OBITUARIO: Juan González-Anleo, sociólogo: pura vida

Juan González Anleo, sociólogo, fallecido en 2013

Juan González Anleo, sociólogo, fallecido en 2013

JUAN RUBIO | No es persona de obituarios, sino de tránsitos, pero esta revista le debe un cálido homenaje. Se nos ha ido un hombre grande, un sociólogo de esa “guardia vieja”, que no “vieja guardia”, la que preparó una nueva generación de sociólogos atrevidos, abiertos y lúcidos; un hombre de un vitalismo brutal en su biografía cuajada de pasión.

Juan González-Anleo se ha ido silencioso, rodeado de los suyos, de esa trinidad excelsa que formaba con su esposa y su hijo, un trozo de él que queda en la tierra para deleite de muchos. Un poco antes se había marchado un gran amigo suyo y compañero en las lides sociológicas, Pedro González Blasco, con quien inició en los años 80 del siglo pasado los estudios sobre jóvenes de la Fundación Santa María, estudios que tanto han marcado las estrategias pastorales de la Iglesia española en el fin de siècle.

En el último, el de 2010, tanto Juan como Pedro no estuvieron en la primera línea, pero estaban detrás. Eran “como Dios en la creación”. No se veían, pero estaban, abriendo caminos, alentando ilusiones, desbrozando cauces. Esa es la grandeza de los grandes. Lo otro es la mezquindad de los pequeños, los que no se quieren ir y arrasan ilusiones.

Era uno de los grandes y, como estamos en un época en la que ya se nos están marchando, esta revista no puede por menos que hacerse un eco agradecido de ellos, y de Juan particularmente. En Vida Nueva publicó el pasado septiembre sus últimos trabajos, que yo mismo le pedí a través de su hijo, mi buen amigo Juan; un Pliego en dos entregas que merece la pena guardar y releer: España, ¿una sociedad enferma? Golpe a las instituciones y España, ¿una sociedad enferma? El impacto en la cultura y los valores.

Sé de la ilusión con que lo escribió y de su cariño por la revista y el rumbo editorial de los últimos años, con sus advertencias de sabio cuando la pluma se estira y los márgenes se desembarazan. Me reía cada vez que me llegaba algún comentario suyo sobre el miedo y sus efectos tan peligrosos.

Juan se ha ido con ocho décadas en el corazón, pero con una mirada alta, como las cumbres suizas a las que acostumbraba a ir en sus vacaciones; y con una mirada cálida también, como esas ciudades del norte de África a las que se desplazaba buscando aquel cielo protector de Bowles. Juan se ha ido, pero se ha quedado una semilla inmortal suya: su vida, su pasión, su genio, su vitalidad.

Su hijo lo despedía con versos de Hernández: “Tu corazón, ya terciopelo ajado, llama a un campo de almendras espumosas (…) que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero”.

Y muchas cosas tendrá que hablar con alguien a quien imagino buscando con avidez en ese nuevo tiempo remozado para él, a Juan Sebastián Bach. Quería conversar con el compositor para mirar a los ojos a quien le había hecho pasar horas inolvidables escuchando su Pasión según San Mateo. Decía que quería hablar “millones de años con Bach”. El tiempo… ese gran escultor… Decía que “en ningún sitio se comprendía mejor a Dios que en la música de este compositor”.

Atrás quedan años de docencia en la Complutense, en Alcalá, en la Pontificia de Salamanca, en el Instituto León XIII y las muchas generaciones que supieron de su mucho saber y de su mucho vivir. Lector como pocos, melómano y amante de la naturaleza, ni la escasez de fuerzas físicas le privaban de una mirada clara a las altas montañas, esas en las que ya habita, con mirada clara y ojos infinitos.

En el nº 2.843 de Vida Nueva.

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