Migrantes en México: caridad en la ruta del infierno

casa del migrante en México para dar acogida y apoyo

migrantes en México encima de un tren intentando escapar a los Estados Unidos

Migrantes en México: caridad en la ruta del infierno [extracto]

GILBERTO HERNÁNDEZ GARCÍA | Recorren miles de kilómetros desde Centroamérica buscando el sueño americano. Pero apenas comenzada, la ruta se convierte en pesadilla. Muchos no lograrán nunca atravesar México: asesinatos, secuestros… En los últimos años, su angustia ha encontrado un cierto consuelo en organizaciones eclesiales que, además de cobijo, ponen voz a sus denuncias contra el crimen organizado e, incluso, la policía.

Desde hace años, diversas organizaciones defensoras de los derechos humanos comenzaron a registrar, documentar y denunciar el secuestro sistemático de migrantes –provenientes, en su mayoría, de Centroamérica– en su paso por México. Lo que en un principio parecía ser eventual y meramente circunstancial, se ha convertido en una verdadera crisis humanitaria.

En octubre de 2009, la Pastoral de la Movilidad Humana del Episcopado Mexicano, junto con la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos, insistió ante las autoridades mexicanas en la denuncia de secuestros a migrantes realizados por grupos del crimen organizado, con la complicidad de autoridades, como producto de una política migratoria restrictiva y con escasa perspectiva de derechos humanos.

Las estadísticas que dan cuenta de los agravios que sufren esas personas indocumentadas no son unánimes en sus cifras; sin embargo, los datos de la Casa del Migrante de Saltillo y el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro señalan que, hasta diciembre de 2011, habría más de 22.000 personas secuestradas y vejadas por grupos del crimen organizado en México.

Según la Subsecretaría de Población, Migración y Asuntos Religiosos de la Secretaría de Gobernación (SEGOB), al año ingresan en México unos 150.000 migrantes indocumentados, la mayoría provenientes de Centroamérica. De acuerdo con organismos civiles, esta cifra asciende a 400.000.migrantes en México saltando a un tren intentando escapar a los Estados Unidos

Comienza la pesadilla

Pero esos números, esas estadísticas, tienen rostros muy concretos. Son hombres y mujeres, niños incluso, que han sido golpeados por la pobreza y que en sus comunidades de origen no han encontrado las oportunidades suficientes para sobrevivir. La mayoría tiene familiares en los Estados Unidos. Por eso deciden lanzarse a la aventura y cambiar, por fin, “el destino” que les tocó vivir.

Tapachula, Chiapas. Son las siete de la tarde y parece que el sol nunca va a ceder espacio a la noche. En los alrededores de la Casa del Migrante Belén, sostenida por los misioneros escalabrinianos, decenas de personas, la mayoría de Centroamérica, se muestran impacientes. Algunos ya agotaron los tres días de alojamiento que les ofrece el albergue. Otros han pasado el día en las plazas públicas, en los centros comerciales o en los atrios de las iglesias, esperando el momento propicio “pa tirar pa los Estados”.

Infinidad de rostros morenos, prestos a la sonrisa y al diálogo. Hombres y mujeres que van de los 18 a los 50 años, unos cuantos ya mayores, alguna mujer embarazada. Lo que más sorprende es la enorme cantidad de niños, de adolescentes, que deberían estar estudiando en sus países, pero ahora ya van camino al Norte. A estos chicos, al parecer, no les preocupa su situación. Tal vez no entienden la magnitud de la aventura que iniciaron hace unas cuantas semanas al salir de sus pueblos.

Por lo pronto, buscan lo que sea para “matar el tiempo”: en la tierra dibujan algo que quiere ser como un juego de mesa, tal vez un tablero de “damas españolas”, un “gato”; más allá, algunos traen unas canicas; otros patean una lata o un envase plástico como si de un balón de fútbol se tratara; otros más, simplemente se persiguen, haciendo gala de sus noveles energías.

