Ecología, un reto ineludible para la Iglesia

mujer con un caldero con agua en Brasil zona de sequía

dos personas pasean al lado de una playa contaminada basura en la orilla

Ecología, un reto ineludible para la Iglesia [extracto]

JOSÉ CARLOS RODRÍGUEZ SOTO | La medioambiental es la cara menos conocida, pero no la menos importante, de la gran crisis que azota al planeta. También esta tiene su raíz en la pérdida de valores, en su caso, en la falta de estima y cuidado hacia el conjunto de la creación. ¿Qué hace o qué puede hacer la Iglesia frente a esta cuestión crucial?

“Estamos en una misión católica, ¿verdad?”. Esa fue la primera pregunta que un día de mayo de 1999 dos visitantes –uno de Kenia y otro del Congo– me hicieron cuando llegué con ellos en coche a la parroquia de Kitgum, en el norte de Uganda, donde yo trabajaba entonces. Habíamos entrado por una frondosa zona donde aún no se avistaba la iglesia ni ningún signo religioso. “Sí, ya hemos llegado”, les respondí no sin ocultar una cierta curiosidad. “Por cierto, ¿cómo os habéis dado cuenta?”. La respuesta me hizo reflexionar: “Porque se ven muchos árboles plantados por todas partes, y esa es una costumbre que en nuestros países introdujeron los misioneros desde el principio. Por lo que vemos, aquí es lo mismo”.

Como les vi interesados en el tema de la reforestación, al día siguiente les mostré uno de los proyectos estrella del centro de pastoral de la parroquia: un vivero en el que crecían miles de arbolitos de varias especies y que los catequistas se encargaban de plantar alrededor de sus capillas.

En África, como en el resto del planeta, se nota cada vez más el deterioro medioambiental y los árboles desaparecen de sus paisajes, unas veces como consecuencia de la codicia de compañías extranjeras que esquilman sus bosques, y otras, simplemente, debido a la presión de millones de personas que todos los días tienen que encontrar leña para cocinar la comida cotidiana.mujer con un caldero con agua en Brasil zona de sequía

“Cuando yo era niño, el camino de cinco kilómetros que recorría a diario de mi casa a la escuela era un hermoso bosque”, recuerda Alex Ojachor, vicerrector del seminario nacional de Gaba, en la capital ugandesa. “Hoy, cuando voy a visitar mi aldea, me da pena ver que ya no queda ni un solo árbol en la zona”.

El P. Ojachor, como muchos otros curas en su país, también ha plantado miles de árboles en las parroquias donde ha trabajado, y confiesa que una de las pasiones que intenta inculcar a sus seminaristas es la del cuidado del medio ambiente.

En el mundo de hoy desaparecen bosques, se contaminan ríos, se extinguen especies animales y el calentamiento global provoca sequías irreversibles. El deterioro del medio ambiente es una de las caras de la crisis mundial, tal vez la que recibe menos atención informativa. La Iglesia no deja de señalar que la crisis económica tiene sus últimas raíces en algo más profundo, definido a menudo como “crisis moral” o “crisis de valores”.

Esta falta de ética, que salva con todas las facilidades bancos ávidos de beneficios a cualquier precio mientras desahucia sin piedad a familias vulnerables, se manifiesta en forma de una crisis con mayúsculas que no solo produce recortes presupuestarios, escasez de dinero o aumento del desempleo, sino que también está presente en ámbitos de la vida humana.

Hoy día se habla de otras crisis que van parejas con la financiera: crisis social, familiar y también ecológica. El ser humano no solo ha dejado de amar a su prójimo como a sí mismo; tampoco parece amar a los otros seres vivos que le rodean: los que forman el conjunto que llamamos naturaleza.

Pero sobre esta otra crisis, la que se ceba en la degradación del medio ambiente, ¿qué dice la Iglesia? ¿Cómo la ve? ¿Qué papel desempeña para aportar soluciones?

“Se ven muchos árboles plantados
por todas partes,
y esa es una costumbre que
en nuestros países introdujeron
los misioneros desde el principio”.

El jesuita José Ignacio García Jiménez, director del Centro Social Jesuita Europeo, uno de los institutos católicos más prestigiosos que se ocupa de temas medioambientales, declaraba el año pasado a Vida Nueva: “En la Iglesia, si se trata de principios sobre ecología, los tenemos. En cuanto a las acciones, aún nos queda mucho camino por recorrer”.

