Regoyos, el pintor franciscano

La iglesia de Lezo, de Darío de Regoyos

Exposiciones en Asturias y Bilbao inician la conmemoración del centenario del pintor impresionista, antes de la antología del Thyssen

autorretrato de Darío de Regoyos

‘Autorretrato’

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Darío de Regoyos (Ribadesella, Asturias, 1857-Barcelona, 1913) fue el gran pintor impresionista español, “un Quijote que luchó por la honestidad y la libertad en el arte, al que casi crucificaron en la España de su tiempo”, afirma Juan San Nicolás, quien lleva más de treinta años indagando en su obra y vida.

También es el comisario de la exposición Darío de Regoyos. La aventura impresionista, una antología con la que el Museo de Bellas Artes de Bilbao conmemora el centenario de su muerte. La muestra viajará ampliada, el próximo año, al Museo Thyssen-Bosnemiza, en Madrid y, después, al Carmen Thyssen, de Málaga.

“Fue un adelantado de su época, un rebelde, trabajó a contracorriente de las tendencias dominantes en el arte español. Fue el único pintor que participó en tiempo real del preimpresionismo y saltó de sus postulados a los del postimpresionismo, dejando una hermosa huella puntillista”, añade San Nicolás.

La historia, poco a poco, le está poniendo en su lugar: entre los genios de la pintura española. Eso es lo que pretende también el Museo de Bellas Artes de Asturias, en Oviedo, con otra exposición, Darío de Regoyos: el álbum vasco, que expone cuatro óleos y, por primera vez, la serie de quince litografías de paisajes vascos pintadas en 1897.

“Fue una personalidad libre, dueño de una obra que se anticipa a las ideas estéticas y humanistas de los intelectuales del 98”, según Alfonso Palacio, director del museo ovetense.

De él escribió José María de Areilza, cuyo padre fue íntimo amigo del pintor: “Regoyos era un hombre independiente, de poca o ninguna apetencia crematística, de escasa salud y con un fondo melancólico acentuado que pesaba sobre su ánimo”. Curioso, extrovertido, alegre, simpático, polifacético, sociable… y familiar, como decía Areilza.

La iglesia de Lezo, de Darío de Regoyos

‘La iglesia de Lezo’

También “pintor infatigable y a ratos angustiado, que fue poco apreciado, cuando no rechazado, por la crítica oficial en nuestro país”. De pocas ventas, murió en la miseria. “Evolucionó con enorme ímpetu desde el academicismo inicial y la época negra y pesimista hacia un arte de luz y de color que rompía con las normas convencionales”, explica San Nicolás, que trabaja en un catálogo que ya supera las 750 obras.

Básicamente paisajístico, abundan en él las pinturas de temática religiosa: iglesias, procesiones, vírgenes, noche de difuntos, oratorios… Como Viernes santo en Castilla (1904), una de sus obras más conocidas, expuesta en Bilbao, en la que un tren cruza un puente de piedra, mientras que, bajo su arco, discurre una procesión. Es la más emblemática de su fe religiosa, que le llevó a plasmar en su pintura una necesidad de adaptación de la Iglesia a los nuevos tiempos.

Para Miguel de Unamuno, Regoyos, junto a Ignacio Zuloaga, representaba “una visión específica y diferencial de España, que consistía en la austeridad, la gravedad y un hondo sentimiento de catolicidad”.

Sin embargo, Zuloaga era agnóstico, lo cual le llega a reprochar en una carta el propio Regoyos, feligrés de la parroquia de la Asunción, en Rentería, donde bautizó en 1898 a su hijo Luis María, el mayor de los seis que tuvo con Henriette de Montguy: “Estoy en que para hacer arte religioso hay que sentirlo y hasta tener creencias”, escribió a Zuloaga a propósito de los bocetos que le había enviado de una escultura de san Francisco en la que estaba trabajando a partir de la famosa talla de Pedro de Mena.

Arte identitario

Aun con su mirada siempre crítica, en el ánimo de Regoyos estaba la intención de destacar, y hasta reivindicar, el peso de lo religioso, no ya en el paisaje, del País Vasco o Castilla –que fueron siempre sus preferidos–, sino en las costumbres, en lo cotidiano. No era denuncia, sino testimonio. De hecho, busca en la España más oscura las señas de identidad que cree perdidas.

Regoyos ilustró, por ejemplo, España negra, libro escrito por el poeta belga Émile Verhaeren, en el que daba cuenta de un viaje que ambos habían realizado por la Península Ibérica en 1888, al modo de los románticos, en donde abundan en una imagen trágica de lo español, que se adelanta a los autores del 98.

Mirando la procesión, cuadro de Darío Regoyos

‘Mirando la procesión’

“No era la España de toreros, manolas, gitanos, pandereta y castañuela, sino una España más seria, de mayor calado social, que Regoyos tenía especial interés en dar a conocer fuera de aquí”, explica San Nicolás. En esta serie, en concreto, la mujer, que siempre aparece trabajando o entregada a ritos sociales y religiosos, ocupa un protagonismo casi absoluto, reflejando “su papel de custodia de la tradición y cuidadora por excelencia del ámbito familiar”.

Regoyos nació en Asturias, vivió en Madrid –donde le dio clases el pintor belga Carlos de Haes–, se trasladó a Bruselas, exploró París y regresó al País Vasco. Nunca dejó de ser un viajero en busca de un paisaje que pintar, lo cual le llevó también a Holanda e Italia. Fue el viaje a Bélgica, sin embargo, el que cambió para siempre su modo de concebir la pintura.

Llegó a Bruselas invitado por el músico Enrique Fernández Arbós, quien le presentó a Isaac Albéniz. Ambos lo introdujeron en los ambientes artísticos. Entró en el grupo de Los XX, un círculo revolucionario que buscaba un arte revolucionario. Allí se codeó con Cézanne y Renoir… Más tarde, en París, conoció a Daudet, Monet, Degas, Rodin, Pissarro, Mallarmé o Edmond de Goncourt.

El paisaje fue el ámbito donde más claramente se manifestó ese impresionismo europeo y, por supuesto, la pintura de Regoyos. Paisaje que ya no era “solo un organismo físico, sino histórico y moral”, en palabras de Gómez de la Serna.

Unamuno llegó a decir que “Regoyos fue uno de los que me enseñó la fraternidad universal y que debemos querer, no ya a los hombres, sino a las cosas, como queremos que ellas nos quieran”. No por casualidad, Juan de la Encina le llamó “el pintor franciscano”. Y Ortega y Gasset dijo de él que era “un Fra Angelico de las glebas y de los sotos”. Pío Baroja afirmó que Regoyos “humanizaba cuanto pintaba” y, por supuesto, lo calificaba como “el más original paisajista español”.

Su capacidad para captar lo espiritual en la mirada le hizo único en la España de finales del siglo XIX e, indudablemente, un paisajista –sobre todo en su etapa postimpresionista o puntillista– que gozó de gran prestigio en Europa.

Areilza concluye: “Sacó el caballete al aire libre y pintó lo que veía: la luz cambiante de la jornada, el esplendor cromático de la verde Guipúzcoa, la intimidad de los huertos y jardines, el revuelo del viento sur en las calles, la luz eléctrica en el borde nocturno de la concha donostiarra. Fue quizá el más completo de los impresionistas europeos”.

jcrodriguez@vidanueva.es

En el nº 2.872 de Vida Nueva

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