En tanto, los mayores sacan alguna baraja o se tienden en el suelo y clavan los ojos en el cielo, buscando respuestas, suplicando fuerzas y bendiciones, haciendo promesas a Dios, pensando en lo que dejaron, soñando con un futuro feliz que insiste en mostrarse huidizo. “Es como un vía crucis, pero ya llegará la Pascua”.

Apenas han recorrido unos cuantos kilómetros desde la frontera México-Guatemala y ya tienen en su cuenta mucho sufrimiento. “En México es donde más se sufre”, dice un salvadoreño al cuestionarlo sobre cómo le ha ido en esta incipiente travesía. “Aquí empieza la pesadilla”, sentencia un joven, como que sabe lo que dice.

Clavan los ojos en el cielo,
buscando respuestas, suplicando
fuerzas y bendiciones, haciendo promesas a Dios,
soñando con un futuro feliz
que insiste en mostrarse huidizo.

Caminos de vida y muerte

Para llegar a los Estados Unidos, desde hace décadas, los ilegales han seguido rutas muy bien establecidas –como esta del infierno–, recorridas de ida y vuelta por varias generaciones. Todos ellas implican riesgos, pero últimamente se han vuelto más peligrosas por la presencia del crimen organizado que secuestra, extorsiona, violenta y asesina. Eso lo saben todos los que se lanzan a la aventura del Norte; pero el hambre es más peligrosa: la miseria también mata.migrantes en México recuerdan a personas muertas en su huida hacia Estados Unidos

El mayor número de centro y sudamericanos que cruzan el territorio mexicano por la frontera de Tecún Umán (Guatemala) y Ciudad Hidalgo (Chiapas), suelen viajar en el tren de carga con destino a la ciudad de Ixtepec, Oaxaca. Es la ruta conocida como “de la Costa”. También es utilizada por los traficantes de personas, o polleros, para transportar a los migrantes, escondidos en el doble fondo de tráileres o camiones cargados de frutas o mercancía proveniente de Centroamérica.

Otra ruta recorrida por una buena cantidad de indocumentados es la que ingresa en territorio mexicano por la región de El Petén, en Guatemala. A decir de los mismos migrantes, en ella hay una fuerte presencia de narcotraficantes y traficantes de armas. Los migrantes parten desde el punto fronterizo denominado El Naranjo, del lado guatemalteco, y entran en México por peligrosos caminos selváticos y pantanosos por la frontera de El Ceibo, en Tabasco. En este punto tienen que caminar por zonas pantanosas alrededor de 28 kilómetros para llegar al municipio de Tenosique, con el objetivo de abordar un tren de carga que los trasladará al poblado de Medias Aguas, Veracruz.

Cualquiera que sea la ruta, los migrantes deberán recorrer más de 2.500 kilómetros, si es que se dirigen a Nuevo Laredo; o cerca de 4.000, si se trata de llegar a Tijuana; tendrán que gastar entre 3.000 y 6.000 dólares, si es que van “protegidos” por un pollero; e invertir casi un mes de viaje… si es que corren con suerte.

“La pobreza económica en la que se encuentran los transmigrantes es de tal magnitud que sus recursos económicos no son suficientes para poder recorrer el territorio mexicano por algún medio de transporte convencional y, ante esto, se ven en la necesidad de viajar en los techos o espacios entre vagones de los trenes de carga, lugares en donde adquieren múltiples enfermedades y sufren un sinnúmero de accidentes, en los cuales llegan a perder miembros de su cuerpo, además de que se ven expuestos a ser extorsionados y hostigados por la autoridad y por la población en general”, comparte el P. Pedro Pantoja, coordinador de la zona noreste de la Pastoral de la Movilidad Humana.

Para la Diócesis de Tehuantepec,
el fenómeno migratorio “no es
una ocurrencia de los pobres, sino una
contradicción terrible e inaceptable
de la globalización económica y financiera”.