Cuestión de principios

Empecemos, pues, por los principios. En la Iglesia, estos nacen de la teología de la creación. El pensamiento cristiano, partiendo de la historia bíblica narrada en el Génesis, que concluye con la mirada de Dios sobre lo creado –“y vio que todo era muy bueno”–, ha desarrollado en décadas recientes el aspecto de la creación como tarea abierta, inacabada, en la que el ser humano colabora con Dios.

Quien quiera reflexionar sobre el medio ambiente encontrará abundante inspiración en numerosos lugares de la Revelación, desde el “he aquí que hago nuevas todas las cosas” o la promesa del desierto que florecerá –ambos en el profeta Isaías–, hasta los cielos nuevos y la tierra nueva del Apocalipsis.

“Las cartas paulinas conectan mucho con el pensamiento ecológico al proponer la idea de que la salvación afecta a toda la creación, y no solo a los seres humanos”, declaraba el año pasado a la agencia ESSC News el teólogo filipino Reynaldo Raluto. El padre Rey, sacerdote de la diócesis de Malaybalay, recordaba en esa entrevista a un gran precursor de la teología ecológica, el jesuita Theilhard de Chardin, y su noción del Cristo cósmico, que destaca que hay un elemento “crístico” en el cosmos que proviene de la vida intra-trinitaria y que acompaña continuamente a la creación. “Esto resuena a la noción que tienen muchos pueblos indígenas cuando expresan la presencia de Dios en la naturaleza”, concluía Raluto.deforestación en la Amazonía zona de monte quemada

Principios sobre ecología abundan también en el magisterio de la Iglesia más reciente. Los números 2415 y 2416 del Catecismo de la Iglesia Católica recuerdan que “el séptimo mandamiento exige el respeto a la integridad de la Creación”. Este compendio recuerda que “el uso de los recursos minerales, vegetales y animales del universo no puede estar desligado del respeto a exigencias morales. El dominio otorgado por el Creador al hombre sobre los seres inanimados y otros seres vivos no es absoluto y exige un respeto religioso por la integridad de lo creado”.

En varias ocasiones, Juan Pablo II llamó a una “conversión ecológica”, y en su discurso al Cuerpo Diplomático en enero de 2012, Benedicto XVI llamó la atención sobre las consecuencias que el deterioro medioambiental tiene en muchas poblaciones al condenarlas a una vida de pobreza.

La acción del hombre

África es, probablemente, el continente que sufre más las consecuencias de esta crisis medioambiental. En su exhortación apostólica Africae Munus, publicada en noviembre de 2011, en la que Benedicto XVI recogió las conclusiones del segundo Sínodo Africano, el Papa denunció “la opulencia de ciertos grupos, que es un shock para la conciencia, sobre todo si se tiene en cuenta la pobreza crónica de los pueblos de África, que sufren los efectos de la explotación y la apropiación indebida de sus recursos” (AM 79).

Y condenó igualmente los daños ecológicos irreversibles que algunos grupos financieros están causando a los ecosistemas africanos. En este sentido, expresó claramente que “la Iglesia debe denunciar el orden injusto que impide que los pueblos de África puedan consolidar sus economías”.

¿Cuáles son esos daños irreversibles? Los especialistas en cuestiones medioambientales dicen que todos ellos son consecuencia de la acción del ser humano, sobre todo, como señala García Jiménez, “de una industrialización sin límites en la que se ha abusado de los recursos”.

El pensamiento cristiano, partiendo de
la historia bíblica narrada en el Génesis,
ha desarrollado en décadas recientes
el aspecto de la creación como tarea abierta, inacabada,
en la que el ser humano colabora con Dios.

El cambio climático, como consecuencia del calentamiento global, se considera la más grave de estas agresiones al orden de la naturaleza. Da la impresión de que en el mundo occidental se piensa que quienes más sufren el aumento de las temperaturas son los osos polares o las focas de la Antártida, que padecen por la falta de hielo. Pero menos atención parecen merecer los millones de campesinos del Sahel, del Cuerno de África o de las zonas australes de este continente, que desde hace no muchos años sufren sequías nunca vistas antes.

Naciones Unidas alerta desde hace pocos años del surgimiento de un nuevo tipo de víctima: el refugiado medioambiental. Es difícil calcular cuántos millones de personas en los lugares más pobres del mundo han abandonado sus hogares porque ya no pueden seguir viviendo de la agricultura de subsistencia que generaciones anteriores practicaron sin demasiados problemas.deshielo del Glaciar Perito Moreno en la Patagonia argentina

En África, sus padres y abuelos estaban acostumbrados a hacer frente a un año de pocas lluvias cada diez o doce años, pero desde hace apenas dos décadas, el tiempo se ha vuelto completamente impredecible y ya no llueve como antes. Para muchos campesinos, cansados de ver cómo lo que siembran hoy con tanto esfuerzo mañana se seca por un sol implacable, la única salida posible es emigrar a ciudades, donde terminarán recalando en barriadas miserables y engrosando las filas de los desempleados que sobreviven con trabajos ocasionales o pequeños negocios de economía informal.

