María Blanchard, la vanguardia de Dios

Maternidad oval, cuadro de María Blanchard

El Reina Sofía dedica una gran retrospectiva a la pintora cubista española

Maternidad oval, cuadro de María Blanchard

‘Maternidad oval’, 1921-1922

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Su nombre es María Gutiérrez Blanchard (Santander, 1881-París, 1932). Y cambió para siempre el destino de la pintura simplemente como María Blanchard, ese apellido que le dejó su madre francesa de Biarritz y ascendencia polaca.

El Museo Reina Sofía le dedica, 80 años después de su muerte, una retrospectiva para reivindicarla: “Si hay una gran pintora cubista, esa es María Blanchard”, afirma María José Salazar, comisaria de la exposición, que reúne 74 obras entre pinturas y dibujos, que recorren toda su vida, es decir, desde un primer cubismo de extrema sencillez a otro más complejo y sintético desarrollado en paralelo a Juan Gris.

“María Blanchard ha sido la gran desconocida del grupo de artistas que consolidaron la renovación artística de principios del siglo XX –insiste Salazar–. Pese al tiempo transcurrido, una serie de hechos ajenos a su devenir artístico hicieron que su vida fuera relatada con grandes lagunas y enormes contradicciones, y su obra permaneciera en un segundo plano respecto a sus coetáneos y amigos de la vanguardia. Sin embargo, Blanchard igualó y, en algunos casos, los superó, por su personal manera de entender y sentir el cubismo, que se distingue por su rigor formal, su austeridad y el dominio del color”.

pintora Maria Blanchard con Jacqueline Rivière

Maria Blanchard con Jacqueline Rivière

María Blanchard vivió toda su vida buscando la belleza –su vida estuvo marcada por la deformidad, la cifoescoliosis que padeció desde su nacimiento– y, especialmente, desde 1927, muy cerca de Dios, en una etapa de misticismo, de espiritualidad y de realismo, en la que la figuración que había estado en su origen regresa a su pintura marcada por un hondo catolicismo.

“Su deformidad corporal parece haber sido para ella un motivo de incesante sufrimiento. Se vio siempre excluida de todas las formas normales de la vida, y solo en muy escasa medida supo hallar un sustitutivo en su arte o, hacia el fin de su vida, en la religión”, según lo que el crítico y poeta Gabriel Ferrater dejó escrito en su libro Sobre la pintura (Seix Barral, 1981).

“Se adentra en esta nueva etapa con un modo de expresión propio, sirviéndose de la figura humana como legataria de sus propias vivencias interiores”, añade Salazar, comisaria de la exposición y conservadora del Reina Sofía. “Es este un período muy interesante –continúa–, con un punto de inflexión en 1927, que redunda en una iconografía más sensible, melancólica y poética, en la que por debajo de la técnica, el color y el dibujo, subyace un profundo sentido de la realidad”.

Ahí es donde se comprende la descripción que de ella hace Ramón Gómez de la Serna, incluida en su libro Pintores íntegros: “El alma de María era, sin embargo, tan española que necesitaba llenar de misticismo su bóveda románica y, después de su éxito, sentía que le quedaba íntegro y sin solución el gran espacio de un alma religiosa, entre ermita e iglesia en las afueras de la pintura”.

Tan a las afueras que, como explicó Ferrater, Blanchard decide abandonar los pinceles por sus “escrúpulos de conciencia” para dedicarse a los más necesitados.

Su confesor en París, el padre Alterman, la convence de que la pintura no contradice a Dios. Y Blanchard, que nunca gozó de una sólida posición económica, siguió pintando aunque su arte giró a ese realismo tan palpable de sus últimos años, lleno de patetismo, que ya había intuido en una de sus primeras obras maestras, La comulgante (1914-1920), puente entre sus dos etapas figurativas y causa del gran éxito que obtuvo en el 32º Salon des Indépendants, celebrado en París en 1921.

