Juan José Aguirre, un profeta en Bangassou

La misionera argentina Marcela Ponce

El obispo español lleva tres décadas acompañando a su pueblo en República Centroafricana

Juan José Aguirre, obispo de Bangassou República Centroafricana

JOSÉ CARLOS RODRÍGUEZ SOTO | Aquel soldado no tendría más de 17 años. Un día se presentó en la diócesis, con varias ristras de balas cruzándole el pecho, muy gallito él, para pedirnos una rueda de repuesto. Le reconocí enseguida. Le miré a los ojos y le pregunté: ‘¿Cómo está tu abuela?’. Bajó el fusil y descendió la mirada.

Cuando era un niño y sus padres murieron de sida, le recogimos y pagamos la escuela. No me lo pensé dos veces y le dije: ‘¿Sabes que en mayo empezamos el colegio? Quítate ese uniforme y ven’. Al mes siguiente ya estaba sentado en el aula y me llevé una alegría. Por lo menos, a ese chico conseguimos recuperarle. Ese día me acordé de aquella canción de Joaquín Sabina, que decía así: ‘Que el diccionario detenga las balas’”.

Mientras escucho la historia, me doy cuenta de que yo también he bajado la mirada. He dejado de escribir, pero no pierdo detalle de lo que me cuenta Juan José Aguirre, obispo de Bangassou, en la terraza de la casa de los Misioneros Combonianos en Bangui, la sufrida capital de la República Centroafricana. Para llegar aquí he tenido que atravesar, a pie, una zona militar llena de soldados de la coalición Seleka, que el 24 de marzo tomó el poder en el país. Unos, tocados con un turbante; otros, con boinas rojas; todos blanden armas.

Aguirre había regresado el día antes de España, tras varias semanas de reuniones con donantes de la Diócesis de Bangassou, de la que es obispo desde 1989, y chequeos médicos, sin olvidar unos días con su madre, “la persona que me da más ánimos”. Por la mañana ha acudido al banco para cambiar euros en francos CFA y así pagar a los empleados de la diócesis. “Siempre me dicen, ‘pase, monseñor, no se quede esperando’, y yo les respondo que se lo agradezco, pero que prefiero quedarme en la cola hasta que me toque”.

Mucha gente en Bangui lleva meses sin cobrar sus salarios y sobreviven gracias a lo que les envían sus parientes en el extranjero. “No voy a pasar por delante de una madre que lleva dos horas esperando para conseguir algo para dar de comer a sus hijos”, añade. Ha reservado un asiento en un vuelo de la Cruz Roja que le llevará, al cabo de dos días, a Bangassou, 600 kilómetros al este de la capital.

Nos habíamos encontrado en el mismo lugar el 11 de marzo, mientras intentaba recuperarse de una hepatitis que, sumada a un infarto el año anterior, le dejó bastante debilitado. Acababa de recibir, como un rayo caído encima, la noticia de la entrada en Bangassou de la Seleka, tras combates que dejaron decenas de muertos.

El horror de la guerra

Pocos días después, el 24 de marzo, Aguirre vivió en primera persona la feroz entrada de los milicianos en Bangui, en una casa de religiosas de su diócesis a pocos metros del  palacio presidencial, que fue bombardeado. Ese mismo día, la catedral católica fue atacada durante los oficios del Domingo de Ramos. Cuando pudo volver a Bangassou, ya sabía lo que le esperaba: miedo, edificios saqueados y destruidos… “Nos han quitado todo, menos la fe”.

Dos semanas antes de nuestro encuentro en Bangui, le había escuchado en una conferencia de prensa en la sede madrileña de Manos Unidas, que actualmente ayuda a rehabilitar un bloque de maternidad y otro pediátrico en el centro de salud de la diócesis. “No soy yo quien hablo –comenzó diciendo–; yo solo soy la voz de mi pueblo, porque ellos nunca podrán venir aquí a contaros el libro de sus lágrimas”.

