Ayda Orobio Granja

Misionera afrocolombiana con el pueblo afrocolombiano

El 14 de mayo de 1914, tras un largo proceso de gestación, la beata Laura Montoya funda la Congregación Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Sena, más conocidas como Misioneras de la Madre Laura (Lauritas). El celo y la osadía de esta mujer antioqueña, nacida en Jericó y maestra de profesión, ayudó a configurar una nueva primavera misionera en Colombia, penetrando selvas, ríos y montañas, para llegar a los más remotos rincones, habitados por pueblos indígenas, afros y mestizos.

Casi un siglo después, la Hna. Ayda Orobio Granja, afrocolombiana, nacida en Buenaventura y Superiora General de las Misioneras de la Madre Laura, continúa animando la obra iniciada por su fundadora. En diálogo con Vida Nueva Colombia, comparte algunos trazos de su itinerario vocacional, estrechamente vinculado al pueblo afrocolombiano.
¿Por qué optó por ser “Laurita”?
La piedad de mamá influyó directamente en mi deseo de ser religiosa desde niña; papá me enseñó indirectamente a contemplar la naturaleza, no era amigo de oraciones, ni de la misa, pero atendía con mucha solicitud a las religiosas, los sacerdotes y especialmente a Monseñor Gerardo Valencia Cano, cuando necesitaban transporte por el mar o por los ríos.
¿Sobre la costa del Pacífico?
Así es. Mi padre, Arcesio Orobio, era oriundo del río Micay, y mi mamá, Paula Granja, del río Saija. Por eso mi niñez y juventud están ligadas a los ríos, al mar y a mi cultura afrocolombiana. Disfruté del ambiente campesino y sencillo donde papá nos enseñaba a recrearnos con la naturaleza, a sacar de ella lo necesario para la vida, en armonía y sentimiento de gratitud. Mamá era la encargada del comisariato, la tienda que surtía todas las necesidades de la familia y de los trabajadores. Con su trato amable y su generosidad, se ganaba el cariño de todos los pobladores del sector, que ella aprovechaba para  convocar a  la formación religiosa, sobre todo al rezo del Rosario.
¿Cómo era la vida en familia?
En la costa pacífica hablamos de familias extensas porque los abuelos y los tíos están integrados de forma directa al núcleo familiar. En mi caso la mayor vinculación fue con los abuelos maternos, pues con mamá María y papá Abelardo, como les llamábamos, pasamos varias temporadas de vacaciones. Ellos vivían en Puerto Merizalde, una hermosa población fundada por Mons. Bernardo Merizalde, para congregar a los campesinos, afrocolombianos e indígenas de los ríos Naya, Yurumangüi, Cajambre y Micay.
Los abuelos tenían una casa grande de madera. En el primer piso funcionaba el almacén y en el segundo la vivienda, que tenía capacidad para albergar a toda la familia extensa. Cuando la abuela sabía que pasaríamos las vacaciones con ellos, empezaba a recolectar todo lo que sabía  nos gustaba y a separar del almacén los regalos correspondientes. Algunas veces coincidíamos con otros primos. Todos disfrutábamos las provisiones de mamá María: cocos, cangrejos, tortugas, iguanas, gallinas, chontaduro, papachina y demás productos de la región. Ella misma dirigía la cocina para hacer de cada comida una fiesta.
Unido al compartir familiar estaba la formación práctica en la vivencia de la fe, especialmente la celebración del domingo. Desde muy temprano empezaban a llegar las canoas cargadas con los productos para vender, pero no empezaban el comercio hasta no participar en la misa. En la casa de los abuelos, desde que sonaba el primer repique de las campanas, se debían acelerar los arreglos para salir con la ropa apropiada para participar en la misa.
Volvamos a la pregunta inicial, ¿cómo descubrió su vocación?
Cuando estudiaba en Quibdó, las Lauritas que venían de Juradó y de Bahía Solano, se hospedaban en la Normal y casi siempre traían niños indígenas, unos para llevarlos al médico y otros para buscarles facilidades de estudio. Varias internas aprovechábamos para dialogar con ellas sobre su estilo de vida y sus ideales, su afán por ayudar a los más necesitados. Así comprendí que mi vida podía ser útil para apoyar a las personas excluidas por la sociedad. Posteriormente encontré en la biblioteca del colegio el libro: “Aventura Misional de Dabeiba”, donde la Madre Laura narra la fundación de la Congregación. Su experiencia me cautivó y desde ese momento decidí terminar la Normal y luego hacerme Laurita.
Entonces después de la Normal, ¿continuó su formación con las Lauritas?
En efecto, terminé mis estudios como normalista en el Instituto Femenino Integrado de Quibdó, con las Hermanas de la Presentación. Ya con las Lauritas, realicé el  noviciado en Medellín y posteriormente hice la Licenciatura en Misionologia en la Universidad Urbaniana de Roma y estudié Ciencias Religiosas en la Javeriana. Para fortalecer la Pastoral Misionera, realicé el Diplomado para Agentes Multiplicadores de Formación Interétnica, del Centro de Estudios Étnicos, y el Diplomado en Estudios Afrocolombianos en la Universidad del Cauca.
