Tribuna

Sensibilidad con sabor a encuentro

Compartir

ALBERTO FERNÁNDEZ DEL PALACIO, SJ | Estudiante jesuita

“La misericordia es la lente con que deseas retratar a los pobres invisibilizados. Tu mirada se afina, no está desenfocada. El zoom se aproxima a la fragilidad, y se topa con innumerables destellos de dignidad…”.

¡Impresionante Francisco (porque impresionas)!

La sintonía de comunión se convierte ahora en carta. Supongo que andarás bastante atareado. Por eso mismo, no quisiera añadir trabajo a tus dedicaciones. Quizá puedas arañar un puñado de minutos en tu apretada agenda para leer estas líneas. Con esa esperanza inocente las escribo. Puede que no sean del todo importantes, pero sí cuidadosamente sinceras.

El Espíritu Santo volvió a hacer de las suyas. El voto orante de nuestros hermanos cardenales te convirtió automáticamente en el jesuita más mediático de este siglo. También, por ello, en el más expuesto. Te agradezco enormemente que tu pontificado esté siendo transparente mediación. En concreto, de Aquel que se expuso como nadie por amor a los hombres y a las mujeres de nuestro mundo, en cualquiera de los tramos de su historia.

Cada día pido valentía evangélica para tu misión inédita. Cada día pido fidelidad sincera para nuestra Iglesia universal. Porque solo la transformación de la sensibilidad permitirá la espontaneidad de actitudes nuevas. Y, en este sentido, noto que estás suponiendo una modificación de sensibilidad crucial, tanto en la Iglesia como en el mundo.

La fotografía es ahora otra, cambia la perspectiva. La misericordia es la lente con que deseas retratar a los pobres invisibilizados. Tu mirada se afina, no está desenfocada. El zoom se aproxima a la fragilidad, y se topa con innumerables destellos de dignidad. No hay trampa ni cartón, tampoco photoshop. La imagen refleja compasión fraterna. Y esto nos remueve, y esto nos enseña.

Pero, en realidad, y ahora que lo pienso, ¿quién soy yo para escribirte una carta? Preferiría poder prestar la palabra a otros. Me encantaría saber escribir la carta de los que no escriben. ¿Podrá olvidar aquel preso, el del tatuaje en el pie derecho, el medio minuto en que te arrodillaste para lavarle? ¿Qué inmigrante no recuerda todavía la emoción contenida durante tu visita inesperada a Lampedusa?

¿Quién soy yo para escribirte una carta?
Preferiría poder prestar la palabra a otros.
Me encantaría saber escribir la carta de los que no escriben.

¿Cómo describir la incredulidad del tumulto humano bajo la lluvia en aquel anochecer de marzo, cuando se percataron de tu impactante sencillez en el balcón vaticano? ¿Cómo explicar el gozo de cada enfermo que insistes en abrazar con todo el afecto de que eres capaz? ¿Qué te querrán contar todos esos miles de alejados de la fe que encuentran en ti suficientes motivos para volverse a aproximar? Es envidiable cómo la enorme fecundidad de unos cuantos gestos tuyos sigue alumbrando múltiples senderos de imitación de un Cristo pobre y cercano, divino y humano.

Yo también soy ellos. Algo tengo de preso, de inmigrante, de tumulto, de enfermo y de alejado. Y personalmente, vivo, creo y sueño en Iglesia. Y no me avergüenzo. Por eso, hay dos cosas que quisiera comentarte. Así, casi, casi confidencialmente.

Lo primero que se me ocurre es que, viviendo a la defensiva, perdemos un montón de oportunidades de acoger. Digamos que sobran inercias de exclusión. Sospecho que urgen bastantes más dinámicas de inclusión. De lo contrario, ¿cómo podrá lograr abrazar la Iglesia, en su condición de madre, a todos los hijos de Dios en la Tierra? Además, ¿no existe la comunidad cristiana para la expansión y para la alegría? ¿Por qué nos empeñamos entonces en escondernos y en lamentarnos?