La segunda manifestación de esta crisis medioambiental es la deforestación galopante. Si antes los bosques desaparecían debido a las talas masivas de árboles para madera y pasta de papel, hoy la causa de este desastre tiene otro nombre: biocombustibles.

En numerosos países de Asia y África, sus gobiernos no tienen ningún inconveniente en entregar grandes extensiones de terrenos forestales a compañías que eliminan grandes superficies de árboles centenarios para realizar cultivos intensivos de palmera de aceite o jatropha con el fin de producir etanol o diesel. En Malasia, por ejemplo, casi todos sus bosques han desaparecido en la última década debido a estas prácticas, que casi siempre acaban causando daños irreversibles al medio ambiente al eliminar la capa superior de suelo fértil.

Lo más irónico del caso es que, con la excusa de generar “energías verdes”, se acaba produciendo en el medio ambiente un daño más grave que el que se pueda derivar por la explotación de otros combustibles considerados como menos ecológicos.

Desaparición de especies

También estos últimos degradan enormes hábitats naturales y hace que desaparezcan cada año numerosas especies vegetales y animales. Esta es otra faceta de la crisis medioambiental. Pero si desastres ecológicos causados por vertidos de petróleo en lugares como el Golfo de México (o las costas de Galicia cuando se produjo el famoso caso del Prestige) atraen una atención internacional mediática considerable, no suele ocurrir lo mismo cuando esto ocurre en otros lugares del mundo, donde la situación puede durar mucho más tiempo y ser más grave. Este es el caso del Golfo de Guinea.

Naciones Unidas alerta desde hace poco
de un nuevo tipo de víctima: el refugiado medioambiental:
ya no llueve como antes, y para muchos campesinos
la única salida es emigrar a ciudades,
donde terminarán en barriadas miserables.

Desde los años 50 del pasado siglo, varias compañías multinacionales, con la colaboración de las élites locales, se han lanzado a la explotación de los recursos petroleros en el sur de Nigeria. Pero como ocurre a menudo en África, estos valiosos recursos no benefician a la población, que lleva varias décadas presenciando el expolio de su tierra y sus ríos, contaminados por el crudo, y asistiendo a la violencia de bandas criminales que campan por sus fueros y utilizan el robo del petróleo a gran escala como fuente de financiación.

El libro The Rape of the Paradise, publicado hace un año por el fotoperiodista nigeriano George Osodi, presenta –con algo más de 200 impresionantes fotografías– cómo una tierra fértil bendecida por ríos y bosques se ha degradado más allá de lo imaginable y ha condenado a millones de nigerianos a una vida de miseria, en nombre de intereses económicos que nada tienen que ver con la satisfacción de sus necesidades más básicas.

Sin llegar a una situación tan grave, algo parecido ocurre en la costa de Ecuador. El obispo de Esmeraldas, el comboniano español Eugenio Arellano, declaraba hace dos años en una visita a España: “Nuestra preocupación por la ecología no es porque a los obispos nos gusten las flores y las mariposas de colores, sino porque la destrucción de espacios naturales crea pobreza y marginación”.aves cubiertas de petróleo

Monseñor Arellano alertaba de las consecuencias que estas prácticas abusivas tienen para la vida de muchos indígenas, que se ven forzados a emigrar a grandes ciudades, donde malviven sin un trabajo fijo: “Cuando veo a estas personas, pienso, con pena, que sus hijos serán los futuros delincuentes y sus hijas, las futuras prostitutas”, concluía el prelado español.

El último aspecto de este derrumbe de la naturaleza es la introducción de especies invasoras en algunos hábitats naturales, que han alterado un equilibrio natural que reinó durante muchos siglos. El famoso documental La pesadilla de Darwin alertó hace algunos años sobre el desastre que supuso para el equilibrio ecológico del Lago Victoria la introducción de una nueva especie, la perca del Nilo, que esquilmó el resto de especies de peces que antaño poblaban el segundo lago más grande del mundo.

La película muestra hasta detalles impensables cómo los únicos que se han beneficiado de esta situación son las compañías extranjeras que procesan los filetes de perca en las plantas industriales de Mwanza (Tanzania) para exportarlos a países europeos consumidores de este pescado. Las poblaciones locales, sin embargo, se han arruinado al no poder seguir practicando la pesca artesanal, y de la perca exportada a países ricos solo les quedan las espinas.

