Los trapos sucios de la moda

familiar de víctimas del derrumbe de una fábrica textil en Bangladesh
familiares de las víctimas del derrumbe de una fábrica textil en Bangladesh

Familiares de las víctimas del derrumbe de la fábrica textil en Bangladesh

Los trapos sucios de la moda [extracto]

JOSÉ CARLOS RODRÍGUEZ SOTO | La reciente tragedia acaecida en Bangladesh ha destapado el lado menos glamuroso de la moda. Millones de personas son explotadas laboralmente para que los consumidores de Occidente luzcan esas prendas mientras lucran a multinacionales que pagan salarios de miseria.

Encontré a Lucy Akot por primera vez una mañana de 2006, cuando acababa de abrir la que era entonces mi oficina en Kampala (Uganda). Me contó que tenía 25 años y que no sabía adónde ir porque acababan de echarla de la fábrica de ropas donde trabajaba desde hacía dos años. ¿La razón? Estaba embarazada y, con las complicaciones derivadas de ese estado, su jefe se quejaba de que no rendía lo suficiente.

Lucy me enseñó su contrato: 80.000 chelines al mes, unos 30 euros, sin seguridad social y con seis días de trabajo a la semana en jornadas teóricamente de ocho horas. Pero en la práctica era normal pasarse ante la máquina de coser doce horas al día, siete días a la semana.

Para facilitar la producción sin fin, los dueños de la empresa ofrecían más garantías de conservar sus empleos a las jóvenes que aceptaran residir en un estrecho dormitorio con literas que habían habilitado en el mismo local. Las que, como Lucy, habían llegado a la capital ugandesa huyendo de los horrores de la guerra en el norte del país, tenían poca alternativa. Alquilar una habitación en un arrabal de Kampala se hubiera llevado la mitad del sueldo, y si a eso se le añadía el dinero del transporte… mejor aceptar la litera en el mismo lugar del trabajo, aunque fuera a costa de acabar trabajando en un régimen rayano en la esclavitud.

Por una feliz casualidad, yo necesitaba a alguien que limpiara la redacción y no me lo pensé dos veces. A los dos días, Lucy estaba contratada por mi revista como personal auxiliar.

Yo conocía aquella fábrica textil porque pasaba enfrente de ella casi a diario cuando tenía que desplazarme al centro de la ciudad. Se llamaba Tri-Star Apparels y era propiedad de dos empresarios de Sri Lanka. Su producción de prendas de vestir había sido seleccionada como parte de un programa para fomentar la apertura de mercados africanos a los Estados Unidos conocido como AGOA (African Growing Opportunities Act).

oración por las víctimas del derrumbe de una fábrica textil en Bangladesh

Oración en el lugar donde se produjo el derrumbe

En 2004, sus algo más de mil trabajadoras, todas muchachas menores de 30 años, se declararon en huelga para protestar por sus malas condiciones de trabajo y pasaron dos días sentadas delante del Parlamento. El asunto, conocido popularmente como “el caso de las AGOA girls”, se convirtió en un tema que entró en política: la oposición criticó que el Gobierno diera a inversores extranjeros toda clase de facilidades para montar empresas que despreciaban las normas laborales más elementales, y un enfurecido presidente Yoweri Museveni quiso cortar por lo sano negándose a aceptar una ley de salario mínimo que, según él, espantaría a los inversores.

El culebrón de “las AGOA girls” acabó con una dura intervención policial y el despido fulminante de 298 de las chicas después de que el mismo presidente lo ordenara “para evitar dar la impresión a los inversores de que en Uganda los trabajadores son indisciplinados”, según explicó.

Desde que conocí aquel tema de cerca, siempre que he entrado en una tienda de ropa en España, detrás de sus atractivos precios no he podido dejar de ver el rostro triste de Lucy y sus compañeras de aquella fábrica-barracón digna del mayor negrero. Hace pocas semanas hemos descubierto con horror que en el mundo existen muchos otros telares-mazmorras, insalubres e inseguros, donde se confeccionan muchas de nuestras prendas de vestir.

