De ellos es el Reino de los cielos

MONSEÑOR FABIÁN MARULANDA, Obispo emérito de Florencia

 

Parecía una muñeca mecánica. Las manos delgadas y blancas encajaban perfectamente en un aparato ortopédico. También uno de sus pies hacía juego con los brazos. Un señor alto y robusto la trajo hasta el avión y la sentó con cuidado en la silla “A” de la primera fila. Entregó sus papeles a uno de los auxiliares de vuelo y le dio instrucciones para entregarla en Panamá, donde personas debidamente identificadas llegarían hasta el avión para recibirla. Acomodó bien a la niña, abrochó su cinturón de seguridad y se despidió con aparente frialdad. Natalia lo vio irse y comenzó a llorar tímidamente.

Cuando el avión inició el carreteo sentí la necesidad de conversarle. Con sus diez escasos años, Natalia pareció animarse y me contó que iba para Estados Unidos. En Panamá se reuniría con otros niños que sufrían el mismo mal que ella. Esta noche, me dijo, voy a dormir donde un tío y pasado mañana nos vamos todos para Nueva Orleans.

En su pequeño bolso llevaba una muñeca y el retrato de su hermanito menor. Mi mamá, continuó, quedó muy triste en el aeropuerto, pero ella me dijo que todo iba a salir muy bien.

A mi lado derecho, una señora joven parecía no reparar en Natalia por estar dedicada a contemplar un lindo bebé de ojos azules que cargaba en sus brazos.

En la prensa que nos dieron al entrar en el avión, leí la historia de una mamá que utilizó a sus hijos pequeños para introducir coca en un país de Europa y también la crónica de un hombre que, presa de los celos, mató a su mujer y a sus dos hijos.

Todo lo anterior me puso a pensar en los niños, verdaderos ángeles de Dios a quienes Jesús acogió con ternura cuando dijo a sus discípulos: “dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos” (Mc 10,14).

Por fortuna hay muchos de ellos que tienen el cariño y la seguridad de un buen hogar. Pero cuántos rostros de niños maltratados y marcados por un signo trágico de violencia y de muerte. Rostros de niños indeseados y entregados en adopción; rostros de niños que no conocen el amor de sus padres.

Aceptar la realidad de que los niños mueran nunca resulta fácil. Y mucho menos cuando mueren atropellados por el vehículo conducido por un borracho irresponsable, o por causa de una bala perdida, o por un arma asesina de un violador.

Me bajé del avión con el pesar de saber que Natalia, a tan temprana edad, tenía que afrontar un tratamiento quizá prolongado sin la compañía de su mamá; me despedí de ella y le prometí que iba a orar para que le fuera muy bien en el tratamiento.

 

Los derechos de los niños

El tema de los niños da para largo, sobre todo en un país de contradicciones como Colombia. Nuestra Constitución Política (art. 44) consagra los derechos fundamentales de los niños, entre ellos la vida y la integridad física, la salud y la seguridad social; también el derecho a tener una familia a no ser separados de ella, el cuidado y amor, la educación y la cultura, la recreación. Serán protegidos contra toda forma de abandono, violencia física o moral, secuestro, venta, abuso sexual, explotación económica o laboral. Y concluye el artículo con esta joya: “los derechos de los niños prevalecen sobre los derechos de los demás”.

¿Cómo entender entonces que los niños sean reclutados por la guerrilla, o por las bandas de delincuentes, o estén en las minas y sitios de trabajo? ¿Cómo aceptar que sean secuestrados, abandonados y privados de la educación? ¿Cómo no preocuparse ante la actitud permisiva de legisladores y jueces que no castigan ejemplarmente los delitos contra la vida y la integridad de los niños?  Concluyo con las palabras del Señor: “al que haga caer a uno de estos pequeños que creen en mi, mejor le sería que le amarraran al cuello una gran piedra de moler y que lo hundieran en lo más profundo del mar” (Mt 18,6).

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