Enfermos, hambrientos, con sed, cansados, y las más de las veces sin dinero en los bolsillos porque son asaltados en el camino, los migrantes centroamericanos encuentran en esta ciudad, Ixtepec, Oaxaca, el alivio a las penurias que enfrentan en su travesía hacia los Estados Unidos.

En cuanto llega un tren procedente de Arriaga, Chiapas, algunos vecinos de la ciudad, hombres y mujeres con gesto amable, salen a las cercanías de la vía para avisar a los migrantes que en el albergue católico Hermanos en el Camino hay comida y un lugar para que descansen.

En medio de un sinfín de dificultades, esta obra de la Diócesis de Tehuantepec sigue prodigado solidaridad a los migrantes. El sacerdote Alejandro Solalinde, fundador del albergue, ha lamentado que, frente a la gran solidaridad cristiana de los ciudadanos, prevalezca la insensibilidad de las corporaciones policiacas y del Instituto Nacional de Migración (INM), que “tratan a los migrantes como si fueran criminales o terroristas”.

Para la Diócesis de Tehuantepec, el fenómeno migratorio “no es una ocurrencia de los pobres, sino una contradicción terrible e inaceptable de la globalización económica y financiera. Ante la injusta e inhumana actitud de las corporaciones policiacas, aquí buscamos darles un trato digno y humano”.casa del migrante en México para dar acogida y apoyo

Casas del Migrante

Desde la frontera sur hasta la frontera norte del país, por las principales rutas que siguen las personas migrantes para llegar a los Estados Unidos, funcionan más de 50 Casas del Migrante, administradas en su mayoría por la Iglesia católica –por parroquias, decanatos, diócesis o institutos religiosos–, donde reciben un lugar para descansar, alimentarse y llenarse de esperanza. Estos lugares son atendidos por mujeres y hombres valientes, generosos y comprometidos, ajenos a la codicia de los polleros y a la avidez de los que se lucran con el dolor y los sueños.

Para los hermanos en camino siempre es una bendición encontrar una mano y un corazón abiertos para acogerlos. En su gran mayoría, las personas migrantes reconocen que en México se sufre mucho por la delincuencia organizada y el comportamiento de los policías, que buscan siempre cualquier oportunidad para aprovecharse. Sin embargo, sienten un profundo agradecimiento por todas aquellas personas que, de buena voluntad, los han apoyado en su camino, brindándoles comida, agua, un techo para dormir o simplemente charlando con ellos.

Las Casas del Migrante originalmente empezaron a funcionar como centros de acogida y ayuda material y espiritual; sin embargo, debido a la violación constante y creciente de los derechos humanos de los migrantes, se han dado a la tarea de documentar y denunciar públicamente y ante las autoridades estos hechos. Así, la defensa de los derechos humanos se ha convertido en tarea prioritaria para estos centros.

En el sur de México es emblemática la labor que vienen haciendo Casas del Migrante como el Albergue Belén, de Tapachula, obra de los Misioneros de San Carlos-escalabrinianos; el hogar-refugio ‘La 72’, puesto en marcha por la parroquia de Cristo Crucificado, de los frailes franciscanos; la Casa del Migrante Hogar de la Misericordia, de la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús en Arriaga, Chiapas; y el Albergue Hermanos en el Camino, de Ixtepec.

Sin embargo, muchas veces con discreción y lejos de los reflectores mediáticos, en todo el país hay muchas experiencias de servicio de este tipo (63 casas formales y otros auxilios no contabilizados, según la Dimensión de Pastoral de Movilidad Humana): desde las que desarrollan instituciones de gran tradición, como el Servicio Jesuita a Migrantes; los servicios que prestan las diferentes diócesis del país a través de la Pastoral Social; las oficinas de Atención al Migrante, particularmente en aquellas regiones de alta incidencia de transmigrantes; o los loables esfuerzos que realizan grupos de laicos más a nombre propio, como sucede en Tequisquiapan, Querétaro.

Las Casas del Migrante, que empezaron a funcionar
como centros de acogida y ayuda material y espiritual,
tiene ahora como tarea prioritaria
documentar y denunciar públicamente
para defender los derechos humanos.

