerzas opuestas. No es pura fachada, que esconde luchas y divisiones. La paz es un compromiso cotidiano, y la paz es también artesanal, que se logra contando con el don de Dios, con la gracia que se nos ha dado en Jesucristo”.

Cuando el ángel del Apocalipsis se acerca a aquella persona y le dice: eres un hombre muerto, aunque camines tan erguido por la calle. Tus obras te delatan, pues no son precisamente aquellas que llevan a la vida, a la paz, sino que provocan divisiones, enfrentamientos y disgustos. El origen está en la codicia, en la soberbia, en la injusticia, en el olvidarse de la ley de Dios. Todo esto es muerte.

No se trata de simples recomendaciones morales, sino de la obligación de asumir, como cristiano, todo aquello que conduce a la verdadera vida. ¡Esto no es vida!, suele decirse cuando los malestares y las carencias acucian por uno y otro lado. ¡Si al menos tuviéramos un poco de paz! Es que, al mismo tiempo, la paz es manantial y encomienda de andar todos aquellos caminos que conduzcan a una buena armonía en la que resplandezca la justicia y el derecho, y que de todo ello puedan disfrutar los hombres y mujeres del mundo.

Una persona muerta es la que se deja atrapar por la indiferencia, ni siente ni padece. Ni llora al ver las heridas abiertas de los demás, ni aplaude con gozo y alegría porque las gentes viven en paz. No sabemos qué sinrazones son las que han “matado” a esa persona, pero tenemos el remedio para que pueda resucitar: escuchar y seguir a Jesucristo,
el Príncipe de la paz.

En el nº 2.881 de Vida Nueva.

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