Pablo VI, un papa en la encrucijada de un concilio

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Pablo VI, un papa en la encrucijada de un concilio [extracto]

FERNANDO RODRÍGUEZ GARRAPUCHO, Universidad Pontificia de Salamanca | Presentamos en estas líneas una breve evocación del inicio del pontificado del papa Pablo VI. Nos parece justo evocar su figura en el ámbito de la celebración de los 50 años del Vaticano II y al cumplirse, en junio de 2013, los 50 años de su elección como obispo de Roma. Es un sencillo homenaje que la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca quiere dedicar al papa que llevó a cabo la inmensa tarea del discurrir del Concilio del siglo XX, dada, además, la vinculación que dicha Universidad tiene con este pontífice, al llevar su nombre el Instituto Pablo VI de su sede en Madrid.

La llegada del cardenal G. B. Montini al pontificado romano en junio de 1963 fue precedida de una muerte inesperada. En pleno inicio del difícil arranque del Vaticano II, el papa Juan XXIII comenzó a sentirse mal, y resultó que se estaba manifestando un cáncer de estómago, el cual, unos meses más tarde, terminaría con su vida. Sobre los tableros de la historia, este “papa bueno” había colocado un desafío que ahora debía ser mantenido o retirado, y a esta última opción no le faltaban voces.

Entre las palabras susurradas antes de morir, el papa Juan pronunciaba la palabra “concilio”, y eso podía indicar muchas cosas, pero se comprende la inquietud que él reflejara al dejar tan en el aire la obra comenzada. Las diferencias, las tensiones y el “no” que el episcopado mundial dio a lo preparado en la Curia romana hacían temer seriamente por la reanudación de la asamblea conciliar.

El cardenal Montini había dicho en Milán:
“Fijos nuestros ojos en su tumba,
proclamamos que la herencia del papa Juan,
el espíritu que él infundió a nuestro tiempo,
no puede quedar encerrado en el sepulcro;
la muerte no podrá apagarlo”.

El 21 de junio del mencionado año, esperando en la Plaza de San Pedro al nuevo papa, al decir de Martín Descalzo, la pregunta no era “¿quién será el nuevo papa?”, sino “¿continuará la obra comenzada?”. Más que a una persona, se esperaba una decisión. Tal vez los milaneses, escuchando a su obispo en los funerales de Juan XXIII, estaban seguros de algo: si el elegido fuera él, no habría ninguna duda sobre el futuro del Concilio.

En efecto, el cardenal Montini había dicho en Milán: “Fijos nuestros ojos en su tumba, proclamamos que la herencia del papa Juan, el espíritu que él infundió a nuestro tiempo, no puede quedar encerrado en el sepulcro; la muerte no podrá apagarlo. ¿Podríamos jamás abandonar este camino que magistralmente ha trazado Juan XXIII de cara al futuro? No, eso no es posible” (Cipriano Calderón, Montini, Papa, p. 84).

Cuando estas palabras aparecieron en la prensa, muchos pensaron que con ellas el cardenal de Milán se había “jugado la tiara”, pero los designios de Dios eran diversos, y pocos días después ya no se llamaba Juan Bautista, sino Pablo VI.

Ante el clásico “enigma vestido de blanco” que representa todo nuevo papa, Pablo VI se presentaba ante la Iglesia y el mundo con una claridad de objetivos y de ideas que sorprendía a quienes le consideraban “un cardenal hamletiano”, envuelto en la eterna duda. Muchos sabían que era un gran intelectual, “construía frases como si las esculpiese”, era un hombre de una búsqueda incesante de profundidad y de raíces, sobre todo en el ámbito religioso.

Aunque había trabajado más de 30 años en la Curia romana, era ante todo un sacerdote, mucho más que un diplomático. Un hombre de una incesante oración, que le hundía en el misterio divino como en un pozo. Un asceta, impenitente lector, pero asceta dulce y paciente, atemorizado por la conciencia clara de sus límites: “Rezad por mí”, era su súplica angustiada cuando le felicitaban por su elección al papado.sesión de Concilio Vaticano II presidida por el papa Pablo VI

Su fragilidad de salud, manifestada desde joven, no le impidió tener una inmensa potencia de trabajo, fruto de su entrega total a la misión. Atenágoras de Constantinopla, convertido en su amigo y admirador, no dejaba de recomendar en sus cartas al secretario personal Macchi que cuidase mucho de su salud, y que redujese sus horas de trabajo.

Pero si algo destacan de su carácter sus biógrafos es el equilibrio, hecho de una vigilancia extrema sobre la medida justa, entre su inteligencia y su corazón. De ahí su maestría en poner los adjetivos precisos a los nombres. Saben que le gusta la modernidad, lee y cita a los teólogos “peligrosos”, le gusta el arte moderno y la literatura del momento, la música del romanticismo y, en política, ama las libertades. Pero si debe elegir, opta por la tradición, la fidelidad, aunque con una fidelidad dinámica.

El P. Rouquette, al conocer la noticia de su elección, dirá: “Solo tiene un defecto: es demasiado inteligente, pensará mucho las cosas, verá tantos ‘pros’ y tantos ‘contras’, que vacilará a la hora de acometer reformas”.