Tal vez la labor más articulada en este campo es la que realizan los Misioneros de San Carlos, mediante la Red de Casas del Migrante Scalabrini, que desde 1999 tienen como objetivo general realizar una pastoral migratoria de conjunto entre centros, trabajando en unión con otras organizaciones no gubernamentales e Iglesias, en la promoción integral de los migrantes en su aspecto humano, cultural, social y espiritual.

El episcopado, a través de la Dimensión Pastoral de la Movilidad Humana (DPMH), concretamente a través del área de Migrantes, ha venido realizando un trabajo arduo para articular de mejor manera la atención que ofrecen las casas-albergues en las rutas más usadas por los migrantes en tránsito que pasan por territorio mexicano.

“La Iglesia, aquí, ha jugado un papel muy importante, pero, aunque camina con prudencia, no se ha detenido a través de los agentes de la Pastoral en ser profeta, pastora y madre de aquellos que viven una situación de vulnerabilidad por las condiciones legales que no les permiten ser considerados personas, sujetos a derechos y obligaciones”, señala la religiosa escalabriniana Leticia Gutiérrez Valderrama, secretaria ejecutiva de la DPMH.migrantes en México en una casa de religiosos en su huida a Estados Unidos

Volver a comenzar

Para Enrique, hondureño de 27 años, ahora viudo y padre de cinco hijos, el primer tercio del trayecto rumbo a la frontera norte no le significó mayor problema, sino “los normales”: batallar con la subida al tren en movimiento, los malabares para mantenerse en el techo del vagón donde viajó, el frío, el sueño, el cansancio, la falta de alimento, el asalto violento de algunos civiles en los alrededores de Tapachula, las extorsiones de la policía en Arriaga, las pedradas en Ixtepec, las carreras en Medias Aguas…

La situación se tornó difícil al llegar a Orizaba, donde bajó del tren debido al cansancio. Mientras buscaba ayuda y alimento en el centro de la ciudad, fue secuestrado y llevado a un lugar donde estaban confinados más migrantes. Durante días se negó a proporcionar el número telefónico de sus parientes en los Estados Unidos que pudieran pagar el rescate; por eso fue golpeado brutalmente, dado por muerto y tirado a las afueras de la ciudad. Por fortuna, alguien lo encontró y lo llevó al hospital, en donde permaneció en muy mal estado casi dos meses.

Al recuperarse, siguió su camino rumbo al Norte. Llegó a Lechería, Estado de México, donde se le unieron un par de jovencitas; de ahí continuaron hasta El Ahorcado, en Querétaro, donde bajaron del tren para conseguir comida; sin embargo, fueron secuestrados de nueva cuenta durante más de quince días. De la casa donde los retuvieron, él pudo escapar, pero no así las jóvenes.

Con penurias, llegó a San Luis Potosí; ahí pudo comunicarse con su familia después de casi cinco meses de haber salido de su tierra; en la llamada le informaron de que su esposa había fallecido recientemente. La noticia lo desmoralizó: “No sabía qué hacer y me sentía tan mal que había decidido arrojarme al tren para terminar con todo, pero me puse a pensar y no lo hice por mis hijos. La más pequeña tiene un año; decidí seguir por ellos, por mis cinco hijos”.

Enrique, por fin, llegó a Nuevo Laredo, luego de casi 3.000 kilómetros de trayecto. En la Casa del Migrante que atienden los misioneros escalabrinianos ha podido relatar por enésima vez las peripecias de su viaje. En el largo pasillo, otros migrantes lo escuchan, pero no hacen comentario alguno. Ellos mismos tienen su propia historia, igualmente dolorosa.

La noche ha caído en la ciudad; la mortecina luz del cobertizo donde los migrantes intentarán dormir se asemeja a la esperanza que anidan en el corazón. “Mañana será otro día. El sol pronto va a brillar…”.

En el nº 2.823 de Vida Nueva.

 

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