Fila de niños en Bangassou (Rep. Centroafricana)La República Centroafricana, de extensión tan grande como España y Portugal, tiene apenas cuatro millones y medio de habitantes. A pesar de ser un país rico en recursos, con grandes extensiones de bosques y enormes reservas de oro, diamantes y uranio, es el segundo país más pobre del mundo debido la larga sucesión de golpes de Estado, motines e interferencias de algunos de sus países vecinos (sobre todo Chad, Sudán y la R. D. del Congo).

Durante los últimos años, el país ya figuraba en las listas de todas las emergencias humanitarias, con tasas de desnutrición infantil alarmantes, una tasa de alfabetización de apenas el 50% y una esperanza de vida de 48 años. “El mayor pecado del mundo es que se consienta que existan estas situaciones de miseria”, comenta una y otra vez este obispo acostumbrado a vivir en “una diócesis cercana a pobres y enfermos. Aquí la vida es muy barata y se muere muy pronto. Si encima nos vamos a pelear por cuestiones religiosas, cuando en este país siempre hemos vivido juntos cristianos y musulmanes sin problemas, es que somos tontos.” 

En diciembre de 2012 comenzó la peor crisis que Centroáfrica ha vivido desde su independencia en 1960. Cuatro grupos rebeldes instalados en el norte se unieron en una coalición a la que denominaron Seleka (“Alianza”, en lengua sango). La mayoría son de confesión musulmana, una comunidad que a menudo se ha sentido discriminada en el país. Sus líderes reclutaron a miles de mercenarios, prisioneros y toda ralea de bandidos procedentes de Chad y Sudán, bastantes de ellos de corte islamista, algo que a su modo de ver abre muchos interrogantes: “No sé si meto la pata, pero tengo la impresión de que muchos grupos yihadistas están financiados por personas que, cuando llegan a España, les ponemos una alfombra roja. Tengo la duda de si el mismo talonario de cheques que ha pagado el fichaje de Neymar o la propaganda de la camiseta del Barcelona es la que ha pagado miles de los kalashnikov de estos rebeldes, porque hay países del Golfo Pérsico que tienen unas enormes ganas de que África sea completamente musulmana”.

Aguirre ha visto convivir sin problemas a cristianos y musulmanes en su país de adopción: “La mayor parte de los que profesan el islam son buenas personas con las que podemos convivir muy bien, no hace falta que lleguen los islamistas para amargarnos”.

Asedio a los cristianos 

Pese a la firma de un acuerdo de paz, el 11 de enero en Libreville, apenas dos meses después lanzaron una ofensiva relámpago que derrocó al Gobierno de Bozizé. Desde entonces, los abusos de la Seleka no conocen límites: asesinatos, atracos a viviendas, secuestros, reclutamiento de niños soldado…

“En Ouango, una población de mi diócesis, quemaron 900 casas, saquearon la misión católica y profanaron la iglesia”, relata el obispo, quien señala que en su oficina de Justicia y Paz están documentando testimonios de violaciones de los derechos humanos: “Aquí, como en otras partes del mundo, se utiliza de forma sistemática el incendio de casas y las violaciones de mujeres como un arma de guerra repugnante”.

Aunque el nuevo hombre fuerte del país, Michel Djotidia, intenta dar una imagen de normalidad ante la comunidad internacional y ha declarado que respetará el principio de la laicidad del Estado, preocupa que la Seleka se haya ensañado especialmente contra instituciones cristianas, sobre todo católicas: “En la diócesis nos han robado los 30 coches que teníamos, se llevaron los ordenadores, destrozaron la casa de las hermanas, entraron en el hospital y se llevaron los colchones, dejando a los enfermos en el suelo. Ahora vamos a pie, pero me viene muy bien; además de ser bueno para mi corazón, me da la oportunidad de saludar a la gente”. Los obispos católicos han escrito varios mensajes; el último, de finales de junio, tuvo una gran resonancia en el país: “A los cristianos les decimos que tengan esperanza, que todo esto tiene que terminar un día”.

