Elena Poniatowska, periodista, mujer, mexicana y católica

Elena Poniatowska, escritora mexicana, Premio Cervantes 2013

Obtiene el Premio Cervantes, siendo la cuarta mujer en 38 años y el quinto premiado mexicano

Elena Poniatowska, escritora mexicana, Premio Cervantes 2013

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | En México no se puede hablar de cultura sin nombrar a Elena Poniatowska (París, 1932), la cuarta mujer en ganar el Premio Cervantes. Antes que ella, solo lo hicieron María Zambrano (1988), Dulce María Loynaz (1992) y Ana María Matute (2010). “Este premio es muy importante para mí, pero también para mi país y para las mujeres, porque solo cuatro lo hemos ganado en 38 años”.

Comprometida políticamente y forjada en el periodismo, Poniatowska es conocida tanto por sus entrevistas, crónicas y novelas, como por su contumaz militancia en la izquierda, sobre todo desde su presencia al lado del candidato Andrés Manuel López Obrador en las elecciones de 2006 y 2010. “Apoyé a López Obrador por idealismo, en ningún momento busqué un puesto político. Lo apoyé por un sueño, por convicción, creí en su propuesta y no me arrepiento. Lo volvería hacer, a pesar de todo lo que me dijeron”, sigue diciendo Poniatowska, que toma el relevo de otros cuatro autores mexicanos con el Cervantes: Octavio Paz, Carlos Fuentes, Sergio Pitol y José Emilio Pacheco.

La “princesa roja”, como también se le conoce por su descendencia del último rey polaco –su padre, el príncipe Jean Evremont Poniatowski Sperry, se casó en París con Paula Amor de Ferreira, una mexicana exiliada en Francia–, llegó a México en 1942, después de cruzar el Atlántico en un barco repleto de exiliados españoles: “Cuando llegué a México, yo tenía diez años. Era un México muy cálido, muy chaparrito, lleno de gente dulce. El de ahora es un México grande, agresivo y cargado de vicios”, dice, antes de añadir: “Ahora, con 81 años, soy más mexicana que el mole”, afirma.

Por eso mismo, por ese viaje, explica rápidamente, “le voy a dedicar el premio a México”. Un país que, como admite a continuación, “vive un momento complicado. Estamos muy divididos por las luchas políticas internas y por la violencia del narcotráfico”, dice la periodista, que conoció el éxito con una novela leída y releída: La noche de Tlatelolco (1971), sobre la matanza estudiantil de 1968. Su última novela es Leonora (Premio Biblioteca Breve, Seix Barral, 2013), sobre la pintora surrealista Leonora Carrington, una más de las mujeres pioneras que aparecen continuamente en los libros de la periodista.

Como Jesusa Palancares, la heroína de la historia mexicana del siglo XX y protagonista de Hasta no verte, Jesús mío (1969), la primera de sus novelas, Poniatowska podría decir: “Para mí no existe el miedo. ¿Miedo a qué? Solamente a Dios”. Porque la periodista, que comenzó su carrera en 1954 en el periódico Excelsior, es católica.

En Hasta no verte, Jesús mío, va a describir el entierro del joven Refugio Galván. El entierro como ceremonia y como es en México: como fiesta. A Dios vuelve lo que es suyo. Y en este libro, la representación de Dios se manifiesta a través de la aparición del Niño de Atocha –a la que como mexicana le guarda una gran devoción–, a veces como un niño de seis años o como un joven de unos veinte. Como Palancares, también podría confesarle: “Yo reconozco que la hoja del árbol jamás es movida sin la voluntad de Dios”. Elena Poniatowska, escritora mexicana, Premio Cervantes 2013

A Dios presente

Poniatowska siempre tuvo a Dios presente en su vida y su obra. Aunque en la fe no se diluya su espíritu crítico. A Diego Rivera –aún en los años 50, una de sus primeras entrevistas– le reprochó su ateísmo. “Pero maestro, nos falta siempre algo por obtener, y eso a lo cual aspiramos desde lo más profundo de nuestro ser eternamente incompleto, es Dios”.

