La escucha de la Palabra en la vida de la Iglesia

una chica con un fraile joven leyendo la Biblia

Reflexiones a propósito de la renovada invitación a la ‘lectio divina’

una chica con un fraile joven leyendo la Biblia

FRANCISCO GARCÍA MARTÍNEZ, profesor de Cristología en la Facultad de Teología de la UPSA | Acoger la Palabra de Dios requiere esfuerzo: silencio, lectura pausada, estudio, meditación… y un diálogo continuo con ella. El objetivo de este Pliego es suscitar su escucha, a través del fomento de formas de lectura bíblica personal y comunitaria que definan las acciones y movimientos de la acción pastoral de nuestra Iglesia, de tal modo que ese encuentro con la Escritura la convierta en verdadero alimento de vida y fuente de sabiduría.

Cuenta el libro del Génesis que, al principio de los tiempos, la voz del Señor suscitaba vida al pronunciarse. Decía Dios, expresaba su deseo y este se hacía presente como creación finalmente entregada a los hombres y destinada a reflejar la gloria de su ser-amor. Nada había que saliera de la boca de Dios que fuera una carga para los hombres; al contrario, podía decirse que su Palabra era, en sentido propio, la bendición de los hombres.

Esta Palabra les llamaba a la existencia, se complacía en ellos mirándolos como la obra muy buena que culminaba su trabajo y les entregaba todo lo creado, ¿qué más se podía esperar de una palabra pronunciada?

Pero algo sucedió, y la voz del Señor tropezó en el oído del hombre y se volvió sospechosa. Se dice que, al oír al Señor, Adán y Eva se escondieron. Una tarde dejaron de entregarse gustosos al diálogo creador de Dios.

La palabra de Dios, que era fuente de vida, también el mandato de “no comer” del árbol de la vida bajo el riesgo de morir (que no era amenaza, sino descripción, como cuando se dice “no comas de esas setas que son venenosas”), se percibió como un mandato opresor que robaba al hombre parte de su realidad.

Desde entonces, Dios tropieza en nuestro corazón, siempre atrapado en esta mirada adámica de la que una y otra vez busca liberarnos para mostrarse como lo que realmente es desde siempre: bendición originaria.un hombre lee la Biblia

Nada ha podido con su deseo de ser para nosotros lo que es y no pasar por lo que torpemente vemos que es, hasta el punto de no guardarse en este diálogo ni siquiera a su Hijo, que ofreció como definitiva Palabra de vida, definitiva porque con él es su íntima vida de amor la que al pronunciarse se nos dio. ¿Qué más puede hacer para que salgamos del escondite, nos arranquemos las falsas palabras con las que nos vestimos y nos dejemos revestir de su misma Palabra, de Cristo, de la misma vida del Hijo amado desde siempre y por siempre?

Pero el hombre sigue escondido. De cuando en cuando, consigue pronunciar Tu Palabra me da vida, confío en ti, pero la vida cotidiana, con sus afanes, seducciones y poderes parece siempre volver a atraparlo y separarlo de Dios como hizo con Pedro, al que después de confesar ante Cristo solo tú tienes palabras de vida eterna, las palabras fuertes que definen el mundo quebraron la confianza o la fuerza de su voluntad creyente, al menos en un primer momento.

No es extraño, pues, que una de las tareas centrales para la actual hora de la Iglesia sea reencontrarse con la Palabra de Dios y, en ella, reencontrar las prioridades y las formas de la vida eclesial y personal.

¿Cómo leer–Cómo escuchar?

La Palabra de Dios que nos ofrecen los escritores bíblicos apareció como palabra para guiar a su pueblo en medio de situaciones concretas según un designio global. La lectura que estos autores realizaron y que ha quedado fijada en el texto no refleja palabras inmutables al margen de los acontecimientos o, al contrario, solo descripciones de lo que pasaba, sino una presencia que los sometía a una visión honda del misterio de la realidad, forzándolos incluso a oponerse a lo que parecía más adecuado o real según el sentido común e incluso religioso del pueblo.

Esta apertura de fe que ofrecía a la presencia de Dios es lo que daba al autor la capacidad de dejar constancia de su paso, de su compañía, de su voluntad, de su promesa… Por eso es necesario adentrarse en el origen del texto: no preguntarse enseguida ¿qué me dice?, sino preguntar al texto ¿qué dice?, ¿qué sucedía antaño y por qué el autor en nombre de Dios habló así?

Solo entonces comprenderemos y podremos reinterpretarlo desde nuestra situación actual, donde seguro que encontramos realidades análogas que están llamadas a ser iluminadas en nuestro diálogo con Dios a través de esos textos, y así vestir nuestra libertad de verdad y vida.

Es necesario adentrarse en el origen
del texto: no preguntarse enseguida
‘¿qué me dice?’, sino preguntar ‘¿qué dice?’;
solo entonces comprenderemos y podremos
reinterpretarlo desde nuestra situación actual.

Esto es lo que intenta realizar el método de la lectio divina a la que últimamente se nos invita desde diferentes ámbitos eclesiales y cuya urgencia recoge el mismo magisterio. ¿Qué dice el texto?, ¿qué nos dice?, ¿qué decimos nosotros?, ¿qué conversión?, he aquí los pasos de lectura propios de la lectio según Benedicto XVI (VD 87).

Hagamos un pequeño inciso. Creemos que es importante que, aunque algunos puedan seguir en sentido estricto el método de la lectio, este debe configurarse en la Iglesia como una plantilla flexible de lectura para cada creyente o comunidad de lectura compartida, aportando sobre todo los elementos descubiertos como imprescindibles para que esta se haga como Dios manda. De otra manera, quizá lo mejor se trague lo posible y la letra termine por matar el Espíritu. Esto debe ser el fruto del discernimiento de lo adecuado según las posibilidades concretas.

En este itinerario dibujado por la lectio, el creyente, pidiendo la luz del Espíritu de Dios, comienza una lectura atenta que debe utilizar todo el instrumental al alcance de la mano (notas, introducciones, comentarios…). ¡Cuánta soberbia o cuanta falta de pudor tiene detrás, habitualmente, el ir al texto desnudo!

La posterior venida a nuestros contextos nunca debe coincidir del todo con mi-nuestra vida. Sin dejarlas, la mirada ha de ensancharse al mundo desde el corazón de la Palabra de Dios. Podemos y debemos reflexionar no solo desde lo que nos afecta directamente en ese momento; hay situaciones del mundo, de nuestro entorno, de otro tiempo o quizá futuras a las que debemos aceptar ser enviados en la oración. Esto no nos aleja de la realidad, sino que simplemente hace que no sometamos la Palabra siempre a nosotros mismos y a nuestros estados de ánimo o necesidades.

No se debe olvidar el momento personal. Mucho de la lectura se puede hacer en común, pero se requiere necesariamente algún momento de soledad coram Deo, donde centrar nuestra atención en Dios mismo desde las mociones que suscita en nosotros. De otra manera, la Escritura terminará siendo un manual de ideas y normas de vida.

La concreción final hacia la vida, imprescindible, no implica siempre acciones inmediatas y concretas hacia fuera. No todo consiste en responder a la pregunta ¿cómo tengo que actuar? Se trata de abrir el propio ser (el sentir, el pensar, el actuar…) a esas mociones de la Presencia vivida, para que Cristo vaya haciéndose con nuestra forma más íntima.

Pliego íntegro, publicado en el nº 2.805 de Vida Nueva.

INFORMACIÓN RELACIONADA

Compartir