Esa esperanza es la que transmite cuando habla de momentos que les han levantado la moral en medio de la tormenta: “El 12 de mayo tuvimos una ordenación sacerdotal, que celebramos como pudimos, aunque sin poder comer juntos y hacer una fiesta. Poco después, conseguí reunir a un buen número de sacerdotes y religiosas para compartir juntos todo lo que teníamos dentro. Les dije que expresaran cómo se sentían después de todo el vapuleo. Fue una jornada muy bonita”.

No dejarse derrotar

En medio del desastre, Aguirre encuentra inspiración: “Yo pensaba mucho durante esos días en el cuadro El expolio, de El Greco. Nos han quitado todo, como a Jesús en la Cruz, y tenemos que mirar a los ojos a ese Jesús expoliado, que comunica mansedumbre”. Esta espiritualidad les ha llevado a una acción muy práctica: “Decidimos no dejarnos derrotar. Creamos una comisión con varios pastores protestantes y dos imanes musulmanes y fuimos a pedir al comandante de la Seleka que nos dejaran reabrir la escuela y el centro de salud. El jefe militar es un sudanés de Darfur; se llama Abdallah y solo habla árabe. Pienso en él y concluyo que, si es de Darfur, ha crecido en la violencia y ahora recicla esa agresividad. El caso es que aceptó, abrimos el dispensario y el primer paciente que se presentó fue… el mismísimo soldado que durante días se dedicó a saquear nuestro garaje. Es diabético y se le habían acabado sus medicinas; cuando vino a pedirlas, miraba al suelo, avergonzado”.

Nacido en Córdoba en 1954, el joven Juan José Aguirre entró en el noviciado de los Misioneros Combonianos en Moncada (Valencia), con 17 años. Tras estudiar Teología en Roma y Antropología en París, le destinaron a la República Centroafricana en 1980: “Yo había hecho mi tesis de licenciatura sobre la etnia zande y me mandaron a trabajar entre ellos, en Obo, a siete días en coche del primer teléfono o del primer médico. Allí aprendí las lenguas sango y zande. Pero, en vez de subirme a los estrados a predicar, los catequistas me invitaron a sentarme junto a sus pozos, como Jesús con la samaritana, a escuchar y aprender, a conocer sus penas y alegrías… Llegué con mi mochila llena de conocimientos y con otra mochila vacía, y noté que esta se llenaba antes de que variara la que estaba completa”.

“Los catequistas me invitaron a sentarme junto a sus pozos, como Jesús con la samaritana,
a escuchar y aprender, a conocer sus penas y alegrías…
Llegué con mi mochila llena de conocimientos y con otra mochila vacía,
y noté que esta se llenaba antes de que variara la que estaba completa”

Tras siete años en Obo y un periodo de servicio en España, volvió a Centroáfrica, donde fue elegido provincial de los Combonianos. En 1998 fue nombrado obispo coadjutor de Bangassou: “Viví dos años con monseñor Maanicus, un espiritano holandés que llevaba 36 años en la diócesis. Tuve la suerte de escuchar lo mucho que tenía que contar, hasta que falleció en el año 2000. Dejó la diócesis muy organizada, aunque todavía tenían pocos sacerdotes centroafricanos. Ahora tenemos 32 curas y una veintena de religiosas, de cuatro congregaciones”.

La Iglesia de Centroáfrica ha pasado en los últimos años por un periodo de turbulencias que culminó en 2009 con la destitución, por parte del Vaticano, de sus dos principales obispos y una gran tensión entre misioneros y clero local que estuvo a punto de desbordarse en la que habría sido la primera huelga de sacerdotes de toda la historia de la Iglesia. Desde 2012, con la ordenación de cuatro nuevos obispos, las aguas parecen haberse calmado.

Las mujeres, esenciales

Le comento que me llama la atención que la mayor parte de los obispos sean religiosos, pero me reconviene: “En este país, como en toda la Iglesia, los que mejor trabajan no son ni los religiosos ni los diocesanos, sino las mujeres. Ellas son las que transmiten más la fe. Estamos preparando una peregrinación al santuario mariano de Nyakarit para este mes y esperamos a varios miles de peregrinos; eso a pesar de la situación que hay… Estoy seguro de que las tres cuartas partes serán mujeres. Si no fuera por ellas, los jóvenes que hacen la confirmación no vivirían su fe”.

