Divorciados en la Iglesia, a vueltas con la comunión

familia en sombra

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JOSÉ LUIS PALACIOS | El jesuita Pablo Guerrero, profesor de Teología Pastoral y Moral de la Universidad de Comillas, y preocupado desde hace 25 años por favorecer el acercamiento a la comunión eclesial de las personas divorciadas, coincide en señalar que “la doctrina no puede descuidar nunca la ternura y la compasión”.

Desde luego, apunta, “se mantiene la teoría de la indisolubilidad del matrimonio, pero cada vez más se pide el estudio pormenorizado de cada caso, especialmente desde el punto de vista pastoral, más si tenemos en cuenta que a largo de la historia de la Iglesia, la concepción sacramental del matrimonio no ha sido siempre igual de uniforme”.

La clave, a su entender, estriba en repensar la cuestión sobre si “el matrimonio se puede acabar. Ya sabemos que el amor, a veces, sí”. Recurriendo a la opinión de especialistas, considera que en una gran mayoría de los divorcios se puede decir que hay razones de peso para considerarlos canónicamente nulos.

La pregunta que insistentemente le dirigen las personas fracasadas en su matrimonio es: “¿Por qué molesta tanto nuestro pecado?”.

Una interpretación estricta del Derecho Canónico podría derivar en “la consideración del matrimonio más como contrato que otra cosa”, opina Guerrero, quien considera que “la solución no puede ser aplicar el rigorismo del siglo XVII; la ley no puede tratar igual todos los casos…”.

Este jesuita se pregunta: “¿Qué pasa con aquellas personas que no han tenido culpa en su fracaso matrimonial, que han sido abandonadas, que han sufrido maltratos o que han querido casarse de nuevo para proteger a los hijos y educarles cristianamente? Una buena ley ha de admitir excepciones”.

De hecho, ya hay algunas. Los tribunales eclesiásticos conceden en España unas 1.500 nulidades al año, la mayoría, por errores en el consentimiento, trastornos de comportamiento y falta de consumación, según apunta Cristina Guzmán, especialista en Derecho Canónico de la Universidad Pontificia Comillas.

Los motivos por los que no se solicitan todas las nulidades que podrían conseguirse objetivamente tienen que ver, desde su perspectiva, con que, “en conciencia, cada vez importa a menos gente regularizar su situación con la Iglesia; muchos prefieren evitar tener que recordar y revivir la situación vivida hasta la ruptura o no están dispuestos a esperar uno o dos años de trámites, gastar dinero o enfrentarse con su antigua pareja”.

Todo ello, a pesar de que la leyenda negra que pesa sobre este tipo de procesos apenas se sostiene hoy en día. “Hay ayudas económicas y los instructores –comparables a los jueces civiles– y los peritos suelen tratar de un modo exquisito a los matrimonios y testigos, llegando incluso a ser más comprensivos que en la Justicia ordinaria”, relata esta experta, que también actúa en procesos de nulidad eclesiástica.

En el nº 2.824 de Vida Nueva.

 

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