Divagaciones sobre el tiempo

MONSEÑOR FABIÁN MARULANDA, Obispo emérito de Florencia

Acercándonos al fin de este año, me ha dado por pensar en “el tiempo”, ese concepto abstracto del que se dice que no es otra cosa que la duración de un ser en la existencia. Y comienzo por lo más elemental: por la importancia de un minuto. ¿Qué tan importante es un minuto? Si son tantos los que perdemos elevando globos, pensando tonterías o imaginando el día en que nos ganemos la lotería. O simplemente echados en la cama cuando se agota el sueño. Los 60 minutos de una hora se convierten en 1.440 al terminar un día y en 525.600 al concluir el año. Hagamos entonces la cuenta: si yo tengo 40 años, y cualquiera los tiene, he vivido 21.024.000 minutos sobre el planeta tierra. Y de estos, ¿cuántos puedo considerar debidamente aprovechados? ¿Quizá la mitad o al menos una tercera parte de ellos?

Sin embargo, una de las expresiones que más se escucha decir a la gente es: “No me queda ni un minuto”. Pobrecito él y pobrecita ella: no les queda un solo minuto para una actividad distinta a la de la rutina diaria. Nadie duda de que el tiempo es algo muy relativo y de que muchos se han ocupado de pensar en su naturaleza. ¿Qué es el tiempo? ¿Cuál es su valor? Para algunos, el tiempo es oro: es la cosa más valiosa que una persona puede gastar. Para otros, el tiempo es un recurso no renovable; nosotros matamos el tiempo, pero él nos entierra.

El autor del Eclesiastés se atormentó con éste y muchos otros pensamientos. “Me puse a considerar la tarea que Dios impone a los hombres para humillarlos. Todo lo que él hace llega a su tiempo” (3, 10). “Hay bajo el sol un momento para todo, y un tiempo para hacer cada cosa: tiempo para nacer y tiempo para morir, tiempo para  llorar y tiempo para reír, tiempo para buscar y tiempo para perder, tiempo para callarse y tiempo para hablar, tiempo para la guerra y tiempo para la paz. Al final: ¿qué provecho saca uno de sus afanes?” (3, 1-9).

¿Qué es pues el tiempo? ¿Cuánto vale un minuto en la vida? Si nadie me lo pregunta, yo creo saberlo; pero si tuviera que explicárselo a alguien, no sabría cómo hacerlo.

Un  amigo me daba este consejo: no le pidas nunca un favor a una persona desocupada porque no tiene tiempo; pídelo al que vive siempre ocupado que sacará tiempo para hacértelo. Y es verdad: los desocupados tienen ocupados todos sus minutos en el más dulce de los pasatiempos que los latinos llamaban el dolce fare niente  (el dulce hacer nada).

Sin minutos

Otros, los más jóvenes, han encontrado una nueva forma de perder los minutos pegados de un celular, un Blackberry o una tableta. Pero curiosamente, a ellos también se les acaban los minutos y recurren al mensaje de texto: “llámame, porfa, que se me acabaron los minutos”.

Con lo que llegamos a la conclusión de que en materia de tiempo tan importante es un año como un minuto.

Y más importante cuando se piensa que la vida se puede perder en un minuto, por lo que más vale perder un minuto en la vida que perder la vida en un minuto, como leemos en los sitios difíciles de las carreteras. Y así terminamos aceptando que más importante que la vida toda es un minuto.

Si trasladamos la reflexión a la otra vida, vemos que la imaginación se agota en un minuto y terminamos devolviéndonos a la presente en la que, al menos, la imaginación nunca se agota; porque siendo “la loca de la casa”, siempre está ocupada y con permiso para meterse en el rancho ajeno. Ahora me asalta una duda: ¿será verdad que uno puede ganarse la eternidad en un minuto?  Eso, al menos, fue lo que encontré en una revista piadosa llamada minutos de amor. Pero en la vida hay también minutos de pánico, minutos de miedo y minutos eternos.

Concluyo con una pregunta: ¿qué valor tiene un minuto? ¿Cuántos minutos perdiste leyendo esta nota escrita para no perder del todo unos minutos?

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