La Diócesis de Bangassou tiene 125.000 kilómetros cuadrados; “como la mitad de Andalucía”, su tierra, señala. Cuenta con once parroquias y 300 comunidades cristianas.  Gracias al apoyo de varias organizaciones, como Manos Unidas, Ayuda a la Iglesia Necesitada, ayuntamientos del País Vasco y la Fundación Bangassou, ofrecen servicios sociales de calidad: “Tenemos un colegio construido gracias a Manos Unidas, donde escolarizamos a 1.100 niños, muchos de los cuales han perdido a sus padres por el sida. También hay un hospital adonde vienen médicos de Córdoba”.

Entre sus obras sociales, destacan el Hogar Buen Samaritano, para enfermos terminales de sida, y la Casa de la Esperanza, con ancianos acusados de brujería, un tema muy sangrante en el país: “Meten en la cárcel a viejitos con demencia senil. Alguien joven se puede morir por un problema de sida, pero como allí no es normal que alguien se muera tan joven… buscan un culpable, a un supuesto brujo que lo haya matado. Cuando entramos en la prisión y vemos a esos viejitos en el suelo, desnudos, llenos de chinches… negocias con el procurador para que te los den. Empezaron a darnos a los viejitos para llevarlos a este hogar, donde pueden comer, dormir en un colchón con sábanas blancas y poder llegar al final de sus días tranquilamente”.

“Admiro la capacidad de los centroafricanos para desdramatizar,
de no echar leña al fuego, de no ahogarnos en un vaso de agua”

La jornada del obispo comienza a las cinco de la mañana. Tras la oración, la Eucaristía y el desayuno, a las siete empieza a recibir a quien quiera verle. “Después, voy andando hasta el centro social que tenemos en Bagondi. Allí tenemos servicios de pediatría, el Centro Buen Samaritano, el hospital, la Casa de la Esperanza, una farmacia y un centro de escucha a donde acuden mujeres que han sido víctimas de violencia sexual. Vivo con tres curas centroafricanos y a las doce comemos juntos. Tras descansar un poco, por la tarde voy a la escuela técnica o al seminario. También intento echar una mano en los grupos apostólicos de las dos parroquias de Bangassou y en la catequesis de confirmación”.

De sus tres largas décadas de trabajo en el país, guarda muchos recuerdos que le han marcado, pero quizás ninguno como el del 24 de junio de 1994: “Fue durante un amotinamiento militar que dejó muchos muertos en Bangui. Yo estaba en la parroquia de Fátima, en un barrio muy conflictivo. Mucha gente se refugió en ella y los soldados chadianos lanzaron un cohete contra la iglesia que nos hizo un boquete de tres metros. Yo salí y les pregunté por qué habían disparado contra la iglesia. Un soldado cargó su fusil y me gritó: ‘¡Blanco, vuelve a tu casa!’.

Le miré y le dije: ‘Yo aquí estoy en mi casa, eres tú el que tiene que volver a la tuya’. Me disparó y la bala me pasó muy cerca. Una mujer gritó: ‘No le matéis, dejad a ese hombre de Dios’. Yo estaba muerto de miedo y noté que alguien me agarró y me metió en la casa. Al día siguiente, cuando me dirigía a la iglesia, se me acercó una viejecita, me acarició la barba y me dijo: “Caerán a tu izquierda mil, a tu derecha diez mil, a ti no te alcanzarán”. Es el salmo 90. Aquella mujer fue para mí como un profeta, porque Dios me habló por medio de ella”.

No es la única lección que confiesa haber aprendido de los africanos: “Admiro su capacidad para desdramatizar, de no echar leña al fuego, de no ahogarnos en un vaso de agua”. Terminamos nuestro encuentro y, cuando le pregunto sobre sus planes para el futuro más inmediato, no duda en responderme: “Estamos intentando hacer llegar contenedores hasta Bangassou para ayudar a la gente. Es algo muy complicado, pero a mí siempre me ha gustado el más difícil todavía”.

