Renovación en la Iglesia

Vicente Durán Casas SJ, Vicerrector Académico PUJ

 

colosseum-martyrs

Ahora que tantas voces quieren hacerse escuchar para decir en qué debe cambiar la Iglesia y cómo debe ser ese cambio, resuena en la memoria uno de esos contundentes escolios de don Nicolás Gómez Dávila: “lo que se piensa contra la Iglesia, si no se piensa desde la Iglesia, carece de interés”.

Para algunos se trata simplemente de exigir que la Iglesia se modernice. Lo que hay detrás de este extendido reclamo resulta fácil de comprender: con base en una popular caricatura de la modernidad, se toma prestado del desarrollo tecnológico y se asume como paradigma incuestionable un concepto de progreso histórico lineal y unidireccional, no suficientemente digerido por una filosofía crítica de la historia, y con base en él se concluye que no hay otro camino, que la Iglesia se debe modernizar, y para ello debe abandonar un conjunto de creencias y prácticas anacrónicas que simplemente no van con el espíritu de la época.

Para ser moderna, dicen, la Iglesia debe admitir el aborto como un derecho de las mujeres que prevalece sobre el derecho a la vida, debe liquidar el tradicional concepto de familia y asimilarlo al de la unión de parejas del mismo sexo, y por supuesto reconocer el derecho de las mismas a adoptar hijos. Debe, además, adaptar su lenguaje y sus símbolos al zeitgeist (espíritu de la época), abandonar las formas tradicionales de autocomprensión de lo religioso, y asumir que todo su lenguaje no es más que hermenéutica sin ontología, discurso débil sin referentes trascendentales, algo así como una estética provisoria como consuelo para una existencia fugaz y efímera que se mueve entre la nada del antes y la nada del después de la vida.

Asimilada y neutralizada

Quienes piensan así ignoran, o se empeñan en negar, que el pensamiento moderno posee una capacidad autocrítica mucho mayor de la que ellos suponen. Pensar con base en caricaturas nunca ha sido productivo, a no ser a muy corto plazo. Ignoran, por ejemplo, que precisamente por intentar ser “moderna” por allá en el siglo IV, y asimilando el espíritu de la época de Constantino, la Iglesia acabó siendo asimilada y neutralizada por las estructuras del poder secular, asimilación de la que muchos creemos que la Iglesia aún hoy no se acaba de reponer. Como diría también Gómez Dávila, cuando la Iglesia no logra que los hombres practiquen lo que ella enseña, termina enseñándoles lo que practican.

La Iglesia no se moderniza para ser aceptada y terminar siendo asimilada y neutralizada por el mundo moderno. Se renueva para ser fiel a su Señor, y por eso mientras mantiene su distancia crítica frente a la modernidad, discierne qué de ella puede asumir para servir y dar vida al mundo.

Exigir modernización en la Iglesia estimula a su vez un interés por la pregunta de si puede hablarse también, y más allá de cualquier juego de palabras, de una cristianización de la modernidad, o mejor aún, de indagar si la modernidad de hecho no ha asumido ya mucho del cristianismo al interior de sus propias demandas. En ese contexto el teólogo Joseph Ratzinger se preguntaba en 1966: “¿qué, de lo cristiano, puede soportar todavía el hombre moderno?”. Pregunta que a nuestro juicio no puede ser respondida adecuadamente si se olvida -o se niega- que buena parte de las reivindicaciones de la modernidad, como la igual dignidad de todos los seres humanos, hunden sus más profundas raíces en el pensamiento judeo-cristiano.

Fe y trascendencia

Pensar la renovación de la Iglesia únicamente en términos de modernización es esperar muy poco de ella. Ser moderna es una pretensión demasiado modesta para una institución que se sabe portadora de algo mucho más valioso para la humanidad. Si la Iglesia es portadora de trascendencia para el mundo, el ser moderna no es uno de sus principales objetivos. Si bien ha habido -y hay aún- defensores de un catolicismo antimodernista (Ratzinger mismo señala el pontificado de Pío IX como ejemplo de esta tendencia), ese antimodernismo también puede ser visto hoy como una caricatura en muchos aspectos ya superada. El afán de la Iglesia no es ser moderna, pero tampoco ser antimoderna. Por eso la clave para la renovación de la Iglesia no está en un darle rienda suelta a un incontrolable afán de modernización, cuanto en que su renovación sea dirigida, en últimas, por el mismo espíritu que gozosamente aleteaba en sus orígenes. Y es que si se considera desde ese punto de vista, la esencia del cristianismo -para recordar a Feuerbach, uno de sus principales críticos- es precisamente el acontecimiento de una “novedad que nunca envejece”, según una bella expresión de Ratzinger.

