Tribuna

Los dos rostros de la identidad y de la disgregación

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Gianfranco Ravasi, cardenal presidente del Pontificio Consejo de la CulturaGIANFRANCO RAVASI | Cardenal presidente del Pontificio Consejo de la Cultura

“Es un binomio que aparece en los ensayos que intentan descifrar los recorridos de esta época, y se entiende espontáneamente en sentido “polar”: de hecho, identidad, por una parte, y disgregación, por otra, son como los polos extremos y antitéticos del acontecimiento humano y social actual…”.

Es un binomio que aparece en los ensayos que intentan descifrar los recorridos de esta época, y se entiende espontáneamente en sentido “polar”: de hecho, identidad, por una parte, y disgregación, por otra, son como los polos extremos y antitéticos del acontecimiento humano y social actual. No obstante, si se excava más dentro de estas dos antípodas existenciales e históricas, tal vez se puede encontrar en cada una casi dos rostros antitéticos.

Partamos de la “identidad”: constituye un valor positivo que hoy está cada vez más descolorido hasta revelarse a veces como extinguido. Se trata de la propia historia, de la memoria, de las raíces, de ese pasado que explica el presente: es verdad que este arrastra con él también escorias, pero representa la linfa vital de nuestro ser y existir.

El apátrida que no tiene identidad solo es libre aparentemente; en realidad es un disperso, que no tiene regazo ni calor. Por desgracia, la cultura contemporánea es cada vez más desmemoriada y, por tanto, incapaz de “reconducir al corazón” –como dice la etimología de “recuerdo”– sus valores, riquezas interiores y comunitarias, su fisonomía, dilapidando su herencia. El gran filólogo Giorgio Pasquali justamente escribía que “quien no recuerda no vive”.

Dicho esto, debemos reconocer que agarrarse de forma excesiva y exclusiva a la propia identidad puede ser patológico. Brota, de hecho, en las almas de la mezquindad: en los pueblos, con el nacionalismo; en las religiones, con el fundamentalismo; en la cultura, con el integrismo. André Gide, en su Diario, observaba que “el nacionalista [como también el fundamentalista] tiene un odio grande y un amor pequeño”.ilustración 2851 La última Gianfranco Ravasi

Sí, porque detestar al otro es mucho más fuerte y vehemente que el amor por la propia identidad espiritual y civil. Se prosigue así hacia la deriva del rechazo de todo lo que no se identifica con uno mismo. La agresividad con que se reacciona hacia el diferente es, en realidad, una señal de miedo y de debilidad propia frente a la capacidad de tutelar la identidad.

Pasemos al vocablo “disgregación”. Sugiere dispersión y disolución, como cuando se arrancan las teselas de un mosaico, que en el suelo crean un cúmulo de colores confusos. Babilonia, la ciudad de la división, es también la sede de la incomunicabilidad y de la incomprensión. Como se dice en el Génesis (11, 7): “Confundamos allí su lengua, de modo que ninguno entienda la lengua del prójimo”. Florece así una suerte de anarquía que impide proyectos comunes. El Cacciaguida dantesco recuerda que “siempre la confusión de las personas / principio fue del mal de las ciudades”. Sobre este tema ya se ha dicho todo lo necesario y la sociología ha realizado todos los análisis posibles.

Corroborado este juicio severo sobre la disgregación de pueblos y culturas, hay que recordar que bajo esa palabra puede esconderse un fermento fecundo. Es lo que podemos identificar como “pluralidad”, que se opone a monolitismo sociocultural y globalización forzosa. En la disgregación se puede manifestar, de hecho, de forma exasperada una instancia de desagregación que impide el ser “rebaño” o manada sin una conciencia personal y una individualidad creativa.

Es iluminadora la imagen de san Pablo cuando, tal vez recurriendo a una metáfora de génesis estoica, compara a la Iglesia con un cuerpo donde se conservan en equilibrio armónico la unidad y la multiplicidad, porque “aunque es cierto que los miembros son muchos, el cuerpo es uno solo. El ojo no puede decir a la mano: ‘No te necesito’; y la cabeza no puede decir a los pies: ‘No os necesito’” (1 Corintios, 12, 20-21).

Antonin Artaud, gran teórico del teatro, estaba convencido de que el cine “jugaba antes de nada y sobre todo con la piel humana de las cosas, con la dermis de la realidad”, incapaz de excavar en profundidad en la esencia íntima de los acontecimientos y del ser. En honor a la verdad, la historia del cine testimonia que también este arte sabe penetrar sobre la superficie de los eventos. Y lo hace mediante un nudo tan estratégico y dramático como es precisamente el que entrelaza la identidad y la disgregación.

En el nº 2.851 de Vida Nueva.