Nuestra Iglesia necesita muchos Franciscos

 

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Primeras palabras, no escritas por otros, sino salidas del alma; actitudes, gestos cargados de sentido, mensajes al Pueblo de Dios que expresan sus más profundos anhelos para la humanidad entera; cercanía, sobriedad y sencillez, expresión de su espíritu de pobreza; es el anuncio de lo que será su pontificado, el anuncio de una nueva era para toda la Iglesia.

Aquello de que “los ejemplos arrastran”, el papa Francisco lo demostró como obispo, como cardenal y ahora lo ha demostrado con creces en sus primeros días ya elegido para la sede de Pedro. Es la vida de un pastor según el corazón de Dios, una vida  de servicio y no de privilegios, y que hoy dice  a toda la Iglesia por qué y cuán importante es llamarse Francisco en este siglo XXI. Ya algunos han dado en referirse a él como “el Papa del buen ejemplo”. De otro lado, queda claro que todos los que hicieron apuestas las perdieron, y que a Francisco no lo eligieron los periodistas, sino el Espíritu Santo que es alma y guía de la Iglesia. Un papa y un nombre se convierten hoy en una esperanza  para todo el pueblo de Dios.

Si la Curia romana es o no un reto para el papa Francisco, si pronto va a visitar a Colombia, no es lo que en esta América nuestra debe desvelarnos. ¿Por qué no preguntarnos más bien si en nuestras diócesis, en nuestras parroquias, y hasta en la más modesta capellanía habrá otros tantos Franciscos, a ejemplo del papa que acaba de ser elegido?

Llevar el Evangelio a todos los hombres, el Señor así nos lo mandó. Enviados a servir y no a ser servidos, a ejemplo del Señor, también lo sabíamos. Bienaventurados los pobres, lo repetimos de memoria y casi por inercia. De opción preferencial por lo pobres, hemos hablado y discutido en conferencias magistrales y escrito volúmenes enteros.

Algo nos falta: convertirnos en Franciscos. El papa Francisco, él solo, desde Roma, no puede hacerlo todo. “Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres”, ha dicho hablando a los periodistas. Y diciéndoselo a ellos quiere decir que la cosa va en serio; ya me imagino las crónicas sobre el tema en los Medios. Una Iglesia más descalza, más austera, que nadie en ella muestre hambre de dignidades ni privilegios ni de fama ni de dinero ni de poder ni de propiedad exclusiva de la verdad. Que nuestra única riqueza sea el Señor y su Evangelio. Que el poder de la Iglesia sea su vocación y su capacidad de servir al pueblo de Dios. Que ninguna circunstancia sea válida para excusarnos de servir a quien nos necesita. Que salgamos de nuestros refugios episcopales y curales, que vayamos a buscar a los más pobres, a los alejados, a los que sufren, para llevarles la hermosa realidad de la misericordia de nuestro Dios.

Y que a quienes muy pronto van a salir a anunciar el Reino de Dios, se los prepare para servir, no para mandar; se los prepare para trabajar con inteligencia por la justicia y la fraternidad; que sepan practicar la caridad buscando siempre hacer hombres y mujeres, y no mendigos. Que a nuestros seminarios y casas de formación vayan solo los que quieran ser Franciscos, pues ellos no son otra cosa que hogares donde nacen, crecen y de donde salen los verdaderos Franciscos.

La Iglesia de Jesucristo necesita Franciscos que sean encarnación viva y operante de su única misión y vocación en el mundo; los Franciscos que los hombres y mujeres de hoy quieren encontrar en su camino.

Hablar de renovación, de conversión interior, de formar discípulos misioneros, es precisamente eso: una invitación apremiante a ser Franciscos. La Nueva Evangelización, la Misión Continental, el Año de la fe, los nuevos planes de pastoral evangelizadora, se pueden quedar escritos o en un simple buen deseo si no hay Franciscos. Es hoy la gran necesidad  de la Iglesia: no uno, sino  muchos Franciscos.

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