La comulgante cuadro de Maria Blanchard

‘La comulgante’, 1914-1920

La filiación católica que experimenta Blanchard –provenía de una familia atea–, la sitúa Ferrater ya en 1925. “El caso es que, poco antes o poco después de su conversión, entró la pintora en estrecha relación con la familia del escritor Jacques Rivière —ya muerto, según escribe Ferrater—, a cuya hija dio lecciones de pintura. En aquel ambiente de escritores católicos, la religión fue convirtiéndose en el centro de su vida espiritual”.

Solo un motivo religioso

Sin embargo, según apunta Carmen Bernárdez, profesora titular del Departamento de Arte Contemporáneo de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense de Madrid, “en su pintura solo hallamos un motivo religioso explícito, San Tarsicio (1930-1931), retrato que inspiró el poema de Paul Claudel”.

Aunque muchos han visto en sus versiones de maternidades –como la extraordinaria Maternidad oval (1921-1922) que se puede ver en Madrid– un recurrente motivo religioso, pleno de espiritualidad, ternura y sensibilidad, marcada por su propia experiencia vital: la de nunca poder ser madre por su enfermedad.

“En 1927, tras la muerte de Juan Gris, volvió ella a la práctica católica –sigue Bernárdez–, en parte por la pérdida del amigo, aunque también por una crisis espiritual que muchos experimentaron y había alentado las conversiones de Max Jacob, Pierre Reverdy, Severini, Claudel, Rivière o Jean Cocteau. Se dejaba sentir la influencia de Jacques Maritain, también convertido al catolicismo y vinculado a L’Action Française, que pudo llegar a Blanchard a través de los Rivière o de Severini”.

cuadro de la pintura cubista María Blanchard

La inserción en este ambiente, así como el carácter neofigurativo de su obra católica, favoreció, según la profesora, “la idea de una María Blanchard espiritualizada, alejada de la primera línea de la experimentación artística”. La realidad, en cualquier caso, es que la obra de Blanchard es el ejemplo de “una artista cuyo drama personal y devoción religiosa la empujaban a pintar como un destino salvífico”.

La exposición del Reina Sofía no insiste en este destino salvífico que plasma Bernárdez, pero sí en el destino de Blanchard en la historia de la pintura del siglo XX. “Trata de poner en valor la aportación de una mujer entregada en su totalidad al arte durante los primeros años del siglo XX –explica María José Salazar, la comisaria– y a la que sus amigos, grandes artistas, reconocieron como otra grande”.

Esos amigos son, por ejemplo, Diego Rivera, Juan Gris, Jacques Lipchitz y André Lhote, por citar a los más cercanos. De ahí la afirmación tajante de Salazar, que viene a devolver a Blanchard su lugar en las vanguardias, ensombrecido primero por ser mujer en tierra de hombres y, segundo, por su deformidad corporal que marcó su sufrimiento corporal.

Gran obra cubista

“No cabe duda, en mi opinión, de que la obra cubista de María Blanchard supera a la de conocidos coetáneos: Albert Gleizes, Auguste Herbin, Louis Marcoussis, Jean Metzinger o Fernand Léger. Si a ello añadimos las pocas mujeres que esporádicamente realizaron trabajos cubistas, como Sonia Terk Delaunay y Alice Halicka de Marcoussis, con una obra muy puntual, o Marie Laurencin, compañera de Apollinare en esos años, nos damos cuenta de la importancia de María Blanchard dentro del movimiento cubista”.

De ahí la gran presencia de las obras de este período en la muestra: 35 entre 1913 y 1919. Pero su regreso a la figuración, reflejo de su encuentro con un Dios salvífico, también supone un capítulo primordial de las vanguardias. De este período, entre 1919 y 1932 –cuando murió a los 51 años en los brazos de Dios–, se exhiben 16 pinturas.

Entre la Fundación Botín y el Reina Sofía, han conseguido devolver a Blanchard, a su virtuosismo técnico, a su luz y color, a sus figuras inexpresivas e introspectivas, al gran público.

jcrodriguez@vidanueva.es

En el nº 2.821 de Vida Nueva.

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