Eran los años en los que escribía su primer relato de ficción, Lilus Kikus (1964), una niña del realismo mágico que mira hacia el mundo de los mayores: “A Lilus le preocupa cómo entrar en el cielo –escribió–. No es ninguna hereje. Sabe que el cielo es un estado, un modo de ser, y no un lugar… Pero siempre, desde chiquita, pensó que Nuestro Señor está más allá de las nubes. Allá arriba. Y que, para llegar hasta Él, tiene uno que ser avión, ángel o pájaro. A medida que el pájaro Lilus iría subiendo por el cielo, Dios iba mirándolo. Y, en cierto punto de su vuelo, la mirada de Dios era tan intensa que bastaba a convertirla en paloma de oro, más bella que un ángel”.

Más marcado este catolicismo en su primeras obras, a partir de los años 70, sin embargo, fue quedando más diluido, o como sucede con Alice Munro, la escritora canadiense y anglicana galardonada también este año con el Premio Nobel, en el fondo lo que hace es siempre escribir sobre un cristianismo de fondo, no tan evidente.

En 2007, cuando aún estaba a lado de López Obrador y el Partido de la Revolución Democrática (PDR), tuvo que ver como simpatizantes de su propio partido irrumpieron en la catedral de México para protestar contra el cardenal Norbeto Rivera, a quien algunos consideraban que apoyaba la campaña del presidente Felipe Calderón. “Provocar situaciones así con la religión es un gravísimo error. Hay que respetar las creencias”, pidió al tiempo que, por primera vez en público, se declaró católica practicante. Era la primera vez, pero también algo que sus lectores ya sabían.

Un híbrido

El poeta y crítico literario Carlos Castañón la describe pródigamente: “Desde este horizonte, Elena Poniatowska se destaca con vivacidad y vitalidad con su aura de ciudadana con pluma en ristre, bien ganada desde La noche de Tlatelolco y Fuerte es el silencio. Con su cristianismo no tan soterrado, con su práctica y religión de la solidaridad civil de la cual ha sido oficiante, cronista, coro, editora, apuntadora, narradora, reportera, entrevista, novela, cuento, poesía y verso, como aquellos que ya publicó hace años cuando casi era niña en la revista católica Ábside”.

Y llega a decir: “Elena, nuestra Elena, es un híbrido de Simone Weil y de Jean Daniel o, para acercarnos más aquí, de Frida Khalo y de Manuel Payno, o si se prefiere, de Carlos Fuentes”.

Ese cristianismo no tan soterrado al que alude Castañón es visible, por ejemplo, en su admiración por “sacerdotes excepcionales”, como el obispo Sergio Méndez Arceo, que fue obispo de Cuernavaca y símbolo de la Teología de la Liberación. “Al llegar a su diócesis, el 30 de abril de 1952, todo cambió en Cuernavaca –escribió–. En la capilla colonial de San José, se dieron misas singulares con mariachis que congregaron multitudes. No solo Cuernavaca quería a don Sergio, todo México corría a verlo y él les devolvía su cariño a los fieles y a los no tan fieles. Sus homilías hicieron época. Escucharlo hablar desde el púlpito era una fiesta”.

Quizás también sea el mismo catolicismo que le hizo a Poniastowska destacar, salirse de lo que era la norma cuando la prensa tenía prohibida reflejar la miseria del país. Era ya “princesa roja” mucho antes que López Obrador: no le importó salirse de la comodidad y simpatizar con los más desfavorecidos.

“En mi caso, había mucha censura –ha llegado a decir–. Empecé a tratar a los mexicanos más pobres, a los mexicanos sin ninguna posibilidad. Conocí a Jesusa Palancares, la soldadera que estuvo en la revolución mexicana. Lo mejor que me sucedió fue ir a las cárceles. Esa es la mejor lección para un escritor. Los presos están deseosos de contar su propia vida, su prodigiosa vida de verdades. Estaba ahí, atenta, nunca los contradecía. Y el grupo se hacía cada vez mayor. La gente está dispuesta a contar relatos de vida y con estos puedes hacer periodismo”. Porque, pese al Cervantes o no, Poniatowska es, antes que escritora, simple periodista, mujer y mexicana.

jcrodriguez@vidanueva.es

En el nº 2.873 de Vida Nueva

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