De música

FRANCISCO JUAN MARTÍNEZ ROJAS | Deán de la Catedral de Jaén y delegado diocesano de Patrimonio Cultural

“De cara al diálogo con la increencia, la experiencia estética musical es uno de los caminos preferentes. La música tiene mucho de inefable, invita a la trascendencia…”.

El ruido eterno, de Alex Ross, es uno de los libros que más ha dado que hablar en los últimos años. Es un sugerente recorrido por la tormentosa historia del s. XX hecho desde la música. Y llama la atención la escasa referencia a la música religiosa. Parece como si el motu proprio de Pío X Tra le sollecitudini (1903) no hubiese alcanzado el efecto que el Papa esperaba.

El s. XX vio desaparecer capillas musicales de catedrales y colegiatas, y espléndidas escolanías de seminarios y universidades eclesiásticas, de modo que la música religiosa ha sufrido un evidente proceso de decadencia.

Escribir esto en el IV centenario de la muerte de Tomás Luis de Victoria, cuyas composiciones son una de las cimas de la música religiosa hispana, no deja de producir cierta tristeza. Máxime si se piensa que, de cara al diálogo con la increencia, la experiencia estética musical es uno de los caminos preferentes. La música tiene mucho de inefable, invita a la trascendencia, sumerge al ser humano en un halo de belleza que lo transporta más allá de las limitaciones de lo simplemente humano.

San Agustín afirmaba que en la vida eterna los bienaventurados serían como música. Puesto que hay otras realidades religiosas que anticipan aquí y ahora esa bienaventuranza, sería de desear que la música sacra dignificase realmente las celebraciones litúrgicas y volviese a ser ese ruido eterno, con capacidad de romper la sordera del hombre moderno frente al susurro armónico de lo sagrado.

En el nº 2.775 de Vida Nueva.

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