OBITUARIO: Manuel de Unciti, periodismo desde el Evangelio

Manuel de Unciti, sacerdote y periodista fallecido enero 2014

Manuel de Unciti, sacerdote y periodista fallecido enero 2014

JOSÉ LORENZO | De Manuel de Unciti, sacerdote donostiarra fallecido el 3 de enero, en Madrid, a los 83 años de edad, se han dicho muchas cosas en estos días, y muy buenas. Quizás demasiadas para el gusto de unos pocos blanqueadores de sepulcros.

Pero lo cierto es que, como se ha visto en distintos medios de comunicación, a pesar de llevar años recluido en su casa, atado a una bombona de oxígeno que no le hizo perder el humor, ni la sonrisa, ni la curiosidad intelectual, ni mucho menos su extraordinaria capacidad de amar, la memoria colectiva no puede traicionarse y ha rescatado algunos hitos biográficos de este sacerdote singular, más apegado al Evangelio que a las consignas y, por tanto, defensor y degustador de la libertad que aquel trae consigo.

Para él, en el plan de Dios, no cabía hacer un ser humano que no estuviese dotado de libertad. Él actuó en consecuencia, pero algún escriba tomó nota. Aun así, dio por buena –y difundió con pasión en libros y conferencias– la opción de que la verdad te hace libre, una dicha que, al menos en apariencia, le liberó de rencor, para disgusto de otros.

De él se ha destacado que fue un maestro de periodistas. Y se dice verdad. Tras su ordenación sacerdotal en 1954, amplió estudios en Roma y París. De regreso, con la generosidad de miras que daba el haber visto el otro lado de los Pirineos y respirar los aires que barrían el continente, estudió Periodismo en la Escuela Oficial de Periodismo.

Allí conoció a otros alumnos, con los que se fue a vivir a un piso. Fue el germen de lo que sería la Residencia Azorín, una vivienda en el madrileño barrio de Chamartín por la que, a lo largo de cuarenta años, desfilaron unos 300 jóvenes que, casi sin darse cuenta, a la vez que aprendían el oficio, iban asentando en argumentos más que en jaculatorias una fe que no siempre llegaba en las mejores condiciones.

Aquellas “generaciones Azorín” salieron a los medios pertrechadas con una clara conciencia de servicio y de que si la información es poder, este tiene que usarse en favor de la dignidad humana. En dos palabras: periodistas cristianos. Cristianos, que no cretinos, distinción que aún no acaban de entender tantos medios generalistas, aunque no siempre quepa culparles solo a ellos.

Aquella residencia, como se ha destacado, fue un “foco de cultura democrática” en los estertores del franquismo y en la Transición. Los debates y tertulias que aquellos muros hoy demolidos escucharon sobre todo lo divino y lo humano se convirtieron en una asignatura no reglada en la que muchachos de toda condición velaron armas y que les hizo descubrir que el diálogo es siempre el camino más transitable entre dos asperezas.

“Sembrador y semilla”

De aquella casa –de la que también han salido cineastas, poetas, escultores, fotógrafos…– era Unciti el catalizador, el padre (en todos los sentidos), el confidente y confesor, el profesor, pero también el alumno de tanta vitalidad juvenil cuando a él ya se le escapaba, el firme instructor o el sugerente moldeador… “Sembrador y semilla”, como le definió el poeta y exresidente José Manuel Suárez.

En aquella atípica parroquia fue donde, en realidad, “el cura Manolo” se sentía más realizado en su ser sacerdotal. Todo lo demás eran afluentes de lo que nacía peñas arriba, en el “hondón del alma” –como decía–, en su condición de ministro de Jesucristo.

También esto se ha apuntado, pero quiero subrayarlo porque, ante todo, le gustaba decir que era cura, y le asomaba un brillo especial cuando añadía “y misionero”. Aunque nunca pasó demasiado tiempo en misiones, durante más de tres décadas se consagró a la animación misionera como secretario nacional de la Obra Pontificia de San Pedro Apóstol, de las OMP. En cierta ocasión, una delegación de la poderosa Misereor de Alemania –obra católica de ayuda al desarrollo– visitó la sede española de OMP y se marchó con ese desconcierto tan germano al observar que él, junto con dos jóvenes residentes, componían el exiguo equipo que lograba dinamizar las distintas campañas que daban soporte a la labor, entonces, de más de 20.000 misioneros.

A su manera sí sabía que era un auténtico misionero, pero en el Primer Mundo. Antes de que viese la luz el concepto de nueva evangelización, él la venía aplicando en una residencia que nunca fue del todo bien vista por la jerarquía eclesiástica. Paradójicamente, cuanto más conciliar era el proceder de Unciti, más sospechas levantaba.

Presentó la fe con palabras llanas a unos jóvenes que lograron entender que esa religión que se presentaba y vivía con más pesar que alegría era, en realidad, una declaración de amor a cada hombre y mujer. Hoy ya se puede decir que el que se escoraba peligrosamente no era él. Su proceder provocó los recelos de los mismos que ahora se escandalizan con Francisco, cuya elección le llenó de esperanza, aunque, para su carácter, le parecía que iba demasiado lento con las reformas anunciadas.

Quizás intuía que llegaba tarde para él esa Iglesia desclericalizada que anuncia este Papa, por la que él suspiró tantos años y que, a la postre, una porción de la misma fue la que le acompañó, cabizbaja, el pasado día 4, en el último adiós a este cura, bueno entre los mejores.

En el nº 2.877 de Vida Nueva.

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