Siendo religiosa, ¿alguna experiencia particular fortaleció su identidad afrocolombiana?
El encuentro que fortaleció mi identidad y compromiso con el pueblo afro, fue la Misión de Noanamá, Chocó, entre los años 1987 y 1993, cuando se empezaba a trabajar con el pueblo negro la defensa del territorio. Las hermanas acompañábamos en el río San Juan el proceso de la Organización Indígena OREWA, y algunos líderes y asesores del movimiento indígena comprendieron que si el pueblo negro no se organizaba sería presa fácil de las multinacionales que empezaban a llegar al Pacífico. Para defender el territorio había que analizar la cultura y las tradiciones. Yo empecé a ver mi historia personal y familiar, reflejada en la historia y la cultura del pueblo que acompañaba. Entonces fue fácil fortalecer los temas de capacitación  al incluirme en el proceso. Recuerdo algunas consignas que proclamábamos: “Defendamos nuestra cultura y nuestro territorio”. “Oiga, mire, vea, métase a la pelea pa’ que el negro  si se vea… ¿y cómo?… ¡Luchando, creando conciencia de pueblo negro!”.
También empecé a participar en la pastoral Afrocolombiana, reforzando mi  experiencia con la de otros agentes de pastoral de Buenaventura, Quibdó, Guapi y  Tumaco, que venían rescatando las expresiones religiosas afrocolombianas: la forma de orar, los cantos (alabaos y arrullos), las reflexiones… Posteriormente participé en el V Encuentro de Pastoral Afroamericana (EPA), que se realizó en Quibdó con el tema de la etnoeducación para el pueblo Negro, allí se amplió mi horizonte y comprendí la urgencia de apoyar el Movimiento Afroamericano.
¿Alguna conquista memorable?
La participación activa en el nacimiento del Consejo Comunitario General del San Juan (ACADESAN) que logró la titulación colectiva de su territorio (683.591 hectáreas), y sigue luchando por la defensa de sus derechos. El fortalecimiento de la Corporación Centro de Pastoral Afrocolombiana (CEPAC), que ha logrado reconocimiento eclesial, social y jurídico, y ha publicado algunos libros como “Historia del pueblo afrocolombiano – perspectiva pastoral”, “Tradiciones religiosas afrocolombianas”, “Sazón del Pacífico – un homenaje a nuestros ancestros africanos”; y desde estos dos espacios, haber participado en el Movimiento Afrocolombiano que logró el Artículo Transitorio 55 en la Constitución Nacional de 1991 y la Ley 70 de 1993.
¿Qué se necesita para trabajar con el pueblo afro en estos tiempos?
Ubicarse bien en la historia del pueblo afro, sin agresividad pero con realismo, pues muchas dificultades personales de hoy son secuelas de las opresiones de ayer. Para los afro lo primero es el proceso de sanación con la  historia y la identidad personal, para los no afro lo esencial es llegar con la metodología de Jesús de Nazaret: acercarse al pueblo afro sin prejuicios, conocerlo, respetarlo, amarlo y, desde dentro, reconocer lo positivo y sugerir lo que se puede mejorar. El pueblo, que es supremamente intuitivo, dará el diploma de aprobación, aceptación e integración, como un miembro querido del grupo.
Por otro lado, para que el aporte sea efectivo, se necesita estar bien informado: conocer la reglamentación existente tanto nacional como internacional, las causas de la violencia en los territorios titulados y los que aun no se han podido titular, los temas actuales que siguen generando desplazamiento y muerte, entre otros la minería, el territorio, la biodiversidad y las carencias en educación, salud, servicios básicos, que impiden las condiciones de vida digna.
¿Qué le ha dejado el trabajo pastoral con las/os afrocolombianas/os?
El fortalecimiento de mi propia identidad como mujer afrocolombiana, que se integra, sin dicotomía, a mi opción de vida religiosa Laurita. La satisfacción de poder ayudar a otras personas y a mi pueblo a ponerse de pie para autoreconocerse, asumir la propia historia y buscar alternativas de vida digna.
Y como Superiora General, ¿qué significa ser afrocolombiana?
Significa la apertura que vive la Congregación, la valoración de la diversidad cultural y un gran desafío para apoyar el fortalecimiento de comunidades misioneras, espirituales y fraternas, con capacidad para responder a los retos actuales de la Iglesia y los pueblos indígenas, afros y urbanos marginados. Siento la responsabilidad de apoyar a cada Laurita en su proceso personal, concibo la responsabilidad particular de respaldar la caminada de las hermanas indígenas, africanas y afroamericanas.
¿Alguna utopía?
La conformación de una Red que convoque a las organizaciones afrocolombianas y el fortalecimiento de las vocaciones indígenas y afro. VNC

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