Editorial

El hambre no es un derecho; la alimentación, sí

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EDITORIAL VIDA NUEVA | El del hambre en el mundo es un grave problema con unas causas concretas que podrían abordarse para arrancar de esa grave situación a los 870 millones de personas que sufren sus consecuencias. Desde hace décadas, se vienen teorizando sobre el hecho sin que acaben de adoptarse medidas correctoras.

Demasiados intereses empresariales en juego y escasa voluntad política de los gobiernos, cada vez más entrampados en esta fase actual de la globalización que impone deberes mientras dilata la consagración de derechos, como, por ejemplo, el de la alimentación. Todas las proclamas internacionales, las cumbres anunciadas a bombo y platillo, preñadas de buenas intenciones y fechas de caducidad para la lacra del hambre, se han demostrado llenas de palabras hueras que no se han atrevido a afrontar el problema cara a cara.

Y el problema tiene unas causas muy claras, y todas debidas al hombre: el cambio climático y la degradación medioambiental; la producción de biocombustibles; el acaparamiento de tierras; una irresponsable especulación con el precio de los alimentos, fruto de un comercio internacional que no tiene más metas que las del puro beneficio…

Así pues, causas concretas frente a las que cabrían actuaciones concretas, y que nos detalla el informe El desafío del hambre. La seguridad alimentaria en nuestro mundo globalizado, recientemente publicado por Manos Unidas, organización eclesial que pretende dar un paso más en su compromiso con el prójimo, en esta ocasión, brindando elementos de reflexión para invertir esta situación de inevitabilidad con la que algunos han etiquetado al hambre.

Soluciones hay; falta voluntad.
La situación actual exige de la solidaridad de todos.
Aunque, como acaba de señalar Francisco,
esa solidaridad “a menudo se considera contraproducente,
en contra de la racionalidad económica y financiera”.

Pero Manos Unidas no solo ofrece teoría, sino que baja al terreno de las actuaciones ineludibles. No se resigna a ofrecer un menú alternativo a base de insectos, como ha hecho la FAO para afrontar el problema. A esta organización –sin las ataduras y servidumbres de la organización de Naciones Unidas– no le tiembla la voz al proponer cambios que hoy suenan utópicos, pero que son de justicia elemental.

A saber: que quienes causan el cambio climático ayuden a los países que más lo están sufriendo, que, ¡oh, casualidad!, son los más hambrientos; vigilar la producción de biocombustibles, que cierran la puerta de acceso a la tierra en sus propias comunidades a los más pobres; modificar las políticas agrícolas y comerciales de las grandes potencias, que subvencionan sus productos, con los efectos consiguientes en la agricultura de los países en vías de desarrollo; establecer medidas contra la especulación en los precios de los alimentos; limitar la compra de grandes extensiones de tierra por parte de algunos países que aprovechan los bajos precios y la mucha necesidad de los más pobres para acaparar terrenos donde cultivar alimentos que llevarán a sus lugares de origen…

Soluciones hay, como vemos; falta voluntad. Pero la situación actual exige de la solidaridad de todos. Aunque, como acaba de señalar el papa Francisco, esa solidaridad, “que es la riqueza de los pobres, a menudo se considera contraproducente, en contra de la racionalidad económica y financiera”.

En el nº 2.849 de Vida Nueva. Del 25 al 31 de mayo de 2013.

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