Tàpies, el místico materialista

Antoni Tàpies y la religión

El propio pintor, fallecido el 6 de febrero, reconoció su gusto por lo trascendente

Antoni Tàpies y la religión

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Hay quien ha querido reducir a Antoni Tàpies (Barcelona, 1923-2012) a una simple “amarga visión de la existencia”, a una “abstracta expresión trágica” que une vanguardia y tradición, al testimonio de un artista que nos abruma con esa extrema cohabitación de materiales –ropas, telas, tejidos, cartones, periódicos, maderas, tierras, yeso, mármol pulverizado, gruesas capas de pintura– presentes en sus obras. Es mucho más: es trascendencia, es silencio, es naturaleza, es espiritualidad, es mística.

“En mí existe una especie de gusto o sentimiento por lo trascendente”, admitía el pintor que desarrolló una de las trayectorias creativas más ricas e influyentes del arte del siglo XX. Así es.

Tàpies elevó la pintura matérica, el informalismo, a su apoteosis; fue un autodidacta que cultivó la pintura, la escultura, el dibujo, el grabado, la cerámica, los tapices o la reproducción fotomecánica. Siempre en constante renovación, condenado a no repetirse.

En su obra, en ese muro estaba presente más de lo que intuimos, la religión, o, al menos, el sentimiento religioso expresado de un modo más o menos confesional. “La espiritualidad en el sentido de que la obra de arte puede provocar una transformación en la conciencia del espectador”, como dijo.

Antoni Tàpies y la religiónDe ahí que su obra no haya sido nunca complaciente, porque siempre añadía un nuevo punto de vista, un renovado modo de componer y mirar el mundo, para que el observador contemple y reaccione, mire y actúe, observe y sienta. Transformación que también es evidente en el lienzo, donde los materiales se cosen, pegan, sujetan contra toda convención, contra todo uso. Transformación que experimenta en sí misma esa materia que, colgada del cuadro, se degrada, cambia de aspecto, renace. Transformación que simboliza una cruz que pintó una y otra vez.

Transformar la realidad

El objeto artístico de Tàpies –desde sus inicios a finales de los años 40, enrolado en el grupo surrealista de Dau al Set con Modest Cuixart y Joan Brossa, hasta el nacimiento de su pintura matérica en los años 50– siempre fue único: la posibilidad de transformar la realidad.

Inevitable en un Tàpies de origen progresista ya en años de dictadura, pero ese impulso lo mantuvo siempre, aún en democracia, incómodo ante una sociedad que nunca veía más allá del bosque. De ahí que incorporara elementos de la realidad/actualidad a sus obras. Propuesta materializada a lo largo de 60 años en una estética sobria, despojada de todo artificio retórico, reflexiva, meditativa y eficaz en la transmisión de ideas y emociones: que a veces eran de desolación ante la contemplación del mundo, otras de celebración y alegría.

En cualquier caso, el mensaje del artista está ahí: el misterio de la realidad y el poder transformador que esta inspira. “Quiero ayudar al hombre a superar la situación de alienación; intento mostrar que es posible encontrar respuesta a las preguntas más graves, escatológicas de nuestra existencia, e integrarlas cada día”.

Así es como Tàpies se ve, como un “espiritualista materialista” que en propia confesión admite: “Busco algo divino, entre comillas, pero lo busco en las cosas materiales o en la vida cotidiana”, según escribió en ‘El arte, la ciencia y la contemplación espiritual’, ensayo incluido en el libro El valor del arte (2001).

Esta búsqueda de lo divino la explicó en su discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en 1990, titulado Arte y contemplación: “La experiencia íntima y las realidades profundas desveladas por ciertas imágenes, imprimen en nuestra conciencia y a nuestros actos un carácter como sagrado […] que acrecenta los sentimientos de solidaridad con todos los seres y respeto hacia el conjunto del Universo”.

Antoni Tàpies y la religiónPorque la búsqueda de Tápies está fácilmente en el camino que va entre su atracción por la ciencia y por la mística, precisamente porque con ambas se explica. “Hay un momento en el que tú contemplas una montaña o un río y sabes que aquello no es ni montaña ni río. Que es un conjunto de partículas del cosmos que se están moviendo. Pero después tienes que poner el pie en el suelo y comprender que esto no hace desaparecer las montañas y los ríos, sino que los hace ver con otra mentalidad”.

Es decir: “Lo que me interesa es que detrás de la realidad formal hay otra realidad más profunda; que eso no lo inventamos los artistas, lo dicen los hombres de ciencia”.

Sobre todo, cuando la “idea” no emana tan solo de esa ciencia, sino que está arraigada en los poetas místicos como san Juan de la Cruz, del que Tàpies fue un lector voraz, lo mismo que de santa Teresa o los contemporáneos José Angel Valente o Jesé Miguel Ullán, con quienes tuvo una gran amistad. Como ellos, Tàpies sabe que “la ciencia nos ha ayudado a comprender muchas cosas, pero hay unos límites, y ahí está el misterio”.

La cruz como recurso expresivo

El símbolo de esta trascendencia, de esta transformación, del acceso al misterio, es en Tàpies la cruz, el recurso expresivo más constante en sus obras. Él, que aprendió Teología de la mano de los jesuitas –vínculo innegable con el amor a la cruz de Ignacio de Loyola, visible también en Eduardo Chillida–, explicó en más de una ocasión: “San Juan de la Cruz decía que llega un momento, cuando estudias la realidad, que esta desaparece y se convierte en nada. En las épocas más racionalistas, como en el siglo XIX, se quería hacer creer que lo sólido es la razón y lo que explica bien las cosas. Y se despreciaba todo lo que estaba relacionado con las religiones. Y ahora son los mismos científicos los que se han dado cuenta de que hay misterios a los que llegaron las religiones 1.500 años antes que la ciencia”.

La cruz es, en Tápies, que se acercó al budismo y que nunca rechazó el sustrato católico de su obra, la llave para adentrarse en lo místico. De hecho, afirmaba: “La mística no es una realidad oscura del medioevo. Yo creo que la mística en la vida moderna es muy útil”.

Esa cruz (ya sea griega, latina, en aspa) tienen, como señala el jesuita Friedhelm Mennekes, que ha profundizado en la obra del pintor, “la misión de transformar lo profano y al mismo tiempo lo sagrado –explica el profesor Antonio Beristain citando a Mennekes–; de darles unidad hacia la creatividad personal y la experiencia espiritual, desde una radicalidad de nuevo humanismo”.Antoni Tàpies y la religión

La cruz, de hecho, se convirtió en un emblema muy presente en toda su obra, en una especie de lenguaje propio: “Si hago cosas que se repiten mucho, lo que hay gente que me reprocha –admitió en 2006–, como las cruces o las materias, pues en el fondo es porque ese es mi lenguaje, el que me he construido. Y pienso que una cruz se puede hacer de infinitas formas, no se acaba nunca”.

Una cruz que se ha llenado de interpretaciones, por parte de la crítica, como dualismo entre materia y espíritu, como una manera de tachar algo, eliminarlo, o como referencia a la T inicial de su apellido.

Pero cuando el fotógrafo Pedro Madueño, de La Vanguardia, le pidió en un retrato en 2009 que se pintara en el rostro una T de Tàpies, no quiso: “No me pintaré una T, sino una cruz. La cruz que me ha acompañado toda la vida”.

jcrodriguez@vidanueva.es

En el nº 2.789 de Vida Nueva.

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