P1040550La renovación de la Iglesia es un proceso, siempre inacabado, que en lugar de excluir supone la fe. Un ateo puede desear, incluso de un modo sincero y auténtico, la modernización y la renovación de una Iglesia con lo cual puede simpatizar o no, pero un creyente lo que espera es que ésta acontezca como obra de Dios. La renovación de la Iglesia, por tanto no puede ser pensada ni realizada porque haya menos fe, mucho menos como consecuencia de ello, es para que haya más fe y como signo de ese crecimiento en la fe.

¿Hasta dónde podemos ir en la renovación de la Iglesia? ¿Cuál es su medida? Eso depende enteramente de la forma en que entendamos su esencia y su misión. La fe cristiana no es, en palabras de Ratzinger, una “mercancía que se transforma según el gusto de los hombres”; es, más bien, una experiencia que puede transformar y conducir el gusto de los hombres. Dicho en otros términos, la fe conduce a querer y desear lo bueno, y por eso la Iglesia hace bien en cuidarse de no llegar a convertir en buenos nuestros deseos por el sólo hecho de que van con el espíritu de la época.

La renovación de la Iglesia ocurre en dos niveles: como renovación de la fe de personas y comunidades, y como renovación de sus estructuras, sus normas y su disciplina. Sin personas que realmente estén dispuestas a dejarse conducir por el mismo espíritu que condujo a Jesús de Nazaret muy difícilmente tendremos estructuras renovadas, más abiertas y más participativas.

Para Ratzinger la pregunta que debe orientar todo empeño de renovación en la Iglesia es esta: “¿Qué hay de falso en la Iglesia, juzgándola con la medida de su origen?”. Y no duda en señalar algunos falsos desplazamientos de la Iglesia: el giro constantiniano, ese desplazamiento que llevó a que la Iglesia de Jesús se identificara “con la sociedad cerrada del occidente cristiano”, así como “la estrechez que vino de la oposición contra la Reforma”, casos en los que, como él mismo dice, el vino nuevo fue guardado en odres viejos, la vieja levadura fue mezclada con la nueva. De una manera especial señala Ratzinger cómo con los sílabos de Pío IX y Pío X la Iglesia no sólo ha condenado la cultura y la ciencia moderna cerrándoles la puerta, sino que “se ha despojado ella misma la posibilidad de vivir lo cristiano como algo actual porque tenía demasiado empeño en lo pasado”.

También Jesús se vio enfrentado, en su época, con movimientos de renovación religiosa: los esenios, el fariseísmo y el saduceísmo, intentos de renovación religiosa desde una espiritualidad escapista, desde una fe ciega en la ley por la ley, y desde una adaptación de la religión al mundo pagano, adaptación que para los saduceos llegó a significar sacar de la fe todo lo que pudiera disgustar al mundo pagano.

La verdadera renovación de la Iglesia procede del espíritu que le dio origen, del espíritu que todo lo hace nuevo. Esto significa que la renovación no ocurre si los creyentes no nos abrimos a su acción. Pero hay señales de que ese espíritu está soplando en la Iglesia, en toda la Iglesia. Me limito, por razones de espacio, a señalar sólo tres: el deseo de abandonar lujos y boatos innecesarios para acercarse más y participar más de la vida y las necesidades de los más pobres. El rechazo de estructuras sexistas y prácticas patriarcales para reconocer institucionalmente el valor y los indiscutibles aportes de las mujeres en la construcción del cuerpo de Cristo resucitado que es la Iglesia. La disposición positiva para transformar la disciplina eclesiástica a fin de desatar y liberar todo el potencial evangelizador del pueblo de Dios. Por ahí pueden estar soplando aires gozosos de renovación en la Iglesia.

Nota: Las citas y buena parte de las ideas aquí expuestas están tomadas del artículo de Joseph Ratzinger: Was heisst Erneuerung der Kirche, DIAKONIA 1 (1966), 303-316, publicado en castellano: ¿Qué significa renovación de la iglesia? en Revista ECO, No 88, Bogotá, agosto de 1967, 357-373.

Compartir