¿Cómo se ha podido llegar a agresiones tan graves contra la naturaleza? Reynaldo Raluto lo explica de este modo: “Si las personas se olvidan de reconocer la presencia de Dios en la naturaleza, su tendencia es a olvidar la sacralidad que pueda tener la naturaleza, y eso les lleva a suponer que pueden explotar sin ningún temor de estar cometiendo un sacrilegio, sin ningún escrúpulo”.

El reciclaje y el cuidado de la naturaleza
no son un privilegio de los países ricos,
sino una necesidad imperiosa para todos los seres humanos,
especialmente lo que más sufren la crisis medioambiental.

El teólogo recuerda que durante el Segundo Concilio Plenario de Filipinas se decidió que todas las diócesis debían tener una oficina para la ecología, aunque en su opinión, “los asuntos ecológicos no son aún una prioridad para la Iglesia”. Sin embargo, en muchas comisiones de Justicia y Paz, ya sean diocesanas, nacionales o de algunas congregaciones religiosas, la cuestión de la “integridad de la creación” se ha incluido como parte de su mandato.

Acciones concretas

En la práctica, sin embargo, la Iglesia en distintas partes del mundo sí realiza acciones encaminadas a luchar contra la crisis medioambiental. Puede ser por medio de declaraciones de conferencias episcopales y acciones de denuncia contra el abuso de los recursos naturales, y también por medio de proyectos que ONG católicas y las distintas Cáritas diocesanas realizan en favor de una naturaleza al servicio de las personas.

Son numerosas las obras que la Iglesia realiza en países azotados por sequías, desde Burkina Faso hasta el norte de Kenia, para construir reservas de agua y apoyar a cooperativas de campesinos que luchan por su seguridad alimentaria en medio de condiciones adversas.

Uno de estos lugares es Tami, una remota aldea del norte de Togo, donde hace 40 años los Hermanos de La Salle comenzaron el Centro de Formación Rural. Esta granja-escuela –donde se imparten también cursos de economía doméstica– fue impulsada por el obispo Hanrion, quien solía repetir: “No se puede construir la Iglesia sin antes poner al hombre en pie”.chimeneas de fábricas contaminan el aire

El hermano Josean Villalabeitia ha publicado hace poco el libro Sembrando futuro, en el que explica la historia de este centro que se ha convertido en un foco de equilibrio medioambiental en una zona vulnerable de África. Muchas diócesis y congregaciones religiosas en lugares amenazados por sequías, erosiones y talas de bosques tienen proyectos muy similares.

Uno de ellos, especialmente impresionante, es el que vi en mayo de 2008 en la ciudad de Kanyakumari, en el extremo sur de la India, puesto en marcha por los misioneros claretianos. Hacía cuatro años que el temible tsunami asiático había arrasado las costas de esta ciudad de pescadores. Con ayuda de las Cáritas de varios países europeos, entre ellos España, la oficina de desarrollo de la Diócesis de Qotar construyó un nuevo barrio a unos tres kilómetros de la ciudad. La mayor parte de las familias que vivían en él habían acabado de adquirir en propiedad sus nuevas viviendas gracias a créditos a bajo interés que tenían que devolver en un período de unos diez años.

Llamaba la atención lo impecablemente limpias que estaban sus calles. A los pocos minutos entendí por qué. Un carrito tirado por dos mujeres en bicicleta recorría el vecindario recogiendo las basuras, que eran vertidas en unos bidones de plástico de forma separada, según se tratara de residuos orgánicos, plástico, vidrio u otros materiales. Una vez concluida la ronda, se dirigían a unos almacenes donde repartían los deshechos según su origen. Al lado había una planta de reciclado de aguas fecales que eran aprovechadas para el riego de unos huertos comunitarios. En el barrio se plantaban también árboles y arbustos a lo largo de sus avenidas, en las que empezaba a dominar el color verde, dando frescura y vida al vecindario. Todas estas actividades estaban gestionadas por una cooperativa de mujeres, las cuales se ganaban su sustento gracias a este negocio.

Aquel día aprendí que el reciclaje y el cuidado de la naturaleza no son un privilegio de los países ricos, sino una necesidad imperiosa para todos los seres humanos, especialmente lo que más sufren las consecuencias de la crisis medioambiental.

Es posible que en la Iglesia, por lo que se refiere a la ecología, aún quede mucho camino que recorrer, pero anima pensar que ya hay muchos lugares donde, para los cristianos, la fe se muestra en el amor al prójimo y también en el amor a la naturaleza que Dios ha creado.

En el nº 2.833 de Vida Nueva.

 

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