Hemos descubierto con horror que
en el mundo existen muchos otros telares-mazmorras,
insalubres e inseguros, donde se confeccionan
muchas de nuestras prendas de vestir.
En realidad, llevábamos años oyéndolo…

En realidad, llevábamos años oyéndolo, pero la verdad nos estalló en la cara el pasado 24 de abril, cuando se derrumbó un edificio de ocho plantas llamado Rana Plaza, en las afueras de Dacca, la capital de Bangladesh. Murieron 1.127 personas y otras 2.438 resultaron heridas, la mayoría de ellas trabajadores de cinco talleres textiles que producían para grandes marcas de Occidente. La última rescatada, Reshma Begum, de 19 años, pasó 17 días bajo los escombros, sobreviviendo con un paquete de galletas y dos litros de agua. Tras ese rescate, la policía dio a 98 personas por desaparecidas.

Empresas españolas

Durante los días sucesivos salieron a la luz detalles cada vez más estremecedores. Supimos que apenas dos horas antes de la tragedia grupos de trabajadores habían protestado a las puertas del edificio para quejarse de la falta de seguridad, pero sus jefes les obligaron a entrar a la fuerza. Según un informe de Cáritas Bangladesh publicado a los pocos días del derrumbe, “el edificio había sido diseñado para cinco plantas, pero se construyeron ocho, y no contaba con las condiciones necesarias para ser un centro comercial, lo que apunta a un enorme fallo en cuestiones de seguridad pública por parte de la Administración”.familiar de víctimas del derrumbe de una fábrica textil en Bangladesh

Otro dato del que se ha hablado mucho desde aquel fatídico día nos toca más de cerca a los consumidores de países occidentales: los talleres de aquel inmueble servían de proveedores a grandes marcas de ropa (algunas españolas) como Benetton, Mango, El Corte Inglés, Primark, Dress Barn, The Children’s Place y Wal-Mart. Esta última estuvo implicada hacía seis meses en otra catástrofe: un incendio que causó la muerte de 112 trabajadores.

Todo esto es parte de un fenómeno económico que se ha desarrollado a pasos gigantescos durante las últimas décadas: miles de empresas del Primer Mundo trasladan la producción a países pobres, donde los trabajadores –en su mayoría mujeres– carecen de derechos laborales o sindicales y se desloman en jornadas interminables por salarios de menos de 40 euros al mes. De este modo, las grandes empresas ofrecen precios más competitivos a sus potenciales consumidores y multiplican sus beneficios.

Inditex, el principal minorista de prendas de vestir y propietario de Zara y Massimo Dutti, registró durante 2012 un margen bruto de beneficio del 58%. La sueca HM (Hennes and Mauritz) tuvo un margen del 55%. Mango, que no revela sus márgenes, tuvo el año pasado unas ventas de 1.690 millones de euros.

En caso de que los abusos laborales lleguen a ser conocidos, un laberinto opaco de contratas y subcontratas garantiza la impunidad, y las grandes empresas se defienden alegando que han realizado auditorías dentro de los márgenes de la ley. Sin embargo, “las marcas no están obligadas a revelar el origen de sus proveedores internacionales ni a incorporar la etiqueta ‘made in’ en sus prendas”, explica Albert Sales, portavoz de la Campaña Ropa Limpia en Cataluña.

Para Sales, miembro de esta red internacional de más de 250 organizaciones –entre ellas, la española Setem– que quieren mejorar las condiciones de vida de los trabajadores textiles, este modo de obrar facilita que las élites empresariales se laven las manos: “Como no son sus fábricas, sino empresas proveedoras propiedad de terceros empresarios, no hay una relación contractual entre los obreros y la marca internacional, y esto sirve a las marcas para desentenderse de las condiciones de los empleados”.

Miles de empresas del Primer Mundo
trasladan la producción a países pobres,
donde los trabajadores, en su mayoría mujeres,
carecen de derechos laborales o sindicales
y se desloman en jornadas interminables
por salarios de menos de 40 euros al mes,
mientras las grandes empresas multiplican sus beneficios.

Este sistema, que además de favorecer la explotación en países pobres, multiplica el paro en Occidente, se nutre especialmente de talleres en China y Bangladesh, los dos grandes exportadores de ropa del mundo. En este último país, donde las manufacturas textiles representan el 80% de sus exportaciones, hay tres millones de personas viviendo encadenadas a una de las 25.000 fábricas existentes, que son controladas (es un decir) por los 93 inspectores laborales que existen en esta nación de 160 millones de habitantes. En Dacca, una caótica ciudad de 14 millones de almas y en la que existen varios miles de talleres textiles, hay solo 18 inspectores.

