Tribuna

La sal de la tierra

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Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de DeustoFERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR | Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Deusto

“Nuestra verdad no nos pertenece, no es una posesión, sino un compromiso…”.

Charles Péguy, un hombre tan imprescindible como olvidado entre quienes se enfrentaron hace cien años a la primera de las grandes crisis contemporáneas, solía comentar ante sus compañeros: “Esos católicos, ¡si supieran lo que tienen…!”.

En estos tiempos en que nuestra sociedad delata su fragilidad esencial y su falta de respuestas, me pregunto si las palabras de Péguy no solo mantienen su vigencia, sino que parecen haber agravado su sentido. La crisis de nuestra fe no radica en la pérdida de nuestras creencias fundamentales, sino, más bien, en haber olvidado que el cristianismo no se reduce a un mero testimonio. Es una presencia dotada de respuestas.

No hemos perdido la fe, pero hemos debilitado nuestra confianza. No calibramos nuestra propia fuerza, posiblemente por un complejo de inferioridad ante el mundo moderno, por un sentimiento de culpa ante los errores graves de la Iglesia, por una intolerable timidez ante las exigencias de la evangelización.

Todos estos factores han provocado que en nuestras filas cunda el relativismo o la dejación de nuestro compromiso radical con la historia, reduciéndolo a ser una voz más, entre muchas otras dispuestas a denunciar las alarmantes agresiones a la dignidad de los hombres.

¿Deberá regresar otro Péguy para recordarnos no solo lo que somos, sino lo que se espera de nosotros? La insoportable dolencia de esta crisis económica permite y exige que los cristianos descubramos ante ella la actualidad de nuestro mensaje fundacional.

Nos exige profundizar en nuestra fe, pero, sobre todo, reactivar nuestra confianza en que nuestra concepción de la vida es la mejor pertrechada para analizar lo que ocurre y para señalar el camino que debe recorrerse. Y lo es, sobre todo, para advertir de las peligrosas turbaciones morales que la perpetuación de la crisis puede provocar en quienes la sufren.

En tiempos de peligro para
esa dignidad que Jesús asignó a los hombres,
los cristianos le debemos al mundo una presencia
que no sea la de espectadores compungidos
ni la de pragmáticos negociadores.

Cristo no nos dijo que los hombres fueran idénticos, sino que eran iguales. Quiso preservar la integridad del individuo. Los momentos de descomposición de la sociedad siempre se han manifestado como una agresión a este principio. Hemos visto la deshumanización de las personas convertidas en mercancías, en seres superfluos, en vidas intercambiables, al servicio de las maquinaciones de los poderosos y los desalmados.

Pero hemos visto también cómo la respuesta a esta situación desesperada era capaz de provocar la pérdida de la calidad humana de quienes se rebelaban.

El hombre puede ser arrastrado a la deshumanización cuando decide confundir su lucha contra la injusticia en un espacio de aniquilación moral, donde la violencia, el odio y el crimen acaban por convertir a la víctima en verdugo. En la soledad de una sociedad cruelmente atomizada, el hombre puede destruirse en la búsqueda del vano consuelo de una identidad comunitaria. La deshumanización es también la entrega de la integridad de la persona a un éxtasis colectivo, donde la libertad, la responsabilidad y el destino individual son extraviados.

En tiempos de peligro para esa dignidad que Jesús asignó a los hombres, los cristianos hemos de tener un coraje que no es soberbia, pero tampoco falsa modestia o humildad desertora. Le debemos al mundo una presencia que no sea la de espectadores compungidos ni la de pragmáticos negociadores.

Nuestra verdad no nos pertenece, no es una posesión, sino un compromiso. Es palabra que habrá de fertilizar una sociedad en riesgo de hacerse moralmente estéril. Es la voz que habrá de pronunciar la esperanza en una sociedad amenazada de desesperación. Es el mensaje que habrá de desvelar la integridad del hombre en una sociedad en trance de deshumanización.

No ha sido nunca la hierba que brota, cabizbaja y sucia, de la extenuada sequedad del suelo. Desde el principio ha sido semilla de voluntad, germen de vida, sal de la tierra.

En el nº 2.836 de Vida Nueva.