Es verdad que Juan XXIII fue un profeta y un soñador, pero a Pablo VI le tocó ser un realista y un realizador. Precisamente, su carácter prudente y dado a la meditación serena hacía preguntarse a algunos: ¿proseguirá inmediatamente el Concilio o, a la vista de las dificultades surgidas en su primera etapa, abrirá una larga pausa para reflexionar sobre su rumbo? Y de proseguirlo de forma inmediata, ¿qué dirección tomará? La pregunta no era ociosa, porque hasta el momento los obispos habían dicho lo que no querían, pero las metas donde llegar y la multitud de cuestiones suscitadas en el aula conciliar no estaban del todo claras.

Sin embargo, algo sí era claro. Contrariamente a la frialdad manifestada por los cardenales de la Curia romana hacia Juan XXIII ante el anuncio del Concilio, Montini escribía al día siguiente en el periódico de Milán manifestando su adhesión absoluta, pues, “se trata –decía él– de un acontecimiento histórico muy grande… debemos comprender inmediatamente la hora de Dios”.

Significativo del período de
preparación del Concilio es que
nadie como Montini escribió tantos y tan importantes
documentos sobre las tareas de la futura asamblea.

Él era consciente, e incluso entusiasta, pero faltaba dar forma a esta invitación profética que Juan XXIII describía como “un nuevo pentecostés” para la Iglesia. Significativo del período de preparación del Concilio, es que nadie como Montini escribió tantos y tan importantes documentos sobre las tareas de la futura asamblea, y tal vez no es casual que muchas de sus ideas estuvieran presentes en el decisivo y valiente discurso de Juan XXIII al inaugurar el Vaticano II el 11 de octubre de 1962.

El hecho es que, antes de cada decisión importante en la preparación del Concilio, el cardenal de Milán viajaba a Roma, y que el único que, por voluntad de Juan XXIII, se alojó en el interior del Vaticano durante la primera etapa del Concilio fue el cardenal Montini. El papa lo quería muy cerca de él.

Candidato a mediador

Sorprende que, en la primera etapa conciliar, Montini hablase poco: dos intervenciones, una sobre el esquema de liturgia y otra sobre el de la Iglesia, el 5 de diciembre de 1962. Esta última fue tan importante que, según el cardenal Döpfner, fue decisiva para la marcha de la asamblea ecuménica. Se reflejaban ahí las ideas expresadas en sus famosas ‘Cartas al Concilio’, que aparecían en el periódico milanés L’Italia, cartas que representan una clave esencial para entender la relación entre el futuro Pablo VI y el Concilio.

No solo los fieles de Milán, los obispos también las leían y, al terminar el primer período, Montini salía del aula conciliar con un gran prestigio y como un candidato a ser mediador entre las dos tendencias dominantes aparecidas. No escondía su simpatía ante los renovadores, y Suenens confesó en ese tiempo que las intervenciones de Montini, de Lercaro y las suyas habían sido preparadas de común acuerdo entre ellos.

Por eso, cuando el cardenal Ottaviani anunciaba desde la Basílica de San Pedro que el elegido como nuevo papa era G. B. Montini se despejaba la incógnita de si el Concilio iba a continuar o no; la duda era “cuándo” se reemprendería, y “cómo”.

En un discurso al día siguiente de su elección,
él mismo se encargó de disipar dudas:
“La prosecución del Concilio Vaticano II reclama,
y con razón, la primicias de nuestro pontificado.
Esta será la tarea más importante
y en la cual estamos prontos a consumir todas nuestras fuerzas”.

En un discurso al día siguiente de su elección, él mismo se encargó de disipar dudas: “La prosecución del Concilio Vaticano II… reclama, y con razón, la primicias de nuestro pontificado. Esta será la tarea más importante y en la cual estamos prontos a consumir todas nuestras fuerzas”. Y, dicho esto, presentó los caminos por los que debería continuar el Concilio, cosa que se realizará en los tres años siguientes, hasta su conclusión en 1965.

Las líneas maestras eran: fidelidad a Juan XXIII, el cristocentrismo de la doctrina conciliar, continuación del ecumenismo para buscar la unidad de los cristianos, preocupación por la paz mundial, revisión del Código de Derecho Canónico, profundización de la Doctrina Social de la Iglesia, diálogo con el mundo moderno.

Más tarde, en su importante y denso discurso de apertura de la segunda etapa conciliar, dibujará los contenidos que debería abordar el Concilio con más precisión: 1) la noción de Iglesia y su autoconciencia; 2) la renovación y reforma de ella; 3) la restauración de la unidad de los cristianos; 4) el diálogo de la Iglesia con la modernidad.

En su primera encíclica, Ecclesiam suam, volverá sobre estos puntos de forma magistral. Este discurso no era el del carismático Juan XXIII, pero mostraba a todos que la Iglesia no se detenía, sino que, en palabras suyas, “sigue su camino”; camino conciliar ante todo. Y daba a entender que Pablo VI estaba dispuesto a enfrentarlo con “un realismo de la esperanza”.

En el nº 2.852 de Vida Nueva.

 

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