Cuando, hace pocos años, los costes laborales en China se incrementaron, las grandes marcas de ropa no perdieron tiempo en trasladarse a Bangladesh, donde un trabajador textil cobra la mitad de lo que gana un chino que hace el mismo trabajo.

Denuncias de la Iglesia

“¡Esto se llama trabajo esclavo!”. Así calificó el papa Francisco en su homilía del pasado 1 de mayo las condiciones de los trabajadores víctimas del derrumbe del edificio de Dacca. Sus palabras no pudieron ser más directas: “No pagar un salario justo, centrarse exclusivamente en los libros de contabilidad, en los balances financieros y mirar solo a los beneficios personales. ¡Esto va contra Dios! Aquí tenéis un titular del día de la tragedia que me impresionó: ‘Vivir con 38 euros al mes’. Este era el sueldo de la gente que murió en Bangladesh. En el mundo de hoy hay una esclavitud hecha con el don más precioso que Dios nos ha dado: la capacidad de crear, de trabajar, de ser los hacedores de nuestra dignidad. ¡Cuántos hermanos y hermanas nuestros en el mundo se encuentran en esta situación debido a estas actitudes económicas y políticas! A las personas se las considera menos importantes que a los objetos que ofrecen beneficios a los que detentan el poder político, social y económico. ¿Dónde hemos llegado? Al punto de no ser conscientes de la dignidad de la persona y la dignidad del trabajo”.

Ya el mismo día de la tragedia, el arzobispo de Dacca, Patrick D’Rozario, se refirió a la avaricia de las marcas extranjeras de ropa, que “buscan costes laborales bajos sin darse cuenta de las condiciones de pobreza y peligro en las que viven los trabajadores de esos talleres”. El prelado insistió en que “estos trabajadores necesitan justicia” y exigió a la comunidad internacional que presione para que estas compañías “paguen lo que es debido por el trabajo y garanticen condiciones laborales de seguridad”.

Algunos días después, en declaraciones a Radio Vaticano, monseñor D’Rozario se refirió también a la corrupción endémica de su país, que explica que “más del 90% de los edificios de Bangladesh no se construyen de acuerdo con las normas oficiales de seguridad”.

“En el mundo de hoy hay
una esclavitud hecha con el don más precioso
que Dios nos ha dado: la capacidad de crear,
de trabajar, de ser los hacedores de nuestra dignidad”.

Papa Francisco.

Pero la comunidad católica de Bangladesh, a pesar de ser una minoría, no se limitó a denunciar la injusticia de la situación. “Hemos hecho lo que hemos podido para proteger los derechos de los trabajadores y también para ayudar a las víctimas”, explica a Vida Nueva Benedicto D’Rozario, director de Cáritas Bangladesh. “Durante los primeros dos días, 24 y 25 de abril, seis miembros de Cáritas participaron en las labores de rescate junto con el ejército, los bomberos, la policía y los voluntarios. Ayudaron en la identificación de los cuerpos, ofrecieron compañía a sus familiares en los hospitales y repartieron más de 7.000 litros de agua potable, 4.000 paquetes de solución salina oral y 3.700 paquetes de galletas entre las víctimas y sus familiares”.

El doctor D’Rozario afirma que en esta labor estuvieron también involucrados los feligreses de la parroquia de Dharenda y las Misioneras de la Caridad, que atendieron a los heridos ingresados en el hospital de Enam. Asimismo, está en marcha un programa de Cáritas Bangladesh más a largo plazo para proporcionar apoyo psicosocial a los más de dos mil heridos y a sus familiares, y acompañarles en la recuperación de sus medios de vida.

Entre los escombros del edificio de Dacca se encontraron, según datos publicados por la Campaña Ropa Limpia, etiquetas de empresas como Mango, El Corte Inglés y de la británica Primark. También se descubrieron pedidos de estas y otras marcas que sirvieron para tirar del hilo y descubrir por qué a las distribuidoras europeas les sale rentable comprar en Bangladesh: la ropa se fabrica a un coste que supone una décima parte del precio en las tiendas de Europa.trabajadora en una fábrica textil

Según informaciones publicadas por la agencia Reuters, jerseys polos de una marca vendida en Londres por 46 libras esterlinas se ofrecían en el Rana Plaza por solo el equivalente a 4,50 libras. La misma agencia citaba una hoja de pedido de 12.985 polos de hombre en seis tallas, con membrete de Mango y fecha del 23 de enero de este año. El precio para Mango era de 4,45 dólares cada uno. Esta cadena tiene a la venta unas camisas similares en España por precios que oscilan entre los 26 y los 30 euros. Un empleado bangladeshí tendría que gastar el salario de tres semanas para comprar esa prenda en una tienda de Mango de Madrid. Un español con el salario mínimo podría adquirirla con el trabajo de un día.