Mi segunda intuición es que la “necesidad de ser” debería primar sobre el “ímpetu de hacer”. A menudo detecto en ambientes eclesiales cierta obstinación en mantener cargos, privilegios y reconocimientos. Curiosamente, nuestra posesión más valiosa es, en realidad, el desprendimiento.

En este sentido, me parece tremendamente saludable no confundir la grandeza de la gente (individualmente, creyente o no) con la grandiosidad de los bienes (tema siempre tan escabroso). Pienso que la primera deberíamos potenciarla más; creo que la segunda se debería retener menos.

También es deseable conseguir distinguir entre la valiosa pequeñez creciente del Reino y la mediocridad conformista y acomodada de sus moradores. De hecho, a veces da la impresión de que ciertas obsesiones de rancia cristiandad impiden el nacimiento de prometedores brotes de cristianismo. Y resulta que, al mismo tiempo, solemos temer el rechazo público y la persecución social (pero olvidamos enseguida que a Jesús le mató su pueblo en una cruz).

También me entristece que, a menudo, malgastemos energías en naderías, o que se nos degrade la credibilidad, o que se nos deteriore la vocación, o que se nos contamine el testimonio… Y es que ¡cuántas veces nos distraemos de lo esencial: el seguimiento de Jesús de Nazaret, Salvador de la Humanidad, Hijo de Dios-Amor!

La “necesidad de ser” debería primar sobre el “ímpetu de hacer”.
A menudo detecto en ambientes eclesiales
cierta obstinación en mantener cargos, privilegios y reconocimientos.
Curiosamente, nuestra posesión más valiosa es el desprendimiento.

Vivir supone caminar, y este camino se recorre a ritmo de gratuidad, propia de quien se sabe enteramente para los demás; a ritmo de humildad, propia de quien se sabe sanamente limitado; y a ritmo de confianza, propia de quien se sabe acompañado de estima. Ojalá el auténtico criterio de nuestra felicidad fuesen las bienaventuranzas…

Y tú nos lo sueles recordar: tenemos una misión. Somos misioneros. Es verdad. ¿Alguna preferencia? Pues sí. Me decanto por la “pastoral del encuentro”. Algo así como vivir cada encuentro con pasión. Algo así como remitir cada “encontrado” a la Pasión. Esto supone celebrar el saludo con el conocido tanto como desear salir al encuentro de lo(s) desconocido(s).

Si nos amordaza la indecisión, estaremos secuestrando el Evangelio. Si nos maniata el temor, la Buena Noticia se sentirá acorralada. Los días de hoy, como lo han sido durante todos los siglos, son de “tiempo favorable”. En los cinco continentes. Por eso, Francisco, ganamos con tu servicio al frente de la Iglesia. Sabes transmitir que la Noticia de Jesús sigue siendo Buena hoy también… y es de agradecer.

Heredas al modo de Pedro la enorme y variadísima comunidad que es la Iglesia. ¡Cuánto bueno en estos dos milenios! Ningún cristiano debería descuidar el agradecimiento para con los cientos de miles de creyentes anteriores. Pero, mirando hacia el futuro, me doy cuenta de que algún día otro hermano nuestro en la fe se convertirá en el próximo obispo de Roma. En este sentido, no oculto una curiosidad indiscreta. ¿Has encontrado algún rato en estos meses para imaginar esa transición? ¿Intuyes si este cambio de sensibilidad en el estilo de servicio encontrará continuidad en tu sucesor o, por el contrario, nos dejará tu despedida con el sabor de la utopía posible en los labios del corazón?

Sea como fuere, “ruego a la divina y suma bondad a todos quiera dar su gracia cumplida para que su santísima voluntad siempre sintamos, y aquella perfectamente cumplamos”, que diría aquel peregrino de Loyola… (A Ignacio le gustaba despedirse así cuando escribía a gente apreciada. Por eso la rescato ahora para esta despedida. No le falta validez a su ruego, aun cuando su redacción nos pueda sonar a pasado).

Y, mientras avanza esta misión de formación en Salamanca, te mando un abrazo de hermano y compañero.

En el nº 2.874 de Vida Nueva.