Cuatrocientos años de El Greco, el pintor-teólogo

La Trinidad, cuadro de El Greco

En el aniversario de su muerte, perduran enigmas en torno a un artista que representó “el triunfo de la fe”

Cristo abrazado a la cruz, cuadro de El Greco

‘Cristo abrazado a la cruz’

Cuatrocientos años de El Greco, el pintor-teólogo [extracto]

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Cuatrocientos años de la muerte de Doménikos Theotokópoulos, El Greco (Candía, Creta, 1541-Toledo, 1614). Un año de exposiciones que hará de Toledo –donde vivió y pintó cuarenta años– una meca cultural. Un año, sin embargo, en el que, de nuevo, se atraviesan los enigmas que aún rodean la magnificencia de un artista que representó “el triunfo de la fe” como pocos.

Refinado y complejo, su figura está en constante relectura. En estos siglos le ha acompañado un armazón de adjetivos, concentrados a partir del siglo XIX, cuando es rehabilitado por Manuel B. Cossío como figura cumbre del arte español. Numerosos calificativos han tratado de constreñir su pintura: caprichoso, extravagante, loco genial, fundador de la escuela española, el Delacroix del Renacimiento, modernista, intérprete del alma española, padre del arte moderno, astigmático, demente y filósofo.

Hoy se ha desligado su figura de las tendencias religiosas minoritarias del siglo XVI –ascéticas y místicas– o de esas otras más institucionalizadas y canónicas que le retrataban como un pintor de la Contrarreforma. La revisión de su biografía hoy niega sus “prioritarias intenciones religiosas”, presentándolo como un artista-autor de simple visión comercial en un contexto –la España de 1576-77 a la que llega procedente de Italia– marcado por Trento y la promisión católica de Felipe II.

Gregorio Marañón, presidente de la Fundación El Greco 2014, junto a El Expolio

Gregorio Marañón, presidente de la Fundación El Greco 2014, junto a ‘El Expolio’

Algunos investigadores han dictaminado, incluso, “casi la seguridad de su ausente religiosidad”, alejando al pintor de su obra, al hombre de la fe. No es cierto. Fernando Marías –el mayor conocedor de su trabajo– afirma que “El Greco podría haber sido un tibio, un incrédulo, un agnóstico, un libertino erudito, un cristiano ortodoxo o un católico sui generis, pero cada una de sus obras tienen su propia significación, jamás reductible a su propia personalidad con sus más personales creencias”.

Alguna razón lleva: es la propia obra la que habla por sí misma. Y es una obra marcada por el Evangelio. Y ese Evangelio no puede ser tan ajeno al hombre, al pintor, al intelectual, que lo ha recreado.

Esa concepción de El Greco a partir de una interpretación fiel de sus obras no es ni exponente de un impulso místico exaltado –como se interpretó en la conmemoración del 300º aniversario de su muerte–, ni tan siquiera puede usarse ya de ejemplo de la divulgación tridentina. Aunque se ha aludido a ello como mera anécdota, hay un cuadro cuya peripecia revela un Greco que, en el seno de lo eclesiástico, no es, sin embargo, referente de la Contrarreforma: el Martirio de San Mauricio y la legión tebana (1582).

La razón principal del viaje a España del pintor fue su participación en el ambicioso programa pictórico que Felipe II había concebido para El Escorial, como espejo de la Contrarreforma para “conmover el alma del fiel, moverle a la oración y darle un ejemplo sublime: la entrega de la vida en defensa de la auténtica fe”.

El rey encargó a El Greco el cuadro para una de las capillas de la basílica, pero el monarca lo relegó a la “sacristía de capas” porque no le gustó. El Greco había preferido destacar a un san Mauricio convenciendo a sus compañeros para que permanecieran fieles a Cristo y desplazó el relato de su martirio a un plano lateral. Había preferido apelar al intelecto antes que al corazón.

El entierro del conde de Orgaz, cuadro de El Greco

‘El entierro del conde de Orgaz’

Religiosidad inteligente

Este simbolismo no es vano en la trayectoria del cretense. En El Greco y sus patrones (Akal), el hispanista Richard G. Mann pone en perspectiva esta atracción del pintor por una religiosidad inteligente antes que afectiva. “Si seguimos dando por válidos los presupuestos de Lafuente Ferrari –escribe–, El Greco se propuso insertar en España lo que pensaba era la ‘esencia’ de la pintura de su tierra: representar en forma y color lo invisible, lo inteligible, pero esta vez de manera viva e ilusionista, con un sentido de presencia inmediata; en otras palabras, presentar la evidencia de lo sobrenatural”.

Si bien se convirtió en manierista, en el fondo no abandonó el credo artístico de la pintura bizantina: la representación de lo trascendental e intemporal y no lo humano y pasajero.

El Greco se quedó fuera del marco contrarreformista de El Escorial –el rey no lo volvió a contratar–, como también quedó olvidado por el cabildo catedralicio de Toledo tras El expolio y su litigio por el pago y su fidelidad tridentina. Aun así, estuvo lejos de abandonar la temática religiosa. Su taller pasó a producir retablos completos para el arzobispado toledano: parroquia de Talavera la Vieja (Cáceres), capilla de San José y colegio de San Bernardino de Toledo, iglesia del Hospital de la Caridad de Illescas o el colegio de la Encarnación de Madrid.

“Podría leerse como un ejercicio personal de teología, en el que la figuración pictórica permitía un determinado conocimiento de Dios y de sus santos –escribe Marías–; dependerá de dónde coloquemos al artista, si en sintonía espiritual con su contexto de adopción o siempre independiente de él, y más en consonancia con las ideas por él expresadas; o más próximo a lo que por entonces se comenzaba a definir como libertino-erudito”.

La Trinidad, cuadro de El Greco

‘La Trinidad’

En lo que concluye Marías es que “si todos estamos hoy de acuerdo, no obstante, respecto a su capacidad de mover nuestros sentimientos religiosos a partir de sus lienzos, en su propio tiempo su ofrecimiento en este ámbito no obtuvo la respuesta unánime que cabría haber esperado. Sí la obtuvo, en cambio, respecto a su autoría y originalidad como creador, reconocible en su forma de expresarse con sus pinceles y sus formas”.

También en lo teológico fue un adelantado a su tiempo. Tanto sus iconografías, que, a menudo, culminaba con representaciones epifánicas en las que la divinidad irrumpía en el mundo terrenal, como ese ideal de belleza que representaba “la ascensión de la mente hacia Dios”. Ambos, iconografía y concepto de belleza, testimonian “las devociones de la época y la captación de sus propuestas por sectores de fieles que todavía han de estudiarse en profundidad”, según Marías, comisario de la exposición El griego de Toledo, que se inaugura en marzo en la capital castellano-manchega.

“Es probable que El Greco trabajara para segmentos muy específicos de la sociedad toledana –añade–, con presupuestos ideológicos específicos que el pintor compartiría en algunos casos”. Es esta una presunción que apunta a los potentados conversos toledanos o a grupúsculos erasmitas, aunque lo indudable es que el pintor siempre se rodeó de intelectuales como Luis de Castilla, notables humanistas muchos de ellos, como Antonio de Covarrubias, Jerónimo de Cevallos y fray Hortencio Félix Paravicino. Simplemente, puede que su fe estuviera más cerca de Dios y de los hombres que del Concilio.

jcrodriguez@vidanueva.es

En el nº 2.879 de Vida Nueva.

 

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