La vergüenza que han provocado la publicación de datos como estos ha empujado al Gobierno de Bangladesh a anunciar la creación de una comisión para estudiar la subida del salario mínimo de los trabajadores del textil y un paquete de enmiendas a la Ley Laboral de 2006, que incluye el derecho a crear sindicatos sin el permiso de las fábricas y la obligatoriedad de un seguro médico y de vida para los empleados.

Asimismo, algunas empresas de ropa como Mango y El Corte Inglés iniciaron campañas de recogida de fondos para las víctimas del desastre, algo que, en opinión de Albert Sales, es “lo mínimo que pueden hacer”. Numerosas empresas textiles internacionales han prometido un pacto para mejorar las condiciones de seguridad en los talleres bangladeshíes. En todo caso, en los presupuestos para el año fiscal 2013-2014 presentados la semana pasada por el Gobierno, no se han incluido nuevos gastos en seguridad para el sector textil…

Un problema sin resolver

Pero no parece que estas y otras medidas vayan a solucionar el problema. Las aguas están lejos de calmarse. El 20 de mayo, al menos 30 personas resultaron heridas en enfrentamientos entre la policía y 7.000 trabajadores del textil que reclamaban una mejora salarial en Ashulia, una localidad cercana a Dacca, y el conflicto parece que irá aumentando en los meses venideros.

No se trata solo de subir el salario mínimo,
sino de corregir muchos otros abusos.
Mientras, los consumidores occidentales seguirán
acudiendo en masa a puntos de venta limpios,
donde una voz suave les anunciará las últimas ofertas de la temporada…

Y es que no se trata solo de subir el salario mínimo, que es el más bajo en el mundo en el sector textil, sino de corregir muchos otros abusos. Por ejemplo, es una práctica habitual que los empresarios retengan las cotizaciones a los obreros y después no las liquiden a la Seguridad Social. Además, la mayoría de los trabajadores (o, más bien, trabajadoras) textiles suelen dejar de trabajar en torno a los 30 años, cuando se vuelven poco productivas por las deficiencias visuales que desarrollan a lo largo de su corta pero muy intensa vida laboral.

Es decir, al problema de las condiciones de trabajo inhumanas hay que añadir la precariedad laboral del sector. Las víctimas son, sobre todo, mujeres. El informe Paying the Price for the Economic Crisis, publicado por Oxfam Internacional en 2009, revela los efectos que este sistema de explotación tiene en millones de mujeres de países pobres: cuando las empresas locales tienen problemas para aumentar sus beneficios, ellas suelen ser las primeras en ser despedidas.almacén de ropa en Asia

El informe señala también que en países como Camboya, el 90% de la fuerza laboral en el sector textil son mujeres, casi todas procedentes de zonas rurales pobres y con muy poca educación formal. A pesar de todo, sus familias en el pueblo dependen de sus escasas ganancias, y cuando pierden sus empleos, sus hijos se quedan sin posibilidades de estudiar, y con hambre. Las que no son despedidas, a menudo tienen que hacer el trabajo de tres, lo que significa jornadas más largas por el mismo mísero sueldo. No hay elección.

Al otro lado de la cadena de producción, los consumidores occidentales seguirán acudiendo en masa a puntos de venta limpios, decorados con exquisitez y donde una voz con música de fondo suave les anunciará las últimas ofertas de la temporada: vaqueros por 20 euros, biquinis por 14,90 o vestidos de cóctel por 39,99. Pocos pensarán que en la mayor parte de los casos han sido confeccionados por mujeres jóvenes dispuestas a dejarse la piel por una miseria de sueldo en unas condiciones que ponen en peligro su vida.

Como señalan las organizaciones sociales que trabajan en la concienciación sobre esta problemática, es hora de que las empresas que se benefician de estos bajísimos costes laborales sean más serias a la hora de preocuparse por la ética. No puede ser que solo importe el precio, la calidad y las fecha de entrega. Antes que estos tres factores, hay que tener en cuenta cómo se produce.

En el nº 2.853 de Vida Nueva.

 

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