Desiertos del siglo XXI

Ramón de la Cruz miembro de la comunidad monasterio Batuecas

En un mundo frenético y en crisis, todavía existen auténticos oasis espirituales

monasterio San José de las Batuecas Salamanca

Monasterio San José de las Batuecas, en Salamanca

MAITE LÓPEZ MARTÍNEZ | Cuando santa Teresa de Jesús inicia su reforma del Carmelo, lo hizo, entre otras cosas, soñando con aquellos eremitas que poblaban el Monte Carmelo como los antiguos padres del desierto. Quién hubiese dicho que aquella andariega de los polvorientos caminos de Castilla, luchadora con princesas y prelados, activa en la contemplación, siempre pensaba en retirarse a su modesto palomarcico de San José, a esas ermitas que aprendió a construir desde niña poniendo un montón de piedras unas sobre otras.

Ese ideal eremítico se ha conservado en la Orden no solo en la vida claustral de sus carmelitas descalzas, sino en los conventos de frailes, también reformados por ella y, sobre todo, en ciertos lugares apartados que llevan el nombre de “desiertos”.

Juan de la Cruz, que iba para cartujo antes de dejarse seducir por la Madre, practicará esa modalidad de Vida Consagrada, sin dejar por ello el apostolado, el gobierno de la Orden o su faceta de escritor. Este medio fraile vivió y potenció la vida eremítica como los mismísimos padres del desierto, en lugares tan apartados entonces como La Peñuela (actual La Carolina), en las laderas de Sierra Morena o El Calvario, entre riscos y pinos, a las puertas de las sierras jiennenses de Segura y las Villas.

Ramón de la Cruz miembro de la comunidad monasterio Batuecas

El P. Ramón de la Cruz

En nuestros días quedan pocos “desiertos” que sean, en verdad, “oasis espirituales” en medio de un mundo en crisis y frenético. El más significativo, por lo recóndito y apartado, que recuerda a los monasterios griegos colgados de rocas
inexpugnables, pero también por su belleza y singularidad, es el Santo Desierto de San José de las Batuecas, un monasterio con 400 años de historia al abrigo de la Peña de Francia (Salamanca), que cobija a una pequeña comunidad de carmelitas descalzos y a todos cuantos quieran retirarse unos días en su hospedería.

El lugar ya fue descubierto como ruta turística por el inquieto y sabio profesor de Salamanca, Miguel de Unamuno, en uno de sus viajes por la entonces deprimida comarca de Las Hurdes. Pasó por aquel convento a principios de siglo, cuando solo era un conjunto de ruinas. Pocos saben que el “sacerdote de la inteligencia” compuso en aquellos parajes muchos de los versos que más tarde formarían parte de una de sus obras más brillantes: El Cristo de Velázquez.

Y es que la comunidad carmelita estuvo presente en este apartado valle desde su fundación, en 1599, hasta 1836, cuando, como miles de religiosos españoles, tuvo que poner tierra de por medio y abandonar casa y tierras con la Desamortización de Mendizábal. En esta ocasión, como le ocurrió al cercano convento de dominicos de la Peña de Francia, todo quedó destruido por la sinrazón.

Tuvo que llegar otra santa, esta vez del siglo XX, para que se restaurase la vida monástica en aquel paraje bendecido por la mano de Dios, aunque ahora de matriz femenina, con la fundación de un convento. Fue Madre Maravillas de Jesús quien, en plena Guerra Civil española, compra el terreno e inicia una nueva comunidad de carmelitas descalzas, aunque en 1950 lo cedió de nuevo a los padres carmelitas.

Contemplación y acogida

Ahora, la comunidad está compuesta por media docena de ellos, retirados como los mismísimos eremitas del Monte Carmelo, sin televisión ni Internet, dedicados a la contemplación, al trabajo y a acoger a los visitantes. No quieren que el lugar se convierta en un lugar turístico; de hecho, el acceso al monasterio sigue siendo difícil: ningún cartel visible desde la carretera advierte al visitante de la presencia de esta comunidad. Solo se puede hacer a pie, por un sendero natural, donde ya se encuentra información en paneles forestales.

El P. Ramón de la Cruz, miembro de esta comunidad, nos cuenta que vienen a convivir con ellos personas de muy diferente procedencia. No se les exige ningún credo. La única condición es que su estancia sea un auténtico retiro, un encontrarse consigo mismos. Y, curiosamente, cuentan ya con un cierto número de asiduos del lugar, entre los que destaca una mayoría de agnósticos e, incluso, ateos.

Un lugar para encontrarse con Dios, de la mano de los dos grandes místicos españoles, para bajar, como ellos, de la “montaña sagrada” a la batalla de la acción apostólica. Quién sabe las sorpresas que aguardan al visitante, al peregrino, al turista religioso o al hombre o mujer dispuestos a encontrarse consigo mismos.

mtlopez@vidanueva.es

En el nº 2.783 de Vida Nueva.

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