Dos días después de este encuentro en Bangui, monseñor Aguirre aterrizó en Bangassou con el avión de la Cruz Roja. Ese mismo día llegó el primer contenedor, con cuyo material han empezado a rehabilitar el hospital. Recomponer a las personas que sufren a causa de la violencia en Centroáfrica sí que será más difícil todavía, pero a este obispo, que no ha dejado nunca de contemplar al Jesús de El Expolio, nada de eso le desanima.

La terapia de escuchar a las víctimas

La hermana Marcela Ponce, de nacionalidad argentina, es religiosa de la Misión Gran Río. Cuando su comunidad llegó a Bangassou, hace ocho años, el obispo les confió la misión de Nyakarit, una zona muy deprimida a unos 130 kilómetros del centro de la diócesis. Explica que, aunque es médico de profesión, en esta parroquia ha hecho de todo: “Desde trabajar en la formación de jóvenes y catequistas o dar cursos de formación sanitaria, hasta organizar una escuela de corte y confección donde estudiaban unas 50 chicas que no tenían la posibilidad de ir a la escuela”.

La misionera argentina Marcela Ponce

Cuando la Seleka llegó a Nyakarit, en marzo de este año, les pidieron que entregaran todo el dinero que tuvieran: “La verdad es que era muy poco, lo justo para comer, porque siempre hemos vivido muy modestamente”. Aunque de momento las dejaron en paz, la hermana decidió, por precaución, cruzar en piragua a la vecina República Democrática del Congo y esperar allí junto con otras personas de su parroquia que se refugiaron al otro lado del río Mbomou. “Cuando volví, monseñor Aguirre me llamó a Bangassou porque en el hospital diocesano no había ningún médico”, explica.

Actualmente, combina su labor sanitaria –que incluye un programa de seguimiento de personas seropositivas que reciben tratamiento antiretroviral– con la atención en un centro de escucha para víctimas de la violencia: “Lo empezamos hace tres meses y la mayor parte de las personas que acuden son mujeres, muchas de las cuales han sido víctimas de violencias sexuales. Es importante que sepan que hay alguien que se preocupa de sus problemas y las consuela”, añade. “Es muy duro pensar que hay personas a las que han golpeado con una enorme crueldad solo para robarles apenas 2.000 francos CFA, el equivalente a unos tres euros”.

Escuchar la llamada de Dios en la huida

“La fe es la fuerza de mi vida”, dice con convicción Gaetan Kabasha. ¿Un eslogan bonito? Cuando escucho su historia personal me doy cuenta de que es mucho más. Nacido en Ruanda en 1972, el genocidio de 1994 le sorprendió mientras estudiaba en el seminario mayor de Kabgayi. El joven Gaetan fue uno de los dos millones de ruandeses que escaparon al este de la República Democrática del Congo (entonces llamada Zaire). “Viví en campos de refugiados donde miles de personas estaban amontonadas, sin agua, ni comida, ni medicamentos, esperando la muerte”, recuerda este sacerdote, que hizo de todo para sobrevivir: desde hacer de intérprete para médicos estadounidenses hasta trabajar como improvisado dentista sacamuelas.

Un año después, recorrió miles de kilómetros de este inmenso país utilizando todos los medios posibles: en coche, en bicicleta, a pie… Llegó a la República Centroafricana, de donde fue expulsado en 1995. De regreso a Zaire, ingresó en el seminario de la Diócesis de Bondo, de donde tuvo que huir de nuevo al año siguiente al estallar la segunda guerra que arrasó buena parte del país. Entró una vez más en Centroáfrica y, allí, el obispo Aguirre le aceptó en su diócesis. Tras dos años en el seminario nacional de Bangui, fue enviado a terminar sus estudios teológicos a Madrid. En 2003 regresó a Bangassou, donde fue ordenado sacerdote.

El padre Gaetan ha trabajado durante ocho años como párroco en Bakouma, una zona que desde 2009 ha sufrido varios ataques de los guerrilleros ugandeses de Joseph Kony. Actualmente, concluye una licenciatura en Filosofía en la Facultad de San Dámaso, en la Archidiócesis de Madrid.

En el nº 2860 de Vida Nueva

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